TITULO: DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES - JUEVES - VIERNES - El año en que se secó el cielo ,.
DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES -JUEVES - VIERNES - El año en que se secó el cielo , fotos,.
El año en que se secó el cielo,.
El hallazgo del cadáver de una joven, asesinada mediante una antigua forma ritual a los pies de la mítica Puerta de Alén, desconcierta a sus investigadores. La agente Raquel Colina es una recién llegada a ese rincón perdido de Galicia para tratar de salvar a su hijo, al que la medicina ya no puede curar. Sin otra alternativa, y llena de dudas, Raquel había recurrido a una menciñeira local que prometía su sanación.
(Desayuno)
Sin embargo, la misteriosa desaparición de la curandera y el descubrimiento de la víctima de la Puerta hacen sospechar a Raquel que ambos casos pueden estar relacionados. Con la complicidad de su compañero, en un ambiente mágico y rural que no acaba de comprender y donde todo el mundo parece guardar un secreto, la agente comenzará una desesperada cuenta atrás para resolver el caso y así hallar la última tabla de salvación que le queda a su hijo.
( Cena )
El cielo no había parado de descargar agua en las últimas setenta y dos horas. No era una llovizna fina, ni una serie de chaparrones espaciados, sino una lluvia densa y constante, con gotas grandes y pesadas que impactaban como balas de fusil en un suelo ya empapado durante horas, sin tregua. El agua corría por los tejados, chorreaba por las paredes y transformaba las cunetas en riachuelos salvajes que salpicaban espuma blanca cada vez que tropezaban con un atasco de ramas y piedras arrastradas por la corriente.
Cuando el todoterreno del servicio de mantenimiento salió de la base, su conductor se tuvo que esforzar para vislumbrar el camino entre la catarata de agua que se derramaba por el cristal delantero del vehículo. Los limpiaparabrisas casi no daban abasto para evacuar todo el chaparrón que se deslizaba sobre el cristal. Por si no fuera suficiente, el frío del exterior, que mordía con fuerza, hacía que el vaho de los dos ocupantes del todoterreno empañase las ventanillas, aislándolos casi por completo del mundo de ahí fuera.
—No se ve nada —gruñó Santiago mientras se revolvía en el asiento del copiloto—. Y allá arriba se va a ver aún menos. Deberíamos habernos quedado en casa.
Era un hombre grande, demasiado corpulento —según algunos— para su trabajo y que con su barba espesa, su mirada profunda y envuelto en el grueso chubasquero impermeable y las botas de faena parecía un enorme oso enfadado que alguien hubiese decidido atar en aquel asiento para gastar una broma pesada. A sus cuarenta años, era uno de los «funambulistas» del equipo de mantenimiento, la manera algo macabra que tenían en la empresa de aerogeneradores para referirse a los técnicos que trepaban por los altos postes eólicos hasta llegar a la zona de las aspas para realizar el mantenimiento.
Santiago casi no cabía por el estrecho hueco de las escaleras interiores de las turbinas, y aun así había pocos en el gremio que pudiesen llegar a la peligrosa zona de trabajo a más de veinte metros de altura en tan poco tiempo como aquel gigantón. Pero ni siquiera a él le apetecía trepar por un molino de viento en medio de una tormenta como aquella.
—¿Y si lo dejamos para mañana? —volvió a murmurar mientras sus cejas saltaban como dotadas de vida propia.
—Mañana será otro día asqueroso como hoy —le respondió su compañero con la mirada fija en la carretera—. Y los próximos tres días, también.
Era difícil que hubiese más contraste entre aquellos dos hombres. Todo lo que Santiago tenía de grandullón, Javier lo tenía de menudo. Más joven que su compañero, era enjuto hasta el punto de parecer frágil y tenía una cabeza ligeramente desproporcionada con respecto a su cuerpo, lo que acentuaba su aspecto quebradizo. Sin embargo, era un mecánico de sistemas reputado y su profunda mirada oscura barría la calzada sin perder un detalle mientras mantenía al mismo tiempo aquella conversación.
—¿Tres días? —gimió el barbudo—. ¿Cuándo va a parar esta lluvia?
—«Ciclogénesis explosiva», lo llaman en la tele —resopló el conductor escupiendo las palabras como si le dejasen un mal sabor en la boca—. Ya no saben qué inventar para asustar a la gente. Esto es una borrasca de toda la vida y punto. Lo normal en Galicia en esta época del año. Y con estas rachas de viento no nos podemos permitir tener tres aerogeneradores parados.
—No son nuestros. Son de la empresa.—La empresa que paga nuestros sueldos, idiota. —Javier dio un volantazo para esquivar un profundo charco de agua y siguió guiando el vehículo por la carretera medio anegada, a una velocidad que arrancaba miradas inquietas de su compañero hacia la calzada.
—Nos van a pagar igual, aunque no arreglemos esos generadores hoy.
—Eso se lo explicas tú al jefe. —Javier se arriesgó a desviar la mirada hacia él un segundo, con aire burlón—. ¿De acuerdo?
—¿Y si…?
—Y si, nada —le interrumpió—. Tenemos que ir y punto, tío. No le des más vueltas.
