BLOC CULTURAL,

BLOC CULTURAL,

viernes, 21 de junio de 2024

España a ras de cielo - Ester López Urbano ,. - PLANETA CALLEJA - Domingo -7 - Julio ,. / Centenarios - En busca de la inmortalidad, de Javier Mina ,. / Tramoyista - El destino literario de Mateo Charris ,. / Aquí la tierra - Cruz Roja ha conmemorado el Día Mundial de las Personas Refugiadas con actividades de calle,.

 

TITULO: España a ras de cielo - Ester López Urbano  ,. - PLANETA CALLEJA -Domingo -7  - Julio  ,.

 

España a ras de cielo  ,.

 

España a ras de cielo es un programa de televisión emitido por TVE y se estrenó el 17 de septiembre de 2013. Desde el primer programa, está presentado por Francis Lorenzo Martes a las 22h30,.
 El programa permite conocer lugar de España desconocidos y ya conocidos desde otro punto de vista., etc,.


PLANETA CALLEJA - DOMINGO - 7  - Julio ,.
 

   Planeta Calleja es un programa de televisión de España que se emite cada domingo a las 21:30, en Cuatro de Mediaset España,. Jesús Calleja enfrentará a rostros conocidos a vivir experiencias únicas e irrepetibles fuera de su contexto habitual y en los lugares más remotos y fascinantes ., etc.

 

 Ester López Urbano,.

 

 Ester López (@ester_lour) / X

 

foto /  Ester López Urbano,.

 

«Si una menor busca relaciones tóxicas, hay que mirar su infancia»,.

Entrevista con Ester López Urbano, criminóloga y terapeuta emocional,.

Chica conoce a chico en el avión que los conduce a París. Surge la química, intercambian números de móviles y cada uno se dirige a su destino: Ona a la boda de unos amigos y Leo a una fiesta muy loca que da título al libro. Típico arranque de una novela romántica, si no fuera por una nota discordante que alerta al lector atento, pues lo que les hace entablar conversación es que ambos leen una novela del mismo autor japonés: Kosaka. ¡¿Kosaka?!

Pronto se desvanece la primera impresión almibarada y se entra en un pasaje delirante poblado de personajes irreales y estrambóticos. Un bebé que muestra una conducta totalmente inapropiada a su corta edad, unos polacos que hablan cualquier idioma si antes consumen licores del respectivo país, una mendiga cantante clon de Edith Piaf, un hombre pájaro… Y, sobrevolando el cielo parisino, el archipsicomago Jodorowsky, que lanza una terrible maldición sobre los protagonistas.

París era una rave (Maclein y Parker, 2022) es la primera novela del polifacético Nacho López Murria (Valencia, 1987), que combina los oficios de actor y director teatral con la escritura de guiones. A los 18 años fundó CanallaCo Teatre, con la que durante una década llevó a cabo gran parte de su trabajo, Desorden (Disorder). Es guionista de ficción en La Caña Brothers, donde surgió Circular, la miniserie de terror juvenil para RTVE emitida en Instagram Stories. Su primera incursión literaria es un libro de pequeño formato, ligero y portátil, muy apropiado para refrescarse este tórrido verano.

—¿Qué te ha llevado a la literatura tras dedicarte al teatro y al audiovisual?

—Desde muy pequeño soy un gran lector. A mi casa llegaban un montón de libros a través de Círculo de Lectores, mi padre siempre estaba leyendo y eso nos influenció a mi hermano y a mí. De adolescente tenía ideas para novelas juveniles, pero ahí se quedaron. Hace diez años empecé a tantear, hasta que con París era una rave me lancé a la piscina. Nunca he sido muy paciente y las novelas requieren mimo y mucha dedicación. Es por ello que creo que el ritmo atolondrado de la novela es parte de esa impaciencia que no me queda otra opción que abrazar, y utilizarla siempre que puedo a mi favor.

—¿Ha sido una experiencia gratificante?

"Jodorowsky, un personajazo. Toda su aura, la psicomagia, su Twitter, donde escribe frases motivadoras"

—Ha sido como viajar en un Blablacar y pinchar una rueda en el camino. Sabes cuál es el destino, tienes ganas de llegar, pero durante el trayecto te pasan mil cosas. En el proceso de revisión me di cuenta de que la novela tenía ciertas carencias. El viaje interior de los protagonistas estaba, la estructura estaba más o menos compactada, pero faltaba mucho mejunje, componer a Ona y Leo, dotarles de personalidad, decorar este París de locos. Me apetece mucho repetir e intentar controlar mis inseguridades y sobre todo la impaciencia. Tengo dos ideas entre manos. Una para aprender a tomarme los procesos con más calma y la otra para desahogarme y contar chorradas.

—¿Qué relación tienes con Jodorowsky? ¿Por qué lo elegiste de motor del relato?

—Conocía muy poco de la obra de Jodorowsky, había leído El Incal y poco más. Que aparezca en la novela es porque la premisa de una rave en un edificio de París donde Jodorowsky es el sufrido vecino… es auténtica. La historia me la contaron en una boda que se celebró en París, así que empecé a coger todos estos elementos para transformarlos en una aventura cómica llena de imprevistos. Me apetecía mucho escribir algo que transcurriera en otro lugar que no fuera Madrid ni Valencia. Después, hice trabajo de campo sobre la vida y obra de Jodorowsky, un personajazo. Toda su aura, la psicomagia, su Twitter donde escribe frases motivadoras. Sé que lo he caricaturizado un poco, tirando a bastante, pero lo he hecho desde el respeto.

—La historia comienza como una comedia romántica y luego se convierte en un pasaje del terror surreal habitado por figuras extrañas. ¿Tuviste que fumar muchos porros para que surgieran esos estrambóticos personajes?

