TITULO:
MAS VALE TARDE LA SEXTA - BICICLETA - La lotería - Cruz Roja - La
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- Carita de bicicleta ,.
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LA NOCHE ABIERTA ,.
Progroma presentado por Pedro Ruiz, entrevistas por La 2 los martes a las 22:30, un gran espacio de música, foto etc.
Carita de bicicleta,.
Le recuerdan quienes le conocieron caminando deprisa, enérgico, apurado, con una premura que resultaba a veces impostada. Iba y venía, eléctrico, nervioso: hacía muebles, pintaba, cocinaba… Lo mismo escuchaba a Schubert que paseaba, aéreo, por el campo, o recitaba a Lope y a Machado. ¿A dónde corres, Hierro?, le preguntaban, sonriendo, sus amigos. Imponía, es cierto, esa presencia suya, hierática y fibrosa, su aspecto de viejo boxeador, de caudillo otomano, de forzudo de circo: la calva rojiza, puntiaguda, el bigote poblado, los ojos vivarachos y unos rasgos —la nariz, la barbilla, pronunciadas ojeras— parecería tallados en madera.
Prevalecía en todo caso un aire sencillo, afable, maneras campechanas, toscas en ocasiones —ese refugio inconfesado de la timidez—, que ocultaba un íntimo refinamiento. Unas manos poderosas, de gestos expresivos, y una voz de locutor de radio, mullida y modulada y que podía ser también atronadora.
Se llamaba José Hierro Real y había nacido en 1922 en el Madrid castizo de la calle Andrés Borrego, en la casa de su abuela paterna. Una calle a espaldas de la Gran Vía, estrecha, que comunica la calle de la Luna y la del Pez en ese barrio popular, ruidoso y concurrido, de fruterías, obradores de pan y pequeños talleres, carros de mano, cestos y bicicletas.
Hay una foto suya, de niño, en la que le da la mano a su abuela, Isabel Jimeno Polo, recién peinado con una raya al lado, pantalón corto y un abrigo que parece un disfraz. Y otra, probablemente de la misma sesión, con sombrero de lazo del que escapa, travieso, un rizo, en la que está sentado en una mesa junto a un peluche de color oscuro —un oso, un perro…—, en lo que podría ser el estudio del fotógrafo. Un niño de carita redonda, rasgos dulces, ojos despiertos, pelo lacio y sonrisa complaciente.
El pequeño Pepín, le llamaban, que con apenas dos años se fue a vivir a Santander: su padre, Joaquín Hierro, era empleado de Telégrafos y la familia se trasladó al norte, a la ciudad de su madre, llevados por un cambio de destino. Allí, Hierro descubrió el mar, y el «divino gris» de la bahía, tan importante en su vida y en su obra. Ese mar que puede ser remanso soleado, de un infinito azul, pero que se convierte súbitamente en espuma, agitación feroz, mar picado que golpea en la escollera. Y allí, junto a las grúas del muelle, en Puerto Chico, situaba uno de sus primeros recuerdos que plasmó muchos años más tarde en un poema, Historia para muchachos, del Libro de las alucinaciones.
TITULO: Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - Poema - Mosca muerta,.
Poema - Mosca muerta ,.
foto / Un hombre esbelto,
con su cadena de oro en el chaleco.
Habla con alguien. Detrás de él, un fondo
de grúas en el puerto. Y hay un niño
que soy yo. Él es mi padre.
«El niño tiene cuatro años»,
acaba de decir.
El 25 de junio, a las siete de la tarde
-una hora como tantas, tal vez poco taurina-,
murió mi madre en el hospital de Sant Pau,
en Barcelona, de un colapso cardio-respiratorio.
El 25 de junio, a las siete de la tarde,
cuando aún no había terminado de caer
el sexto toro sobre la arena de La Monumental,
cuando yo no he terminado de jugar todavía
con los cacahuetes que mis padres me compraron
hace ahora mismo cuarenta y cinco años
para que no me aburra durante la corrida,
a esta hora podría haber concluido su historia,
una historia por lo demás irrelevante,
de ésas que no llegan a titular de La Vanguardia,
de ésas que ni siquiera aparecen si paseas con Google,
entre los escombros de la información.
La verdad nos aguarda tras los nexos adversativos-
Occidente, el progreso nacido a la luz
de La Ilustración y del Renacimiento,
y también el miedo a la muerte que anidaba en nosotros,
y también su propio miedo a morir, y quizá
-quiero pensar también en esta hipótesis- sus ganas
de permanecer a nuestro lado en la estancia del aire,
compartiendo el tiempo y las cosas del tiempo,
todo esto se juntó para que mi madre muriese
finalmente treinta y seis días después de morir.
Ésta es la historia de esos días. La cuento
de la única forma en la que puede ser contada
una historia: a trozos, por metonimia,
ajustándome al dibujo de los seres, sabiendo
que cualquier vida se vive completa, instante
tras instante, espiración tras inspiración,
alimentándose y defecando, orinando y bebiendo,
pero ninguna vida logra ser contada en su totalidad.
Definitivamente no seré feliz. Lo mismo
que no aprenderé inglés, definitivamente.
Ni conoceré la vagina de Elsa Pataky,
ni seguramente Nueva York, tal vez ni Ourense.
He llegado a una tierra, al final de la tarde,
que es el piso en el que mi madre crecía su enfermedad
y, todas las tardes de domingo, tras pedirnos
que bajásemos a tomarnos un cacaolat con un dónut,
después de habérnoslo pedido infinitas veces,
después de haber viajado a la puerta cerrada con llave infinitas veces,
después de haberse acostado y levantado vestida de su cama infinitas veces,
antes de las infinitas veces en que saldría a la ventana a vigilar la calle,
antes de las infinitas veces en que saldría al balcón para saludar
al perro de los vecinos, que ladraba o la saludaba o el misterio
-porque yo he aprendido el infinito y seguiré aprendiéndolo
viendo a esta mujer enferma realizar los mismos pequeños viajes,
todos los días, a las mismas horas, en un siempre sin salida,
con su vida reducida a media docena de movimientos,
de la mecedora a la cama, de la mecedora al balcón,
de la mecedora a la cama, de la cama hasta el váter,
media docena de movimientos que son exactamente el infinito,
que se aprende de pronto al final de esta tarde sin final,
porque mañana volverá a ser la misma tarde, cuando
decía o dirá: Está visto que hoy no bajaremos, y se desnudaba
y se acostaba, y se levantaba hasta la mecedora,
y se volvía a acostar en su cama, y volverá a acostarse,
seguirá haciéndolo ya muerta, porque se perdió
-o quiso entrar, no lo sé- en el infinito y ya no sabe
-o no querrá, lo ignoro- salir de él o de ella o regresarse.
Con ella estoy ahora: cincuenta y dos años cumplidos
en mi cuerpo nos reúnen. Ahora ya sé –sin dolor- que hay cosas
que no sucederán, lo mismo que sé que quedan por suceder
cosas que no puedo imaginarme, cosas sin rostro ni nombre,
cosas que no debo aguardar ni de las que deberé sentir miedo.
Ésta es la ley del mundo, en un mundo sin legisladores.
Vivimos todo, pero contamos sus fragmentos.
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