—Nos vamos a empapar —musitó Santiago al fin, con la voz derrotada del que sabe que se ha quedado sin argumentos de peso. Y a continuación, algo enfurruñado, se hundió en el silencio.
Javier casi no se dio cuenta. Pese a su pericia al volante y al fingido desdén por el mal tiempo, no las tenía todas consigo. Una cosa era circular bajo aquella tormenta por la carretera general, con firme ancho y asfalto en condiciones, y otra muy distinta cuando un par de kilómetros más adelante empezasen a tomar desvíos por comarcales cada vez más estrechas y en peor estado hasta llegar a la base del monte Seixo, en cuya cima más de cincuenta molinos de viento generaban casi treinta y cinco megavatios de potencia. El Nissan Navara que conducía tenía tracción a las cuatro ruedas, pero nadie podía saber cómo se encontrarían las pistas forestales que llevaban hasta la cima, sobre todo después de tantos días consecutivos de lluvia y viento.
El interior del vehículo olía a ropa húmeda y material eléctrico, con un leve regusto a tabaco rancio dejado por algún conductor que se había fumado un cigarrillo al volante. El calor de la calefacción había adormilado a Santiago y en la radio sonaban en bucle viejos clásicos de música rock. A Javier le encantaba aquella emisora, por más que repitiesen tanto los mismos temas que ya casi podía predecir lo que iba a continuación. El California Dreamin’ de The Mamas and The Papas sonaba incongruentemente feliz en medio de aquella atmósfera cada vez más fría y desagradable.
El cielo de madrugada aún estaba de un color casi negro, y entre las ráfagas de lluvia, Javier podía ver cómo el viento zarandeaba con violencia los eucaliptos de las cunetas, salpicando la carretera de ramas rotas y hojas. De vez en cuando, un trueno retumbaba como un martillazo seco en el interior del coche, recordando que en algún lugar en lo alto acababa de caer un rayo.
Y precisamente ellos iban hacia uno de los puntos más altos de la zona. El monte Seixo, una mole de granito salpicada de árboles en medio de un área montañosa, en la que destacaba como un gigante entre pigmeos. Aquel era precisamente su gran valor y, al mismo tiempo, su enorme dificultad. Abrir el acceso hasta la cima para colocar los aerogeneradores había costado una fortuna en horas de trabajo y material, pero por fin lo habían conseguido tiempo atrás, no sin problemas. La cantidad de accidentes, retrasos y averías inexplicables que se habían acumulado el año anterior daría para un capítulo de La Dimensión Desconocida.
Javier dio un volantazo para esquivar una rama atravesada en medio de la calzada justo cuando la lluvia se transformó en un granizo grueso que tamborileaba como perdigonazos sobre la carrocería del todoterreno. Soltó un gruñido de enfado. Un rato antes habían entrado en la red de carreteras comarcales y en aquel instante avanzaban por una estrecha calzada que no había visto un asfaltado decente en más de tres décadas. De súbito, pegó un frenazo seco que lanzó el cuerpo de Santiago hacia el salpicadero.
—¿Qué pasa? —preguntó saliendo del sueño—. ¿Hemos llegado?
Por toda respuesta, Javier señaló hacia la calzada. El desvío de tierra por el que tendrían que subir hacia lo alto de la montaña se abría a su derecha y parecía cualquier cosa menos un camino. El agua bajaba con fuerza, ya que la tormenta había saturado los drenajes y el torrente buscaba el sitio más fácil para escapar de las faldas del Seixo. La lluvia arrastraba piedras y una tonelada de tierra oscura que se derramaba por todas partes.
Se quedaron allí parados un momento, con el único sonido del limpiaparabrisas a toda velocidad y el zumbido quedo del motor.
—Demos la vuelta —gimió el hombretón al final—. No podemos subir.
—Claro que podemos —contestó Javier, aunque no pudo evitar que la duda tiñese un poco su voz.
—Me da mal rollo.—Solo es agua, cobardica.
—Es algo más que eso. Este sitio no me gustaría ni a pleno sol. Dicen que hay fantasmas allí arriba.
—Solo es una montaña, pedazo de bobo. Y no me imagino el tamaño que debería tener un fantasma para mover tu culo gordo. Venga, hombre.
—Además, nunca hemos venido a hacer mantenimiento en este parque. Con este día, hasta nos podemos perder.
Javier suspiró mientras se giraba hacia su compañero.
—Vamos a ver… ¿Ya has acabado con las excusas o podemos seguir de una vez?
—No me gusta —repitió el otro por toda respuesta, pero no tenía nada de más peso que añadir.
Javier metió la primera marcha y activó la reductora de la transmisión. El todoterreno arrancó de nuevo, levantando un surtidor de agua y lodo con las ruedas al acelerar mientras se metía en el camino. A partir de allí el viaje sería movido.
El Navara rugía mientras se abría paso por la pista de tierra. El agua había bajado con tanta fuerza durante los dos últimos días que le había dado tiempo a trazar profundos canales entre la grava y la arena de la pista. Javier tenía que prestar toda su atención a la conducción para no meter ninguna de las ruedas en aquellas pequeñas zanjas. Si eso pasaba, se quedarían inmovilizados en el sitio hasta que subiese un tractor a sacarlos del atolladero. Eso supondría un montón de horas allí tirados bajo la lluvia, quizá incluso pasar la noche en aquel lugar.