(Risas) Ni porros ni nada, solo vino, cerveza y comida. Me gusta mucho jugar, mezclar conceptos e intentar sorprender, y para ello tiro de la comedia como buenamente puedo. Para esta novela he recurrido mucho a mis manías, a romper con mis propios tópicos. Quizás en otro momento de mi vida toda la historia hubiese sido más naíf, pero en este caso quería ser libre, disfrutar del proceso con la idea de que para el lector fuera un viaje descacharrante. Todo el tiempo rondaba en mi cabeza esa previa al viaje en la que organizas todo al milímetro y lo tienes todo bajo control, y después cuando llegas al destino elegido todo sale mal: llueve, te entran cagaleras, no reservaste bien el hotel y no estaba en el centro de la ciudad… Pues aquí lo mismo, pero a lo bestia.

—La estructura del relato recuerda al diseño de un juego de mesa. ¿La concebiste sobre la marcha o a partir de un boceto previo?

"Me siento cómodo en lo urbano, en las historias que considero que van con mi generación. Últimamente, utilizo más el fracaso que vivimos"

—Me gusta que digas lo del juego de mesa, es igual que en Jumanji, ¿no? Al principio flipan, se asustan con cada sorpresa desvelada al ir avanzando sobre el tablero, luego llega un momento que normalizan las amenazas. Así que, sí, aunque tuviera parte del recorrido pensado, también fui un poco sobre la marcha. Como digo, a partir de la premisa real, fui moldeando la narración. Vi claro coger el cliché romántico de dos personas que se conocen por casualidad y se enamoran, y a partir de ahí, efectivamente, fue como ir lanzando dados al aire. Releerla durante las revisiones me vino genial para darme cuenta de que tenía que potenciar los estados de ánimo de Ona y Leo según las situaciones que iban viviendo.

—Además del amor y las relaciones humanas, ¿qué otros temas tratas con frecuencia en tu obra?

—No me verás escribir un drama político, aunque las ideas siempre están ahí, sean del género que sean, pero muchas veces pesa más el desconocimiento, el miedo a no estar a la altura sobre un tema específico. Me siento cómodo en lo urbano, en las historias que considero que van con mi generación. Últimamente, utilizo más el fracaso que vivimos para impregnar de energía a los personajes.

TITULO: Centenarios -  En busca de la inmortalidad, de Javier Mina ,.

 

 En busca de la inmortalidad, de Javier Mina ,.


En busca de la inmortalidad, de Javier Mina

foto / El sueño de inmortalidad vertebra las sociedades humanas desde que existen como tales. No porque constituya su fundamento político, que también, al menos en aquellas que se declaran con­fesionales habida cuenta de que prácticamente todos los credos religiosos la tienen como valor troncal (ser bueno en lo político ayuda también a garantizarse la vida eterna), sino porque jugue­tea con el imaginario humano desde que el tiempo es tiempo. Y, al hacerlo, ha ido generando conductas, en su mayor parte de adhesión y en otras —mucho más minoritarias— de rechazo, que convertirán la historia humana en un totum revolutum dramá­tico, debido tanto a la oposición entre partidarios y contradicto­res de la vida eterna como a la que se produce dentro de cada una de ambas corrientes. Porque no todas las inmortalidades son idénticas. El mundo gira y las creencias chocan y se revuelven como calcetines en fase de centrifugado. No es su único efecto. La guinda de la inmortalidad acaba tirando de un rosario de impli­caciones evidentemente religiosas, pero también políticas, socio­lógicas, literarias y científicas, como se irá poniendo de relieve en el presente estudio. Y es que el mundo occidental está vacu­nándose de continuo contra la muerte: sacándola a toda prisa de casa cuando se produce —el velatorio domiciliario pasó a mejor vida— y rehuyéndola, principalmente gracias a remedios milagro como aguas de juvencia, cosméticos antiedad y curas prodigiosas.

No parece descabellado suponer que la idea de inmortalidad surge como un acto de rebeldía frente a la certeza de la duración limitada. Así lo expresa El poema de Gilgamesh, considerado el primer texto literario de la humanidad. La epopeya inaugural, cuya fecha de composición se sitúa entre el 2 500 y el 2 000 a. C., ofrece información sobre dos aspectos de la inmortalidad. El pri­mero tiene que ver con el de aquellos que la poseen per se, los dio­ses: apoltronados en su mundo protegido, duran, y, si acaso, vigi­lan el comportamiento humano para inmiscuirse en sus vidas cuando lo consideran oportuno. Haciendo una gran concesión, los todopoderosos permitirán, en un displicente gesto de con­descendencia, que los humanos alcancen la eternidad. Aunque, pequeño detalle, después de que el individuo haya muerto. Con lo que, la inmortalidad humana se convierte en producto de segunda clase, tanto porque el individuo la recibe per accidens, según diría la escolástica, como porque se efectúa sobre algo bas­tante despotenciado: los cadáveres, elementos inertes y putresci­bles, caricaturas del ser humano.

Si ya de por sí no parece muy deseable durar para siempre siendo una piltrafa o una sombra sin personalidad, tampoco resulta muy atractivo el lugar donde eso debe suceder según la óptica mesopotámica. Como los muertos no necesitan lujos, su retiro se parecerá más a la cochiquera que al complejo vacacio­nal. Gilgamesh recibe noticias del tenebroso antro a través de su amigo Enkidu, que tiene el privilegio de recorrer el andurrial de los muertos en sueños. Gilgamesh no es tonto. Sabedor de que no puede alcanzar la inmortalidad inherente a los dioses, puesto que no es uno de ellos, y de que el destino eterno de los humanos apenas merece la pena, dadas las condiciones del recinto donde permanecerá al abrigo del tiempo, así como la poca calidad de vida que podrá disfrutar en él, opta por una tercera vía: lograr la inmortalidad sin pasar por la muerte. Mientras busca la manera de conseguir el talismán que se la procure, vaga angustiado: «Por miedo a la muerte es por lo que yo recorro la estepa. Lo que le ha ocurrido a mi amigo me obsesiona, a través de un largo camino recorro la estepa». Finalmente encontrará la llave de la perdura­ción —una fruta—, que se deja arrebatar por la inevitable ser­piente (el ofidio asomará su lengua bífida en una todavía lejaní­sima Biblia). Resignado, tendrá que aceptar su condición mortal.