Y además, no se quería imaginar el cachondeo que tendrían que soportar después en la central. Los dos domingueros que habían atascado un cuatro por cuatro en una pista de tierra por la que unos meses antes habían subido camiones pesados. No, gracias.
Las suspensiones del vehículo chillaban cada vez que pegaban un bote sobre alguna de las piedras que el lavado del agua había hecho aflorar en la pista. De vez en cuando el paisaje se iluminaba con un fogonazo espectral, seguido de un trueno que reverberaba en la cabina. Santiago se agarraba con fuerza a la puerta, con los dientes apretados. Cada sacudida del camino se transmitía por su columna como un latigazo seco.
El paisaje en torno a ellos estaba envuelto en sombras. Pese a ser las seis de la mañana, la oscuridad aún los rodeaba por doquier. A medida que subían, las nubes bajas se habían convertido en un espeso banco de niebla sucia, entre la que asomaban de vez en cuando las siluetas fantasmagóricas de un árbol retorcido por el viento o un conjunto de rocas de formas extrañas. Daba la sensación de que una colección de apariciones atemporales se había congregado en aquel lugar desolado y lejano para contemplar el trabajoso ascenso de los dos hombres.
Fue casi una hora de camino para un trayecto que, en circunstancias normales, no debería haberles llevado más de veinte minutos. Para cuando llegaron a lo alto de la montaña, el ventilador del motor zumbaba y Javier sentía los brazos adormecidos después de la lucha titánica por sujetar el volante. Entre la densa niebla, los enormes postes de los aerogeneradores iban surgiendo a la vista, similares a monolitos de una raza antigua abandonados en aquel lugar por accidente.
—Parece que llueve menos —gruñó Santiago.
—Te dije que no era para tanto —contestó su compañero, mientras con una mano sujetaba una tablilla en la que tenía anotadas las órdenes de trabajo y con la otra mantenía el vehículo dentro del carril—. Torres ocho y catorce. Ya casi estamos.
El Navara se detuvo al lado de una masa espesa de matorrales. La lluvia y el viento habían bajado de intensidad y los dos hombres pudieron recoger el material de la parte trasera sin empaparse. Cargados como dos sherpas caminaron resoplando hacia el primer aerogenerador, y una vez allí abrieron la portezuela de la base. Sobre sus cabezas sonaba el zumbido grave de las aspas de los restantes molinos, aunque aquel en concreto se mantenía en un obstinado silencio.
—Todo tuyo, bonito. —Javier hizo un gesto burlón hacia el oscuro interior.
Santiago le lanzó una mirada indescifrable, pero se embutió en el hueco de entrada como pudo. Al otro lado se abría un tubo vertical con una escalera que se perdía en la negrura de la parte más alta. Puso el pie en el primer escalón, pero de golpe se detuvo, como si acabase de recordar algo.
—Oye, no te vayas sin mí a ninguna parte. —Había un cierto temblor en su voz.
—¿Y dónde coño quieres que me meta? —Javier abrió los brazos—. Aquí solo hay piedras, matorrales y humedad. Venga, sube de una vez y vámonos de este sitio cuanto antes.
Santiago gruñó y comenzó a trepar arrastrando consigo su bolsa de herramientas. De vez en cuando un jadeo o el tintineo metálico de una llave al chocar con algún puntal de soporte bajaba por el hueco envuelto en ecos, pero al cabo de un minuto dejó de oírse.
Mientras tanto, Javier se inclinó sobre el panel de control situado en la base y lo conectó con la PDA de diagnóstico. De espaldas al monte solitario, por primera vez fue consciente de lo aislados que estaban allí arriba. El lugar habitado más cercano se encontraba a varios kilómetros de distancia y en la cima desolada de aquella montaña solo estaban ellos dos y un puñado de aerogeneradores casi automáticos. Un mal sitio para tener un accidente.
Durante un rato trabajó concentrado sobre la pantalla. Por lo que podía ver, un pico de tensión, quizá de un rayo caído en las cercanías, había desconfigurado el sistema de aquella turbina. No era nada complicado de reparar, aunque sí algo tedioso.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta.
El silencio.
La lluvia había cesado por completo, quizá por primera vez en varios días, y hasta el viento había parado de soplar. Las palas de los otros aerogeneradores ya no lanzaban su zumbido y tan solo se oía el goteo del agua cayendo en los charcos y el gorgoteo de los arroyos que se deslizaban hacia el fondo del valle, allá a lo lejos. Por lo demás, la niebla se había vuelto tan espesa que ni siquiera acertaba a divisar el todoterreno, aunque estaba aparcado a apenas treinta metros.
Javier sintió aquel picor extraño en la nuca, la sensación de sentirse observado por una o varias personas. Se dio la vuelta e intentó escrutar entre la niebla, pero solo veía las sombras somnolientas de unas enormes rocas entre los jirones de niebla.
Aquella bruma pesada y densa como un puré de patatas, que distorsionaba todo lo que envolvía. Hasta el sonido del agua sonaba de una forma diferente.
Fuera de aquí. Marchaos.
El susurro sonó con tanta fuerza en medio del silencio de la montaña que casi deja caer la PDA al suelo. Parecía una voz masculina, algo cascada. Vieja. Y sonaba furiosa.
Javier se giró con la velocidad de un rayo y los ojos saltando de un lugar a otro. No podía estar seguro de si realmente había oído aquel murmullo o si había sonado dentro de su cabeza.
—¿Hola? —gritó con voz vacilante—. ¿Quién anda ahí?
No hubo respuesta. La niebla giraba en volutas perezosas y ¿era quizá un poco más espesa que un momento antes? No tenía manera de saberlo.
Soltó un juramento por lo bajo y se volvió de nuevo hacia la PDA, y en ese preciso instante volvió a escuchar la voz. O, mejor dicho, las voces. Era un bisbiseo acelerado, iracundo y rápido, pero el significado de las palabras se le escurría entre los dedos. Por más que intentaba entender lo que decían, era tan inútil como tratar de sostener un litro de agua con las manos desnudas.
—¡Eh! —gritó—. ¡Salid!
Su voz sonó amortiguada entre la niebla, atrapada entre la humedad que los envolvía como un sudario. Javier soltó la PDA y rebuscó en la bolsa de herramientas hasta sacar una llave de carraca. Era un chisme pesado, de dos palmos de longitud y con un cabezal romo. Como arma era la cosa más fea y poco práctica que se podía imaginar, pero con ella en las manos se sintió más seguro.
Entonces la niebla viró y por un segundo podría haber jurado que un par de sombras se alejaban a toda velocidad, a unos veinte metros a su izquierda. Sin pensar en lo que hacía, salió tras ellas sujetando la llave ante él como una espada. Caminó a paso rápido entre las rocas sueltas, con las zarzas rascando los costados de su grueso pantalón de trabajo. El suelo de aquel lugar estaba tan retorcido y torturado que tuvo que dar un par de rodeos para avanzar, pisando con cuidado rocas cubiertas de musgo, de forma que cuando levantó de nuevo la vista no sabía muy bien dónde estaba.
Había perdido de vista el aerogenerador y a su alrededor todo tenía un aspecto parecido. Javier tardó un par de segundos en aceptar que se había perdido.
Seguramente no había modo de evitarlo. Por un instante sintió una sensación desagradable enroscada en la base del cabello. El pulso se le aceleró y pese al frío sintió el tacto de la llave de carraca escurridizo por el sudor de sus manos.
Tranquilízate, idiota. Es solo una montaña. Rezongando, avanzó unos cuantos metros mientras intentaba encontrar algo que le resultase familiar. Estaba convencido de que la pista de tierra y el coche quedaban a su derecha, así que lo único que tenía que hacer era caminar en línea recta hasta tropezar con la grava amarillenta del camino. Desde allí, volver sobre sus pasos sería pan comido.
Pero la realidad y la niebla parecían conspirar en su contra. Avanzó durante lo que le pareció un rato interminable, trepando sobre rocas empapadas hasta que de repente tropezó con la primera de las cosas que no deberían estar allí.
Era una vela, una vulgar vela roja de las que se usan en las iglesias, y aún estaba caliente. Apenas unos minutos antes debía de haber estado encendida, pero la lluvia torrencial o el viento habían extinguido la llama, por más que quien la puso allí se había tomado la molestia de cubrirla con un capuchón de plástico. Javier sostuvo la vela en las manos extrañado. Aquel objeto, allí, en medio de ninguna parte, no tenía el menor sentido. Por un instante pensó que quizá era un artefacto preparado para provocar un incendio, pero se corrigió enseguida. Con el monte absolutamente empapado de agua, no se conseguiría provocar una fogata ni con un lanzallamas. Y mucho menos con una simple vela.
Intrigado, la apoyó de nuevo en su sitio. Le había dejado un tacto pegajoso en los dedos. Con aire distraído, se frotó la mano contra el mono de trabajo y siguió caminando. Captó un repentino movimiento con el rabillo del ojo y se giró a tanta velocidad que perdió el equilibrio y cayó de culo sobre un montón de zarzas. Las espinas se engancharon en su ropa de trabajo y tardó en incorporarse, entre maldiciones y jadeos. Cuando por fin se puso en pie, no había nadie cerca.
Javier tragó saliva. Estaba empapado de sudor y su respiración era pesada. Ya tenía más que suficiente. Que les dieran a los aerogeneradores. Santiago tenía razón, podrían volver cualquier otro día, uno en el que pudiesen ver más allá de su brazo. Y con toda una maldita cuadrilla, de paso.
Esovetevetenopuedesestaraquivetevete…
Sintió como un calambrazo en la piel al oír aquellas palabras. Habían sonado con total claridad, aunque juraría que nadie las había pronunciado. Aquella niebla amortiguaba sus sentidos y era enloquecedora.
Retrocedió un paso, cauteloso, y su espalda chocó contra algo. Se dio la vuelta y contempló una enorme piedra vertical, de varias toneladas de peso, plantada de manera antinatural en aquel paisaje. A sus pies había labrados un par de escalones toscos que subían hacia un lugar escondido entre la bruma.