El relato de Gilgamesh pertenece a la Historia, el periodo humano caracterizado por la escritura, una técnica que permite salvaguardar la vida por medio del relato. Y permanecer, al menos mientras dure el soporte. Gracias a la conjunción de ambos facto­res, los mesopotámicos fueron los primeros en transmitir a la pos­teridad su forma de ver los dioses. Los imaginaron inmortales y poderosos pero teñidos de pasiones humanas. ¿Cómo podía ser de otra forma? De no concebirlos como modelos mejorados de las per­sonas, corrían o bien el riesgo de resultar incomprensibles —¿quién entendería un ente puramente matemático flotando en fórmulas abstrusas inasequibles incluso para la ciencia del s. XXI?—, o bien de no distinguirse del común de los mortales, hundidos como ellos en la debilidad, las miserias y tribulaciones, con capacidad limi­tada para sentar cátedra sobre reglas morales y obligaciones de creer. Una cosa está clara, de haberse inventado los dioses a sí mis­mos no habrían tenido necesidad alguna de crear humanos. Estos, en cambio, parecen sentirse obligados a crear divinidades para, de algún modo, experimentar comparativamente su propia pequeñez y vivir con angustia el hecho de no conseguir alcanzar al supermo­delo que han construido. Y eso, principalmente, en un área especí­fica: durar. Acaso el menguante ser humano también eche en falta no saberlo todo ni ser capaz de mover montañas, ahora bien, nunca acabará de resignarse a la brevedad de la vida. Así que los presun­tos hijos de los dioses se pusieron a concebir otra después de la muerte, esa sí, eterna. El proceso fue largo y contradictorio, lleno de altibajos y pródigo en imaginación.

Bien pudo haber ocurrido que los humanos más incipientes intuyeran la inmortalidad desde el mismo momento en que con­cibieron la muerte como sueño eterno. Acuciados por la idea de perecer, cosa nada rara en unos tiempos en que, sorteada la mor­talidad infantil, lo siguiente era corto y azaroso, aquellos seres frágiles y breves pudieron contemplar la muerte como descanso. La muerte seguía al vivir como la noche al día, y, si dentro de aquel morir aparente podía caber un remedo de vida, soñar, lo mismo podía suceder que, tras el último suspiro, se diese alguna clase de existencia. Restaba por concebir el lugar donde abando­narse al último sueño. Cuando comerse a los muertos dejó de ser una opción, lo mismo que dejarlos como festín para las ali­mañas, alguien tuvo la feliz idea de enterrarlos. Al hacerlo, no solo resolvía un problema higiénico y sanitario, seguramente por pura intuición, y efectuaba un acto de respeto, sino que al mismo tiempo confiaba el difunto a la eternidad. Como la tie­rra y las rocas duraban, los fosores primordiales tal vez coligie­ron que tierra y rocas podían trasmitir sus cualidades al difunto impregnándole su durabilidad por contacto ¿o no eran ya piedra los huesos? De no ser que pensaran que lo que fue carne pasaba a formar parte de rocas y tierra. Con lo que, en cierto modo, los muertos se convertían en humanos mejorados o trashumanos, visto que desafiarían los siglos. De ahí a desenterrar simbólica­mente el cadáver y devolverlo al mundo con poderes complemen­tarios a su inmortalidad ya acreditada, había solo un paso. Los dioses abandonaban el útero ctónico y se ponían en marcha como señores —¡ay los númenes!— del riachuelo, el peñasco, la nube y otras manifestaciones geológico-meteorológicas. La imaginación seguiría haciendo el resto.

En cuanto la mochila de la inmortalidad se abatió sobre los hombros humanos, adquirió vida propia. El límite era el cielo a la hora de imaginar no solo en qué podía consistir sino, sobre todo, cómo (y dónde) podían transcurrir los felices días de la ya no muerte. Porque de lo que no cabe duda es de que casi siempre se trataba de la inmortalidad post mortem. No fueron pocos los que, al igual que Gilgamesh, quisieron alcanzarla en vida, como veremos, si bien sus intentos se saldaron con fracasos estrepitosos. A lo largo de la historia, el Homo sapiens ha imaginado básica­mente tres destinos para el ser que muere: a) reencarnarse en otro ser viviente, b) perdurar, ya sea dentro de un pozo infecto donde prácticamente no es nada más que una sombra que alienta —fue la opción mesopotámica que adoptaría prácticamente todo el arco mediterráneo, incluidos los griegos primitivos—, o bien un lugar amable donde se disfruta, ya sea de una vida similar a la terrestre, aunque sin sufrir nunca, o bien de una vida trascendida espiritual­mente, como predicará el cristianismo, y c) desintegrarse: con la muerte el individuo desaparece para siempre; se trata de una alter­nativa que comparten ciertos credos hindúes muy antiguos —el ser se reintegraría a un monto energético universal— y el ateísmo. Vivir en una rueda de reencarnaciones no es una opción, porque obliga a morir cada equis tiempo, de modo que quienes creen en la metempsicosis lo hacen considerándola una etapa transitoria que finalizará ya sea cuando la esencia inmortal que anima el ciclo alcance un estado inasequible al sufrimiento y la metamorfosis, o bien cuando se reintegre al absoluto.

Con todo, habría una cuarta vía de cuño más reciente y con mayores probabilidades de garantizarse el beneplácito general, por cuanto vendría avalada por la ciencia. Vivir mucho y joven constituye una aspiración ampliamente extendida. Los antiguos elixires de la eterna juventud adoptan en la actualidad la forma de suplementos alimentarios, dietas milagro, ejercicio, cirugía y cosméticos, más el coche exclusivo y estratosférico para maduros ricos. Lo cierto es que la mejora de la calidad de vida en el mundo desarrollado hace posible que existan más centenarios que nunca antes en la historia de la humanidad. Y eso que, desde antiguo, Historia y Literatura se han venido haciendo eco de personas lon­gevas, algunas incluso en grado inverosímil. No siempre se dis­ponía de partidas de nacimiento homologadas. En España, a 1 de enero de 2018, había censados más de 17 000 centenarios. Con una docena de personas que superaba los 110. A sus 106, el fran­cés Robert Marchand era el ciclista en activo más viejo del mundo hasta que la federación le prohibió subirse a la bicicleta segura­mente para que no muriera en el velódromo dando un macabro y triste espectáculo. El japonés Yuichiro Miura fue el escalador de más edad en subir el Everest, al alcanzar la cima con 80 años. El nepalí Min Bahadur Sherchan, de 85, murió en el campo base cuando trataba de arrebatarle el cetro. Et ainsi de suite.