Era el tipo de cosa que no debería estar allí, en medio de una montaña perdida. Su cerebro trató de procesar aquella información y por un momento pensó que quizá era algo construido por alguna de las brigadas que habían levantado los aerogeneradores unos meses antes.
Pero entonces habrían usado acero y hormigón, se corrigió. Además, aquellos escalones estaban tallados directamente en las piedras que asomaban del suelo del monte Seixo y por su aspecto llevaban allí mucho tiempo. Siglos, probablemente. El musgo verdoso que cubría sus huecos apenas podía disimular el paso de innumerables tormentas como la que le envolvía. Además, tenían algo extraño en sus proporciones que no era capaz de explicar, como si sus constructores hubiesen usado un sistema de medida que no se correspondía con nada que él conociese.
Subió los tres primeros peldaños de piedra casi sin darse cuenta. No era consciente de que había dejado caer la llave de carraca sobre uno de los zarzales situados al pie de la estructura, ni de que tenía la boca abierta en una curiosa expresión relajada, pero le daba igual. Solo quería saber qué había al final de aquellas escaleras.
Tampoco fue consciente de que al subir había pisoteado unos lirios cuidadosamente dispuestos en un círculo. Ni del olor pesado y metálico que flotaba en el ambiente.
Ni de que a su alrededor se iban congregando una serie de formas oscuras envueltas en la niebla, silenciosas como sombras y que estaban cada vez más cerca de él.
—Esto ya está —gruñó Santiago satisfecho mientras le daba un par de apretones a la tapa de la caja de registro.
Tan solo había tenido que cambiar uno de los relés fundidos por un pico de tensión. Una pequeña pieza que apenas valía unos céntimos, pero cuya ausencia había paralizado por completo aquel mastodóntico aerogenerador de casi un millón de euros. No era la primera vez que realizaba aquella reparación en otras torres. Los capullos de la central rateaban en calidades de material para ahorrarse cuatro perras y Santiago se veía obligado a instalar aquella basura de relés chinos que se chamuscaban a la mínima de cambio.
—Pero, claro, siempre están los idiotas de mantenimiento para jugarse el culo a veinte metros de altura —murmuró para sí exasperado—. ¡Eh, Javi, esto ya está!
Solo le respondió el sonido ululante del viento por el interior del tubo. Santiago se removió a duras penas. En la parte superior del aerogenerador no había demasiado espacio, sobre todo para alguien grande como él, y además la ropa de abrigo le restaba capacidad de movimiento. Sentía el sudor deslizándose por su cuello y la camiseta térmica se le pegaba de manera desagradable en la espalda.
—¡Javi, activa el testeo! —Al cabo de unos segundos volvió a gritar a través del tubo—: ¡Javi!
Pasó un minuto, luego dos. A Santiago se le agotó la paciencia y comenzó a descender por el estrecho conducto, teniendo mucho cuidado de apoyar los pies en cada uno de los zunchos de hierro que salpicaban el camino. Cuando llegó a la plataforma inferior, exhaló un suspiro de alivio y se estiró. Solo entonces fue consciente del silencio absoluto que flotaba a su alrededor. Y de que no había el menor rastro de su compañero.
Al principio pensó que quizá se habría alejado unos metros para mear, así que se inclinó sobre la consola de testeo y recalibró otra vez el aerogenerador. Gruñó de satisfacción cuando todas las luces se pusieron en verde. Se estiró de nuevo con un bostezo y justo en ese momento comenzó a inquietarse. La niebla que le envolvía era tan espesa que apenas se podía ver a un par de metros. En su cabeza empezaron a formarse imágenes inquietantes: la de Javier resbalando sobre una piedra cubierta de musgo y golpeándose la cabeza, o con el tobillo destrozado retorciéndose de dolor, o cayendo por un terraplén oculto entre la bruma y totalmente desmadejado en el fondo de una zanja…
—Ya sabía yo que no era buena idea venir hoy —musitó contrariado antes de echarse a andar.
El camino que había hecho el otro operario era fácil de seguir. El rocío que cubría el suelo estaba mancillado allá donde el hombre había pisado al pasar. Algunas ramas rotas punteaban los lugares en los que Javier se había quedado enganchado entre las zarzas. Desde luego, si había decidido echarse una meada, aquel idiota había buscado un sitio bien escondido. Santiago sentía que su irritación iba en aumento a medida que se internaba entre la niebla. ¿Qué necesidad tenía de esconderse así? ¿Quién le iba a ver allí arriba, en medio de la nada más absoluta?
Entonces su bota izquierda golpeó una de las velas que rodeaban la estructura y su cabreo se evaporó por arte de magia, sustituido por la perplejidad. Y esta aumentó varios grados cuando llegó a los escalones de piedra excavados en el peñasco que asomaba del suelo.
—Javier, pedazo de idiota. ¿Dónde coño te has metido?
No era consciente de que estaba susurrando. El sudor de su cuerpo se había congelado un buen rato antes. De hecho, se dio cuenta de que estaba tiritando de frío. O eso quería pensar.
Detuvo la mirada en un montón de aulagas espinosas que crecían con fuerza a través de una grieta de las rocas. Entre ellas brillaba el mango metálico de una llave de carraca que conocía muy bien.
Santiago tenía la extraña sensación de que todos sus movimientos se habían transformado en una moviola a cámara lenta. Agarró la llave, que estaba helada, y la sacó de entre las zarzas. Con ella entre las manos subió pesadamente los escalones, hasta alcanzar una plataforma superior. Y ahí llegó la primera sorpresa.
Frente a él se alzaba una estructura compuesta por un puñado de piedras ciclópeas que formaban algo parecido a una puerta. Las dos piedras laterales, cada una de varias toneladas de peso, se levantaban entre la niebla y sostenían un peñasco basto y poco trabajado que hacía de dintel. Quedaba el hueco suficiente para que por aquel vano cruzasen dos personas sin estorbarse, e incluso un tipo tan grande como Santiago pudo cruzar la puerta sin rozar tan siquiera los lados. Parecía algo sacado de otra época. No, se corrigió a sí mismo, era algo sacado de otra época, de un tiempo tan remoto que las personas que habían levantado aquel lugar seguramente ni siquiera pensaban como él.
Entonces tropezó con la segunda sorpresa. Al principio pensó que era un resto que había quedado abandonado por las brigadas de construcción del parque eólico, quizá un envoltorio de plástico de alguna pieza, o una basura por el estilo. Era una mancha blanca en el suelo, medio oculta por los jirones de la niebla, pero que destacaba con claridad sobre el fondo oscuro de las rocas y el musgo. Avanzó un par de pasos y se detuvo como si le hubiesen dado una descarga de alto voltaje.
Santiago era un tipo valiente —tenía que serlo para subirse a aquellos condenados chismes—, pero sus pelotas se transformaron en un par de canicas de hielo que pugnaban por esconderse dentro de su cuerpo.
A sus pies, justo al otro lado de la puerta, yacía una chica joven, de no más de veintitantos años. Era rubia y estaba muy pálida, casi del mismo color que el vestido blanco de novia que llevaba puesto. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo y el pelo estaba desparramado alrededor de su cabeza, dispuesto de forma cuidadosa a modo de corona dorada. A sus pies había numerosas flores, pero lo más perturbador era lo que sostenía entre las manos.
Aquella chica estaba muerta. Total y absolutamente muerta, y no hacía falta ser un forense para dictaminar aquel hecho. Porque entre sus dedos largos y delicados sostenía un trozo de carne de color rojo brillante y aspecto acuoso. Su propio corazón.
En medio de su pecho había un enorme boquete de bordes sonrosados que iba creciendo como una flor a medida que la sangre que aún manaba lentamente iba tiñendo el vestido blanco de color rojo, y el órgano que debería estar dentro del pecho se había convertido en el ramo de novia más insano y perturbador que nadie pudiese haber imaginado jamás.
Un regusto ácido trepó por su garganta, en una oleada incontrolable. Santiago se inclinó para vomitar contra la puerta, pero solo fue capaz de emitir unos jadeos agónicos. Entonces su mirada se detuvo en una mancha oscura situada a sus pies.
Al ritmo lento de una pesadilla, levantó los ojos y siguió el reguero de (sangresangresangre) aquella cosa hasta llegar al fardo de ropa que estaba al final del camino de gotas. Tirado como un saco de desperdicios, en una pequeña hondonada, el cuerpo sin vida de Javier le contemplaba con una expresión de terror infinito dibujada en los ojos. Alguien había abierto una extraña sonrisa roja en su cuello y a través de la herida se veían trozos de tendón y músculo que no deberían estar a la vista.
Santiago dejó caer la llave, sin saber que estaba repitiendo el mismo gesto que había hecho su compañero apenas diez minutos antes. Un gemido sordo, más un balido de terror que otra cosa, se escapaba de su garganta. Con los ojos fuera de las órbitas miraba en todas direcciones, mientras una sensación húmeda y cálida se extendía por sus pantalones.
Más tarde no recordaría cómo había hecho el trayecto hasta el Navara aparcado al lado del camino. Cuando intentó reconstruir aquel momento, a lo largo de las noches siguientes, siempre le faltaba aquel pedazo, como si su cerebro estuviese tan sobrecargado que se hubiese negado a seguir almacenando información. Solo los arañazos en las manos y la cara le hacían sospechar que había ido a tropezones, medio caminando y medio a rastras, hasta llegar al todoterreno.
Pero de lo que sí se acordaba perfectamente era de la sensación inequívoca de que allá arriba, mientras huía gimiendo, meado como un niño pequeño y devorado por el terror, no había estado solo,.
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EL PAPEL HIGIENICO ROJO - EL D.N.I. - El PSOE usa el informe 'ad hoc' de Galindo para acusar de «deslealtad» a la Cámara Alta ,.
EL PAPEL HIGIENICO ROJO - EL D.N.I. - El PSOE usa el informe 'ad hoc' de Galindo para acusar de «deslealtad» a la Cámara Alta,fotos,.
El PSOE usa el informe 'ad hoc' de Galindo para acusar de «deslealtad» a la Cámara Alta,.