Vivir mucho no significa vivir para siempre. Todo se andará, candidatos a construir la vida eterna no faltan. La inmortalidad científica se está imaginando desde campos tan dispares como la Neurología, la Cibernética —especialmente desde especialida­des relacionadas con la inteligencia artificial—, la Medicina, la Farmacología, la Física teórica y la Física aplicada, esta última en áreas como la nanorrobótica o la crionización. Ya hay fecha para construir un ser humano no solo inmortal, sino lo más invul­nerable posible: 2050 o, como muy tarde, finales del s. XXI. El profeta del cambio se llama Raymond Kurzweil, un ingeniero y futurólogo norteamericano especialista en IA y áreas conexas. Convencido de que los descubrimientos científicos y tecnológi­cos avanzan en forma exponencial, confía en obtener muy pronto una inteligencia superior a la biológica, susceptible además de una miniaturización tan fina que podrá ser implantada en el cerebro:

«En la década de 2040, la mayor parte de lo que habrá en nuestros cerebros no será biológico. Así que, en última instancia, nuestros cerebros serán como los ordenadores actuales, solo que mucho más potentes. ¡Miles de millo­nes de veces más potentes! Y podremos hacer copias de seguridad. ¿Sabes? ¡De aquí a cincuenta años, la gente pen­sará que es sorprendente que las personas de hoy, del 2008, fueran por el mundo sin hacer copias de seguridad de su archivo mental!».

Si es posible hacer copias, eso significa que el sujeto se hallaría en condiciones de ser trasvasado a un medio menos frágil que el cuerpo humano, con lo que la inmortalidad quedaría asegurada. Se trata, sin duda, de una postura un tanto delirante. También discutible, como podrá verse.

Hay, sin embargo, una inmortalidad de más fácil acceso, aun­que de peor disfrute, porque el sujeto la recibe en dosis homeopá­ticas. Se trata de la inmortalidad vicaria, la procurada por ele­mentos como la estirpe o la fama, en su vertiente individual, o la que se consigue colectivamente a través de construcciones como la nación y sus derivados. Bien es cierto, que mientras el tren que avanza por esas distintas estaciones permanece, el viajero ha de apearse de él pronto o tarde, lo que no quita para que aspirar a la gloria eterna, mediante la adquisición de notoriedad o dejando una nutrida prole, constituya un potente lenitivo, como muestra la segunda parte del libro. Por la gloria han muerto muchos —sí, oh, mueren y, a veces desaparecen, lo dijo Borges: «Todos caminamos hacia el anonimato, solo que algunos llegan un poco antes»—, y se han cometido también insensateces sin número. El ciuda­dano norteamericano Mike Hughes, alias el Loco, construyó en su garaje un cohete de propulsión a vapor con el fin de alcanzar los 600 metros de altura para demostrar que la Tierra era plana:

«No creo en la ciencia. Sé sobre aerodinámica y diná­mica de fluidos y sobre cómo se mueven las cosas a través del aire, el tamaño de las toberas de los cohetes y el empuje. Pero eso no es ciencia, es solo una fórmula. No hay diferen­cia entre la ciencia y la ciencia ficción».

Armado con tan potente bagaje intelectual y su cohete de Tintín, el esforzado investigador pretendía derribar la que, a su juicio, sería la mayor conspiración de la historia humana, aque­lla que sostiene que la tierra es esférica y que comparten miles y miles de botarates. Tuvo suerte, además de su minuto de glo­ria, porque si, el 25 de noviembre de 2017, las autoridades no le hubieran impedido el vuelo, habría tenido otro poco más de glo­ria, y sobre todo muchos minutos para disfrutarla contemplando el planeta, aunque desde dentro, porque se hubiera incrustado en él. Eso sí, se habría ido a la tumba con la sensación de haber con­firmado su hipótesis, porque, para comprobar inapelablemente de visu que la Tierra es redonda, hay que ascender a unos veinte mil metros.

La megalomanía también ha buscado extraños vericuetos para expresarse. Enric Marco Batlle llevaba treinta años ase­gurando que era un superviviente del campo de concentración de Flossenburg. Se trataba de un embuste. Cuando descubrie­ron la superchería, sus compañeros de la asociación Amicale de Mauthausen le hicieron dimitir de la presidencia, cargo que ostentaba desde hacía varios años. El interesado pidió excusas de una manera extraña: «Es un engaño a medias. No hay picardía. Yo mismo hice el comunicado [que destapaba el embuste] porque quería acabar con todo esto». De no ser por las investigaciones del historiador Benito Bermejo sobre los españoles en los campos de concentración, Marco se habría llevado su secreto a la tumba. Junto a los entorchados y el timbre de una gloria inmarcesible.

¿Afán de notoriedad, delirios de grandeza? La española Alicia Esteve aseguraba haber sido una víctima de las Torres Gemelas. Se inventó la personalidad de Tania Head y sostuvo que su novio Dave (posteriormente dijo que se trataba de su esposo) habría fallecido entre los escombros. Para más inri, Alicia-Tania afir­maba haber sobrevivido donde más difícil era, en la torre que colapsaría antes, y por encima del nivel de impacto del avión. De ese infierno solo lograron escapar 18 personas. Ella sería la número 19. Tania-Alicia refirió haber descendido como pudo setenta y ocho pisos de la Torre Sur con el brazo roto y diversas quemaduras. En realidad, el 11-S estaba en Barcelona, lo que no fue óbice para que se convirtiera en presidenta de la asociación de familiares de las víctimas conocida como Red de Supervivientes del World Trade Center. El fraude los descubrió en 2007 un repor­tero de The New York Times. Desde entonces nunca se supo más de ella. ¿Habrá conseguido sobrevivir a sus patrañas?