Los miembros del PSOE en la Mesa del Congreso se sirvieron ayer del informe ad hoc del secretario general de la Cámara Baja, Fernando Galindo , para acusar al Senado de «deslealtad institucional» e incrementar el conflicto entre los dos órganos. El Partido Popular había
aprovechado su mayoría absoluta en la Cámara Alta para plantear al Congreso de los Diputados un requerimiento de retirada de la proposición de ley de la amnistía. Anteayer, con una llamativa celeridad, los servicios jurídicos del Congreso, liderados por Galindo, que es nada menos que un ex alto cargo del Gobierno socialista, elaboraron dicho informe crítico para desestimar la iniciativa articulada por el PP.
Una delegación de la Comisión de Venecia, órgano del Consejo de Europa que integra a 46 países del continente y tiene mucha autoridad en materia de asuntos democráticos, llega esta semana a Madrid para reunirse con miembros del Congreso y del Senado con el objetivo de recabar información para elaborar un informe sobre la ley de amnistía. Sin embargo, se está encontrando con trabas impuestas por el PSOE porque la delegación se ha topado con el rechazo del letrado mayor y secretario general del Congreso Fernando Galindo a mantener una reunión para hablar de la amnistía. Galindo es una figura muy importante en la amnistía porque es quien elabora el primer informe de los letrados que allana la tramitación de la medida de gracia.
Según fuentes parlamentarias, la Comisión de Venecia había solicitado ese encuentro con Galindo, pero el PSOE ha salido a su rescate para evitar que diera explicaciones sobre la amnistía. En este sentido, la Mesa del Congreso, donde tienen mayoría PSOE y Sumar, ha votado en contra de que Galindo participe de la ronda de encuentros que va a mantener la delegación de la Comisión de Venecia con representantes institucionales entre este jueves y el viernes. El PP se ha opuesto a esa votación porque entiende que Galindo es un actor importante en la tramitación de la amnistía y puede dar explicaciones "técnicas" sobre sus argumentos para optar por elaborar un informe que dio el beneplácito a que se tramitara la medida de gracia.
En el PSOE rechazan dar importancia a este plantón y consideran que la Mesa del Congreso ha hecho lo "mismo que siempre", recordando el precedente de 2014, cuando vino la Comisión de Venecia para estudiar la Ley de Seguridad Ciudadana y la Mesa se remitió a la Comisión de Interior. En esta ocasión, la Mesa del Congreso ha remitido a la Comisión de Venecia a la Comisión de Justicia, que es por donde se tramita la amnistía, para que los portavoces de los grupos parlamentarios tengan los encuentros oportunos. No obstante, en el PP rechazan equiparar lo de 2014 y lo de ahora porque lo que ocurre ahora es que el secretario general y letrado mayor del Congreso da plantón a la Comisión de Venecia, algo que no ocurrió entonces.
El propio Patxi López, portavoz del PSOE, ha sido contundente en rueda de prensa y ha rechazado que Galindo se citara con la Comisión de Venecia porque "no tiene que dar su opinión política" sobre la ley. En cambio, a juicio de Miguel Tellado, portavoz del PP, Galindo sí es "decisivo" y por eso tiene que atender la visita de la Comisión de Venecia. "Armengol tiene que dar una explicación porque una vez más se oculta información de todo lo que tiene que ver con la tramitación de esta ley", ha protestado Tellado.
El Senado ha pedido el informe a la Comisión de Venecia porque es un órgano con mucha autoridad y respeto en Europa y el PP está tratando de promover la elaboración del máximo número de informes posibles para que después, cuando se tenga que pronunciar el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, tenga en cuenta todos los pronunciamientos que ha habido sobre la amnistía. En este sentido, además de este informe de la Comisión de Justicia, el PP, a través de su mayoría absoluta en el Senado, ha solicitado un informe a los letrados de la Cámara Alta, al Consejo General del Poder Judicial y al Consejo Fiscal. Además, los populares también tienen intención de citar a comparecer a numerosos expertos juristas para que se pronuncien sobre la amnistía en el Senado.
En cualquier caso, la ley de amnistía sigue pendiente de concluir su trámite en el Congreso tras el varapalo del Pleno del 30 de enero, cuando Junts votó en contra. En este sentido, poco a poco se van conociendo pistas sobre cuál puede ser el calendario de lo que queda de tramitación de la amnistía: todo apunta a que la Comisión de Justicia para debatir y votar la medida de gracia se celebrará el 19 de febrero, justo 24 horas después de las elecciones gallegas. Todavía no está confirmado porque la última palabra está en manos de la Mesa de la Comisión, pero la propuesta del órgano de gobierno de la Cámara que preside Francina Armengol es que la sesión se celebre el 19 de febrero.
El plazo máximo para que la amnistía se debata y vote en la Comisión de Justicia es el 21 de febrero. Ahora mismo, todo está a la espera de ver cómo evolucionan las negociaciones en los próximos días, aunque la votación del 19 de febrero es definitivo: si la ley sale adelante, ya se aprobará inexorablemente porque el Senado no tiene capacidad de tumbarla (tan solo de introducir modificaciones); si cae tumbada, todo el procedimiento parlamentario deberá empezar de cero y eso hará prácticamente inviable rehacerla.
En todo caso, al PSOE también le conviene dejar la amnistía para después de las elecciones gallegas porque está muy presente en la campaña: Alberto Núñez Feijóo lo está usando para alertar a los gallegos de lo que supondría para Galicia que gobernaran el BNG, aliado de ERC y Bildu, y el PSOE. Por tanto, si la amnistía quedara agendada para el día después de la amnistía, Sánchez evitaría que el sprint final de la campaña de las elecciones quedara influida por el desenlace de la amnistía y, en caso de malos resultados del PSOE como apuntan las encuestas, le permitiría diluir el previsible revés electoral.
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Donde comen dos - Sardinas Cuca - La cocina informal de Ceci y Laura en Badajoz ,. fotos,.
La cocina informal de Ceci y Laura en Badajoz ,.
El Laurel cuenta con una oferta que bebe de distintas fuentes, casi todas ellas alejadas del academicismo, lo que lo sitúa como un local desenfadado,.
El Laurel se encuentra en plena barriada de Valdepasillas, en la tranquila calle peatonal hermanos Segura Covarsí. El local no es grande, pero es muy agradable y está decorado con gusto. Además, disponen de una terraza exterior en la que han quitado el toldo que tenían hace tiempo. No conozco los motivos para ello, pero pienso que han acertado, ya que por su orientación y ubicación no creo que sea necesario.
En sala se encuentra Laura Avilés. Ella sola es capaz de gestionar todas las mesas y lo hace con enorme competencia y amabilidad. Parece mentira, por ejemplo, que hoy en día no llame la atención que en un restaurante no se cambien los platos durante una comida entera. Afortunadamente, no es el caso de El Laurel, donde se cuidan estos y otros muchos detalles. Ojalá encontrarnos más 'Lauras' en los locales pacenses.
Si la sala es responsabilidad de Laura, de la cocina lo es Cecilio Cordero, Ceci. La carta que ofrece no es excesivamente larga, lo cual es positivo como ya he defendido en varias crónicas previas. Los platillos que la forman no están ordenados en las típicas categorías de entrantes, carnes, pescados… Tiene sentido ya que la propuesta de El Laurel es de una cocina informal, para compartir y alejada en gran medida de propuestas clásicas.
Entre ellas, divertidos los pani puri de sardina ahumada. En su versión original, el pani puri es un aperitivo de origen indio consistente en una esfera de masa frita, crujiente y hueca, que se rellena y se sirve junto con un líquido hecho a base de agua, acidulado y especiado. En el momento de la comida, estas esferas se sumergen y se comen inmediatamente para que no pierdan el crocante. En esta versión, la esfera está rellena de una crema de queso ligeramente cítrica y de una dulce mermelada de tomate, y se cubre con una buena sardina ahumada. A veces, menos es más, y menos cantidad de crema de queso y de mermelada de tomate podría hacer mejorar al conjunto.
Las patatas bravas, a las que les faltaban crujiente, están ligeramente picantes, las sirven cubiertas de una rica salsa de verduras hechas al horno y algo de exceso de alioli. Me gustó el carpaccio de Portobello, en el que se presenta a los champiñones crudos laminados y acompañados de un huevo que se rompe al servirlo. La mezcla, que incluye también pipas de girasol y calabaza que aportan un muy agradable contraste, es un plato bien ejecutado y donde la sequedad del champiñón se compensa con la yema de huevo que sirve para amalgamar el conjunto sin recurrir a otras salsas más pesadas que a veces acompañan a algunos de los platos de la carta.
Por ejemplo, la Baby Sweet Burguer es una hamburguesa de fantástica ternera, perfecta de punto, que se encuentra acompañada de un exceso de salsas y queso, y en la que sustituyen al pan por una ensaimada coronada con azúcar glass. Creo que el conjunto no está equilibrado y la ensaimada y el azúcar, junto con una mermelada de bacon que también forma parte la hamburguesa, le aporta un exceso de dulzor a un plato cuya base, como decía, es una magnífica carne que pierde protagonismo con todos estos acompañamientos. Para terminar, mucho más conseguido el durum de cordero especiado y acompañado de salsa de yogur.
Entre los postres comimos una muy cremosa y rica tarta de queso que, aunque un poco pasada de dulzor, estaba cubierta de queso rayado el cual potenciaba su sabor.
En el apartado de vinos, disponen de una carta corta, aunque con alguna propuesta interesante entre los tintos. Quizás sea aún más interesante la carta de cervezas con varias referencias, entre las que cabe destacar algunas de Sevebrau, creo que uno de los elaboradores de cerveza artesana más interesante de Extremadura y de todo el país.
El Laurel
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Dirección C/ Hermanos Segura Covarsí, 3
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Localidad Badajoz
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Teléfono 623 33 55 00
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Horario De jueves a sábado de 13.30 a 17.00 y de 21.00 a 00.00 h. Domigos de 13.30 a 17.00 h. Resto de días cerrado.
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Terraza Sí
El Laurel es un restaurante con una cocina desenfadada, sin pretensiones y que conecta con los gustos de muchas personas. Sin duda ellos han encontrado su hueco, con un público fiel y entregado, lo cual no es fácil. Además, son jóvenes y tiene ganas de trabajar y agradar, por lo que les quedan años para seguir evolucionando y puliendo su propuesta.
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