No todo han sido delirios, fraudes y chapuzas. A lo largo de la historia se han dado infinidad de casos de notoriedad bien mere­cida en registros de lo más diverso. Muchos la han conseguido de buena ley, otros de no tanta. Actores, literatos, músicos, científicos, cocineros, deportistas y políticos, solo por mencionar algunos pro­fesionales con mayor escaparate, han hecho cuanto estaba en su mano para cerrar el camino a quienes podían disputarles la fama. Codazos, sabotajes, trampas y falsificaciones han estado, como podrá verse más adelante, a la orden del día. Cuando la apuesta consiste en desear que el propio nombre figure escrito en inmarce­sibles letras de oro, no siempre se lucha de buena ley. Lejos queda aquel sano orgullo de un don Quijote sabedor de que estaba cons­truyendo su gloria con el altruismo, la dificultad y la abnegación:

«¡Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro!».

Bien es verdad que hoy en día, por lo común, la idea de hacer algo grande se ha banalizado. ¿Investigar el radio hasta envene­narse, como Madame Curie? Los jóvenes, poco familiarizados con las ideas de muerte y de pervivencia, sueñan con ser you­tubers, influencers o profesionales del videojuego para hacerse famosos al instante, olvidados no ya de los siglos venideros sino de que existe un mañana.

Con respecto a la gloria colectiva resulta bastante fácil, y, al parecer, muy grato alcanzarla: basta con disponer de acendra­dos sentimientos nacionalistas. Nada como exaltarse con todo lo patrio fanáticamente y contra los fanáticos de otra nación, así como contra los tibios de la propia. Aunque para el nacionalista stricto sensu, el no va más radica en formar parte de la construc­ción de una patria nueva. Qué importa que se puedan perder los papeles e incluso el tino, lo decisivo es levantar una bandera recién inventada y clavarla en el Iwo Jima de quien se opone a tan sacrosanto empeño, esto es, en el culo del enemigo. Hubo un tiempo para eso y ya ha pasado. Lo demás es farsa. Sangrienta a veces, como ocurrió en los Balcanes durante los 90, y otras muy bobalicona. Ubú, el personaje de Alfred Jarry que representa, a un tiempo, el autoritarismo, la estulticia y la ambición —preseas nada extraordinarias en medios políticos, por cierto—, consi­gue hacerse rey de Polonia y pierde la corona acto seguido por cobardía. Incapaz de asumir su fracaso y tras dar muchos tumbos por Europa, se postula para ser esclavo. ¿Por afán de notoriedad? Nanay, Jarry más bien buscaba con ello ofrecer una moraleja a los nacionalistas impenitentes y demagogos a la enésima potencia, como se desprende de la reflexión del collón Ubú:

«Como estamos en un país donde la libertad es igual a la fraternidad, que solo es comparable a la igualdad de la lega­lidad, y no soy capaz de ser como todo el mundo, ya que me da igual ser igual a todo el mundo, porque seré quien mate a todo el mundo, me voy a volver esclavo».

Esclavos, súbditos, naciones sin estrenar o por ser remodela­das, ocurrencias de Estado, populismos… ¿un retrato del s. XXI?

La inmortalidad también se gana por lo que queda. Siendo de vocación griega el que estableció la lista de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, Antíprato de Sidón (s. II a. C.), parece claro que se enorgulleciese de las que, con nombres y apellidos, cons­truyeron sus compatriotas espirituales y que pudo conocer de visu: la Estatua de Zeus en Olimpia, obra de Fidias, el Templo de Artemisa en Éfeso, obra de tres arquitectos sucesivos, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría, con­cebido por Sóstrato de Cnido en el s. III a. C. Nadie sabe quién ideó los otros dos monumentos de la antología de Antíprato: los Jardines Colgantes de Babilonia y la pirámide de Guiza. No es lo peor: ni siquiera su condición de elementos extraordinarios les sirvió para burlar el tiempo. Descartando la Gran Pirámide, las maravillas restantes han quedado reducidas a polvo y, en el mejor de los casos, a polvo de museo y biblioteca —esos otros garantes de la inmortalidad—, porque su memoria aún aletea en fragmentos que pueblan anaqueles o viejos legajos. Mejor suerte han corrido los autores de otros monumentos. La Columna de Trajano y la Torre Eiffel hablan por sí solas. Otros ilustres han dejado su nombre en accidentes geográficos, como Magallanes con su estrecho, y no faltan especies animales con el apellido de quien las clasificó. Existen los glomérulos de Malpigio, un cintu­rón de Kuiper y… el turnedó Rossini. Cuando Gilgamesh regresa a la ciudad de Uruk, entelerido por saberse mortal, recobra de pronto el ánimo: vivirá en la memoria de las gentes gracias a la ciudad que mandó construir y que, ella sí, vencerá al tiempo.

TITULO: Tramoyista  - El destino literario de Mateo Charris,.

 

 El destino literario de Mateo Charris,.

 

 el destino literario de mateo charris de www.pressreader.com

foto / Por más que nos reclame, habrá que tener mucho cuidado con la belleza, puesto que no pocas veces aboca a la parálisis. El simple gesto contemplativo conduce a un estado de quietud extremo, en el que uno siente que si altera con un mínimo movimiento la atmósfera que emana de lo contemplado, se deshará el hechizo para siempre. O en su defecto, puede ocurrir que el embrujo en el que cae la mirada al singularizar frente al resto del mundo esa misma belleza que la abruma se quebraría para siempre si cambiase el foco de atención por culpa de un estornudo, un desperezo o un parpadeo. Tan frágil y tan poderosa resulta la belleza. Al tratarse de un modo de perfección, ocurre otro tanto con cualquier fenómeno que la comprenda, tenga o no existencia artística: bien puede ser un atardecer de febrero, la sonrisa sorprendida de nuestro amor ante una cita inesperada o la lectura de una novela como La muerte en Venecia, de Thomas Mann (Lübeck, 1875 – Zúrich, 1955). Habrá a quien le resulte exagerado lo aquí expuesto, pero traten de cambiar una palabra en un soneto de Garcilaso, alterar el ritmo en un verso de Shakespeare, añadir una pincelada al Esopo de Velázquez o modificar el riff del Mannish Boy de Muddy Waters. Comprobarán que no miento cuando digo que es mejor renunciar a cualquier cambio. La afortunada excepción es la traducción de la obra de Mann llevada a cabo por Juan José del Solar. Por suerte él no se vio abrumado ni acabó paralizado, y hoy tenemos al alcance de todos el magnífico trasvase al castellano de esta simpar elegía. También los traductores pasan a la posteridad, y cómo no, Solar está entre ellos.

"La muerte en Venecia tampoco se libra de adscripciones o apropiaciones de cualquier índole"

Thomas Mann viajó a finales del siglo XIX por Italia junto a su hermano Heinrich. En aquella ocasión visitaron Venecia, Nápoles, Palestrina y Roma, donde Thomas dio comienzo a la obra por la que se fraguaron definitivamente sus aspiraciones al Premio Nobel en 1929, Los Buddenbrook (1901). Pero el episodio que se relata en La muerte en Venecia proviene de un nuevo viaje que Mann realizó a la ciudad de los canales en 1911 junto a su mujer, previo paso por Trieste, “como medida higiénica”, cuando también se alojó, como el famoso escritor de su relato Gustav von Aschenbach, en el Grand Hôtel des Bains del Lido. Allí tuvo ocasión de admirar a un joven polaco, que tras la muerte del escritor fue identificado como el barón Władysław Moes (11 años), nuestro Tadzio (14 años) de la nouvelle, aunque eso poco importe para la cabal comprensión de la obra, así como tampoco el hecho de que Aschenbach —apellido que significa algo así como “arroyo de cenizas” en alemán, él provenía de Múnich— sea un trasunto obvio de Mann, o que trasladase al personaje su consabida homosexualidad, a pesar de que el escritor evitó pronunciarse en público sobre sus inclinaciones sexuales, no así en sus diarios. Salidos a la luz en 1975, en ellos sí se revela esa lucha interna contra una homosexualidad siempre latente. Recordemos que Mann, asiduo lector de August von Platen, André Gide, Paul Verlaine o Walt Whitman, no escatimó tinta al firmar una petición al Reichstag para que se revocara la penalización de la homosexualidad. Poco importa, decía, pero como obra con múltiples aristas y con capas de sentido que se abren a variadas interpretaciones, La muerte en Venecia tampoco se libra de adscripciones o apropiaciones de cualquier índole. La espléndida versión cinematográfica que Luchino Visconti llevara a cabo en 1971 altera la profesión del protagonista, no así su espíritu, que lo recoge con rabiosa fidelidad, al trasladarse a un compositor, vago trasunto de Gustav Mahler —Dirk Bogarde, grande—, que representa el final de una era mientras asiste con lacerante dolor a su ocaso vital. Se trata de la misma disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje del adolescente Tadzio, que encontramos en la obra literaria original, pero con apuntes más evidentes del duelo que padece el protagonista por el adiós al mundo cuyo final ya siente irremisible, semejante a aquel verso de Dámaso Alonso en Hijos de la ira en los que el poeta sintiera los primeros manotazos del súbito orangután pardo de su vejez. En todos los casos asistimos al encuentro entre la belleza y el apego natural contra su conclusión, una resistencia comprensible frente al irrefrenable declive de la edad en forma de decadencia personal. La ópera compuesta por Benjamin Britten, estrenada en 1973, no escapa a esta misma concepción de la historia original, como tampoco lo hace el ballet coreografiado en 2003 por John Neumeier sobre el mismo tema del artista acuciado por el infierno que conlleva el autocontrol frente a la pasión desmedida. Todos seremos en alguna ocasión Aschenbach, pero el último Tadzio con enjundia lo trajo a escena Rufus Wainwright en su célebre lamento “Grey Gardens” (Poses, 2001), sin alterar lo más mínimo el poder evocador del Adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler que ya sonará para siempre indisoluble de la versión cinematográfica que volvió a poner en el mapa al compositor alemán y al mismo Mann gracias al acierto del director de Rocco y sus hermanos.

"Una doble impresión de tristeza y repulsión se instala en su mirada, la misma que en unas pocas páginas inundará los ojos de los lectores"

Gustav von Aschenbach, instalado en la dorada tranquilidad que le proporciona su celebridad como escritor, se aloja en el Lido veneciano, donde llega haciendo caso de una espontaneidad que no siempre le había acompañado en sus actos pasados, a fin de despejar los fantasmas de la acedía y recuperar fuerzas. Allí queda cautivado por un joven que es todo él la imagen irrefutable del ideal griego de belleza. No escucha bien su nombre, pero cree entender que es llamado Tadzio por sus amigos y su familia. Tadzio, Tadzio, Tadzio, como si fuera una invocación de lo inesperado que no acaba de creerse cierta, Tadzio, Tadzio, Tadzio, y ya no hay vuelta atrás: el joven de largos rizos rubios se convierte a partir de ese momento en una obsesión efébica que presidirá cualquier gesto en las jornadas que sigan desde entonces al escritor. Ya no cabe otra idea que no sea la de la contemplación del adolescente en cualquier circunstancia. Es entonces cuando el lector recuerda que a bordo del barco que conduce a Aschenbach a Venecia, éste asiste al espectáculo denigrante en el que un “falso joven”, un viejo maquillado que más parece una máscara mortuoria trata de entablar conversación con un grupo de muchachos sin importarle la desvergüenza y el repugnante ridículo que acarrean los actos de Gustav. Una doble impresión de tristeza y repulsión se instala en su mirada, la misma que en unas pocas páginas inundará los ojos de los lectores, al hacerse evidente la transformación del protagonista en aquel ridículo mendicante de amores que hizo de cancerbero a las puertas del infierno venidero. Cuando Aschenbach persiga extasiado al ingenuo Tadzio por las callejuelas y las plazoletas infectadas por la silente epidemia de cólera que azota la ciudad de los canales ya no habrá duda de que nuestro escritor-protagonista se convertirá en aquel hombre indigno que tanta repulsión le había generado en las primeras páginas del libro, “asombrado, más aún, asustado ante la belleza realmente divina del muchachito (…) de cuerpo cimbreño y juvenilmente perfecto”, más cuando se trataba de un hombre que escatimaba el placer.

La nouvelle acierta a radiografiar un tema que inquietaba a Mann desde sus inicios como escritor, y no es otro que la pérdida de la dignidad del artista ante el devenir de los días. Se examina así la relación entre el arte y la vida, en la certeza de que el trabajo disciplinado acabe conduciendo a una existencia que pueda llegar a considerarse otra forma más de arte. Aschenbach trata de domeñar sus días en ese mes largo de estancia italiana, sus emociones y sus actos cotidianos, pero la aparición de Tadzio trastoca sus planes. Y es que no hay freno posible para la belleza cuando ésta hace su aparición entre nosotros. El desorden, la imprudencia y la pasión indomable le conducirán al callejón inhóspito de la perdición. Será entonces cuando deba admitir frente a un espejo de azogue putrefacto que aquello no era más que otra falacia que nos tenía reservada la vida, en esa convicción ingenua de que podemos ser dueños perpetuos de nuestros actos en cualquier circunstancia. Tadzio es Dionisos, Dionisos se encarna en Tadzio, y así se muestra a la vista de los lectores del relato de Mann. Poco importa que se haya querido ver en la historia un retrato de la homosexualidad latente en el escritor o en cualquiera que se dé por aludido, puesto que lo que en verdad se nos ofrece con claridad prístina es un tratado de antropología emocional de lo que supone el enamoramiento y la desazón que provoca el no ser correspondido, sea cual sea la edad o condición de los amantes y de los amados (“Tenemos la edad que nuestro espíritu y nuestro corazón nos dictan”, le dice a Gustav su peluquero). Allá quien quiera ver en ella una oda a la homosexualidad, una apología de la pedofilia, un texto filonazi o demás zarandajas. La muerte en Venecia es, además de una espléndida historia embastada para ser bordada con el buen arte de escoger las mejores palabras en el mejor orden posible, la muerte en vida de alguien que sabe que jamás podrá alcanzar su obsesión, y el destino que le aguarda a todo lo que suponga arriesgarse a la no claudicación del deseo ante la evidencia: la dicotomía entre si es preferible arder en el intento o persistir en el letargo de la renuncia, y es que, como diría Propercio, verus amor nullum novit habere modum (el amor verdadero no conoce mesura).

"El estilo de Mann parece evasivo, pero busca la afinación con la atmósfera que lo envuelve"

El arte de la novela corta, que viene del Lazarillo y llega intacto al Pedro Páramo de Juan Rulfo, tiene en Mann un cultivador perfeccionista que entiende como pocos que hay relatos que exigen una medida y no debe ser sacrificada jamás en pos de la vanidad que hace medir la potencia artística en número de páginas. La muerte en Venecia, contemporánea de Castilla, de Azorín, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez y Niebla, de Miguel de Unamuno, muestra sin vehemencia que no hay piezas menores cuando lo que uno se juega es la eternidad. Robert Saladrigas redondeó la idea escribiendo que se trata de un “fascinante ejercicio de síntesis expresiva”, y unos versos de Adam Zagajewski, sin pensar exactamente en Mann, vienen a añadir que…

“(…) valoramos / el arte / porque quisiéramos saber qué es nuestra vida. / Vivimos, pero no siempre sabemos qué significa. / Así que viajamos, o sencillamente abrimos un libro en casa.” (Asimetría, 2017).

La obra de Mann da pistas al lector para reconocerse entre sus páginas, y entender de paso que eso de vivir también se nutre de la experiencia que se genera en las palabras, otra forma de apropiarse del viaje verdadero, ese que siempre incumbe lo de dentro cuando se realiza hacia fuera y nunca olvida lo externo cuando se inicia en las interioridades de uno mismo. Las aspiraciones de felicidad tienen mucho que ver con ese doble juego especular.

El estilo de Mann parece evasivo, pero busca la afinación con la atmósfera que lo envuelve. No nos dice que el viudo Aschenbach se despista o piensa de repente en otros asuntos cuando se ve sorprendido por un extraño forastero, sino que aquella presencia…

“… marcó un rumbo totalmente distinto a sus pensamientos (…) sumamente sorprendido, una curiosa expansión interna, algo así como un desasosiego impulsor, una apetencia de lejanías juveniles e intensa, una sensación tan viva, nueva o, al menos, tan desatendida y olvidada hacía tiempo que, con las manos en la espalda y la mirada fija en el suelo, permaneció un rato inmóvil para analizar la sensación en su esencia y objetivos.”

Desde esta perspectiva, si hubiera que señalar un objetivo en la nouvelle, ese horizonte al que aspira a caminar pero que jamás alcanzará, sería el hecho apesadumbrado de que “la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla”; no obstante, su escritura es el intento de apresarla y encuadernarla banalmente para que el lector pudiera llevársela envuelta como regalo a casa: el recuerdo a modo de memorabilia de la aventura externa de la vida (Venecia) y la interior (el corazón de Aschenbach), con el cólera hindú haciendo de enfermizo fondo de escenario con aroma de fenol que impregna todos los rincones de Venecia.

"Todo queda en manos de los osados que quieran recorrer ese camino sin temor al descarrío y a la perdición"

“El arte es vida potenciada. Procura un goce más intenso, pero consume más deprisa”, sentencia un Aschenbach que acabará sus días en actitud contemplativa, resiguiendo los gráciles movimientos de su joven amado por la playa, en una atmósfera neoplatónica que tiene los diálogos de El banquete, Fedro y Fenón como fuentes que fecundan las historia de Mann desde su mismo tuétano. Hacia el final del relato, el narrador recogerá una de las citas de Platón para subrayar que “nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía.” Así es, así fue, así será. La adquisición de lo espiritual a través del goce de los sentidos: he ahí la inquebrantable verdad que expresa esta obra. Todo queda en manos de los osados que quieran recorrer ese camino sin temor al descarrío y a la perdición. Que Mann pusiera en práctica imaginativa lo que, al parecer, llevaba haciendo toda la vida con los jovenzuelos, no iba a ser más que una búsqueda insatisfactoria de la felicidad. Mario Vargas Llosa ha escrito a este respecto con su consabida lucidez en La verdad de las mentiras (Seix Barral, 1990; Alfaguara, 2002):

“La razón, el orden, la virtud, aseguran el progreso del conglomerado humano pero rara vez bastan para hacer la felicidad de los individuos, en quienes los instintos reprimidos en nombre del bien social están siempre al acecho, esperando la oportunidad de manifestarse para exigir de la vida aquella intensidad y aquellos excesos que, en última instancia, conducen a, la destrucción y a la muerte. El sexo es el territorio privilegiado en el que comparecen, desde las catacumbas de la personalidad, esos demonios ávidos de transgresión y de ruptura a los que, en ciertas circunstancias, es imposible rechazar pues ellos también forman parte de la realidad humana. Más todavía: aunque su presencia siempre entraña un riesgo para el individuo y una amenaza de disolución y violencia para la sociedad, su total exilio empobrece la vida, privándola de aquella exaltación y embriaguez —la fiesta y la aventura— que son también una necesidad del ser. Éstos son los espinosos temas que La muerte en Venecia ilumina con una soberbia luz crepuscular (…) Por eso, merece figurar junto a obras maestras del género como La metamorfosis, de Kafka o La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, con las que comparte la excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector.”

Lo cierto es que hay novelas que te ponen a prueba, que te interrogan para que muestres, si eres valiente, quién eres en realidad. La vida se hace entonces transparente y poco o nada tiene más valor que sentir pasar los días a la vera del ser amado. A ser posible, gozando con plenitud total de los sentidos. Y es que, a veces, la felicidad no es sólo disfrutar de lo que se tiene, sino tratar de conseguir aquello que uno se propone. No se vive instalado en ella —resultaría acomodaticio, cuando no cobarde—; se persigue, como se persigue el horizonte. Es, al fin, una conquista de la voluntad que conduce a una Ítaca que siempre estuvo agazapada en nosotros, siempre huidiza, envuelta en bruma, pero con instantes de sol en los que quedarse a vivir y, así, sentir que merece la pena el empeño. Es cuando uno acierta a descubrir que el desasosiego no dura eternamente.

TITULO: Aquí la tierra -  Cruz Roja ha conmemorado el Día Mundial de las Personas Refugiadas con actividades de calle,.

 

Cruz Roja ha conmemorado el Día Mundial de las Personas Refugiadas con actividades de calle,.

La jornada giró en torno al juego 'Real Pursuit: el juego de las preguntas que nadie tendría que hacerse', juego de rol con preguntas que simulan las situaciones que puede vivir una persona cuando debe migrar de manera forzada,.

Cruz Roja conmemoró la fecha en el Paseo Grande.

 foto / Cruz Roja conmemoró la fecha en el Paseo Grande,.

El Paseo Grande de Olivenza fue el escenario elegido por Cruz Roja para conmemorar el Día Mundial de las Personas Refugiadas, que se celebra el 20 de junio y que fue instaurado en 2022 por las Naciones Unidas.

En la mañana del pasado día 20 Cruz Roja Española estuvo realizando múltiples actividades en torno a la llegada del migrante.

Esta actividad de calle gira en torno al juego 'Real Pursuit: el juego de las preguntas que nadie tendría que hacerse'. El juego está destinado a la población en general (mayor de 18 años) y es un juego de rol con preguntas que simulan las situaciones que puede vivir una persona cuando debe migrar de manera forzada.

El juego tiene disponibles cuatro historias, que pueden jugarse de forma individual o conjunta, dependiendo de la situación.

Las historias están basadas en hechos reales de personas atendidas por el área de Refugiados de Cruz Roja y representan migraciones forzosas provocadas por conflictos, vulneración de derechos humanos, persecución por orientación sexual, etc.

El objetivo de Cruz Roja ha sido el de mostrar que cuando hablamos de movimientos migratorios forzados no existe opción para no migrar.

La jornada tuvo un buen seguimiento tanto de vecinos como de refugiados migrantes.

Día Mundial de las Personas Refugiadas

El 20 de junio es la fecha que conmemora el Día Mundial de las Personas Refugiadas. Una oportunidad para honrar a las personas refugiadas y reconocer su fuerza, coraje y resiliencia. Una ocasión perfecta para poner sobre la mesa sus derechos, necesidades y sueños, y fomentar la comprensión y empatía hacia ellas.

Hace 22 años las Naciones Unidas designó esta fecha para recordar estos hechos, pero continúa siendo de rabiosa actualidad su importancia.

En 2022, en el conjunto de la Unión Europea se registraron 963.067 solicitudes de protección internacional de personas refugiadas o desplazadas frente a las 630.630 del año anterior. Los tres principales países donde solicitaron asilo fueron Alemania, con 243.835; Francia, con 156.455; y España, con 118.842.

A ello hay que sumar las más de 161.037 personas procedentes de Ucrania (todavía sumida en una situación compleja y devastadora) que han obtenido protección temporal desde marzo de 2022.

En este sentido, la puesta en marcha de los Centros de Recepción, Atención y Derivación (Creade) ha permitido aliviar el sistema de asilo y garantizar derechos fundamentales en tiempo récord. Además, entre el 1 de enero y el 31 de marzo de 2023, se han presentado 39.827 solicitudes de protección internacional y 3.696 de protección temporal de personas que huyen del conflicto de Ucrania.

Sin embargo, es importante recordar que una persona refugiada lo es independientemente de su origen, y que son múltiples las razones que la llevan a escapar de su país de origen (más allá del conflicto armado). Otros datos, como que las peticiones de asilo en 2022 crecieron un 82% más respecto al año anterior, también subrayan la búsqueda de una vida mejor que emprenden las personas refugiadas.

Cada 20 de junio conviene poner el foco en que, tras estas cifras, hay ojos, rostros, corazones. Vidas enteras que dejan todo atrás y que buscan (ansían) encajar en sus nuevos destinos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario