TITULO: 7 DIAS CITAS , SI TIENES MINUTOS Y DESCANSO - ¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 - CALLEJEROS - Sobreviviera el invierno en Nueva York, viaje literario ,.
¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 ,.
Lo mejor del programa ¡Buenos días, Javi y Mar! que se emite cada mañana en CADENA 100 de 06:00 a 11:00 y que presentan Javi Nieves y Mar Amate,etc.
Al rincón de pensar - Martes - 20 - Agosto ,.
Al rincón, anteriormente conocido como Al rincón de pensar, fue un programa de televisión español en el que cada semana dos personajes de plena actualidad (cantantes, políticos, actores, deportistas) se someterán a las preguntas Risto Mejide en su particular rincón. Se emitió los martes a las 00:00 horas en Antena 3., etc.
Sobreviviera el invierno en Nueva York, viaje literario,.
fotos / En el Midtown, en un lugar inadvertido en la Séptima con la Cincuenta y siete, cerca del Carnegie Hall, hay un pequeño hotel con puerta giratoria de cristal, números dorados y acogedor piano bar, que en una ocasión elegí a ciegas, con prisas por la organización precipitada del viaje. Al llegar me gustó tanto, con sus altas habitaciones sobre Central Park, su escueta decoración (armario con cortina, cama king size, bellísima silla de coloreado plástico duro y baño de tuberías de níquel con baldosas blancas un poquito old fashioned), que inmediatamente lo convertí en mi particular apartamento en esta ciudad. De jovencita, Norteamérica era un destino de verano, pero, desde hace tiempo, como un regalo que se adelantase a la Navidad, son los primeros días de diciembre los que reservo para la felicidad neoyorkina. Este año no ha podido ser. Iberia ha cambiado mi billete por un bono de futuro que guardo como el que conserva un juramento. Hoy llueve en Madrid y le he hecho caso a la melancolía. Mientras escucho Everything Happens To Me en la voz de Chet Baker, miro las viejas fotos y sueño con volver.
Las mañanas heladas tiñen de blanco el cristal de la enorme ventana de mi habitación en el piso diecinueve. Al otro lado, un viejo depósito de agua brilla sobre la azotea de un rascacielos y abajo, hasta donde alcanza la vista, las hojas de Central Park se organizan en geometrías ocres en torno al gris quieto del lago como un tapiz de lana de los indios Navajos. El ascensor se desplaza a una velocidad de dos metros por segundo, pero a esas horas y con el estómago vacío me parecen siglos. Afortunadamente, Milos abre muy temprano. El dueño, un griego amable y siempre atareado, prepara el mejor filtered coffee de Manhattan y sus muffins con pasas aún están calientes a esa hora, bajo la campana de cristal del mostrador, inundando de olor a bizcocho el pequeño local.
Abrigo, gorro, botas, guantes, vaso de papel con el segundo café del día calentándome las manos como un termo portátil de felicidad. Camino por la Quinta Avenida dejando el parque a mi izquierda. Los ejecutivos de Park Avenue se detienen unos segundos arrebujados en sus elegantes abrigos en torno a los puestos callejeros de pretzels, que comen sin soltar el teléfono móvil. El sol asoma, tímido, por debajo de las nubes disueltas como algodones de azúcar. La ciudad destella, toda vidrio y cristal, con una reluciente sonrisa vertical, y yo termino el café y hago planes sobre la marcha. Hoy no es día de museos, sino de bullicio y ciudad. Me despido mentalmente de las visitas habituales en el MoMA: adiós, muchachas cubistas de la calle Avinyó; noche de locura estrellada de Van Gogh, fieras danzarinas de Matisse, bellísima “canción de amor” de De Chirico, beso enmascarado (hoy terriblemente real) de “los amantes” de Magritte.
También me despido, con algo más de nostalgia, del Guggenheim. Ese milagro perfecto de proporción y modernidad ha sido durante años el lugar al que siempre regresaba para ver su colección ascendente, primero, más tarde a buscar la sorpresa en las exposiciones temporales, y poco después, cuando el contenido dejó de tener sentido, simplemente a leer sentada en uno de los bancos exteriores a la sombra de su mole blanca, áurea, perfecta, dejándome envolver por el espacio equilibrado, casi partenoico, bajo su cúpula de luz retorcida, como si el edificio de Lloyd Wright fuese un nieto moderno, inquieto y neoyorkino del abuelo Panteón romano. Atrás queda el Upper East Side y su fantasma más famoso, Holly Golightly, la glamurosa escort de Capote creada en un relato suave que el cine convirtió en tronante obra maestra. A pesar del tiempo transcurrido y del inevitable desgaste estético del icono, esa mujer soñadora, indestructible y dolorosamente solitaria sigue siendo un espejo en el que se reconoce cierto tipo de hembra que, como una rara avis, aún sobrevive. Un animal de alma salvaje criado en la jungla urbana, donde se mueve a la perfección, camuflada con vistosos trajes de noche o sencillos pantalones negros, según lo requiera la ocasión. Sensual con los comprometidos, sofisticada con los exigentes, dulce, inteligente, divertida, sólo con él. Ninguno de esos hombres estará nunca a la altura de las expectativas que despiertan, por eso la belleza intacta al otro lado del cristal de una joyería será siempre su mejor paisaje, una biblioteca su refugio, y un gato sin dueño mojado bajo la lluvia la metáfora de ella misma. Para mujeres así, un interesante trozo del mundo cabe en los casi diez kilómetros de la Quinta Avenida; esos que arrancan en los diamantes azules de Tiffany y terminan en la Estatua de la Libertad y el océano.
Todo viaje requiere iniciarse con una libación a los dioses, incluso tan lejos del Mediterráneo, y por eso comienzo aquí, en la catedral de San Patricio, con sus agujas neogóticas y con la luz anacrónica de sus vidrieras en dura competencia con el otro templo sagrado, la Torre Rockefeller. Ambos se enfrentan a escasos metros, y desde hace centurias, por el poder y la gloria en una clara alegoría posmoderna, pero esta viajera urbana prefiere el templo de piedra, porque allí le resulta más fácil reconocerse. En el interior, el artista romano Paolo Medici diseñó el altar de Santa Isabel, mientras que el de San Juan Bautista de La Salle, uno de los pocos altares laterales originales, fue esculpido por Dominic Borgia. Con el sonido de esos apellidos del sabio continente al que pertenezco, salgo de nuevo a la mañana invernal entre las calles 50 y 51. A pesar de todo, me digo, sonriendo, el Dios de la vieja Europa y lo mucho que representa en torno a la cultura y la memoria sigue mordiendo con fuerza un gran trozo de la manzana del Nuevo Mundo.
Camino sin detenerme en el escaparate, dejando atrás la ilusión cinematográfica de desayunar en Tiffany’s acompañada por un elegante Paul Varjak al que poder regalar unos gemelos de plata, y de golpe me viene a la memoria la historia de aquella anciana elegantísima que una vez conocí en una ciudad del sur, dueña de una belleza serena a pesar de haber rebasado con creces los setenta años, que siempre hablaba jugueteando, distraída, con un bello diamante engarzado en oro blanco reluciendo, perfecto, en su mano fina llena de manchas de edad y arrugas. Al ver mi expresión, aquel día me miró y sonrió: Es el último que me queda. Nos amábamos con locura, pero él nunca dejó a su mujer; a cambio me garantizó una vejez digna y razonablemente tranquila e independiente con estos pequeños regalos con los que he ido pagando médicos, ropa y esta residencia. La vejez, querida, es absurdamente cara. Se tocó el anillo de nuevo. Éste lo compró para mí en Tiffany’s, al volver de un largo viaje por América. Es todo lo que me queda, pero no lo pienso vender. Sus ojos color miel brillaban con un destello de juventud recuperada. Siempre fue un caballero.
Sigo calle abajo rumbo al siguiente templo, The New York Public Library, una de las bibliotecas más importantes del mundo. Subo las elegantes escalinatas saludando a Patience y Fortitude, los leones de guardia, y accedo, emocionada como si fuese la primera vez, al interior palaciego donde los visitantes pueden deambular, en silencio, por sus impresionantes espacios de lectura, como la Salomon Room de la tercera planta o el Berger Forum de la segunda. Pero, sin duda, el espacio para la felicidad de esta viajera solitaria es la Rose Main Reading Room, una espectacular sala de 91 metros de largo y 16 de altura, con frescos en el techo enmarcados en sofisticados artesonados de principios de siglo, miles de libros alineados en diferentes niveles de estanterías, gigantescas mesas de roble, enormes candelabros y sillas para más de seiscientas personas. La belleza continúa afuera, en Bryant Park, uno de los oasis urbanos donde desde comienzos de la primavera los neoyorkinos se descalzan y tumban bajo los cálidos rayos a leer, tomar un refresco o aislarse durante un rato del ritmo frenético de la ciudad. En invierno el aspecto es muy diferente: el césped cruje, rígido y desierto bajo mis botas, y la famosa fuente del parque brilla envuelta en estalactitas de agua congelada.
El frío comienza a punzar en la piel, o a lo mejor es la soledad. Corro a refugiarme cerca de allí, en un lugar perfecto para encontrar de nuevo el calor y el consuelo: Grand Central Station. Una mujer esperando en mitad del vaivén de los viejos trenes, bajo la hermosa bóveda esmeralda en aquel banco podría ser el comienzo de una novela, o el tema de un cuadro de Hopper. Al calor del tercer café de la mañana saco el libro del bolso: En Grand Central Station me senté y lloré. Miro las constelaciones doradas del techo en silencio. Hace tiempo pedí un deseo a las estrellas, y me lo concedieron con intermitencias, como su luz, pienso. Sentada aquí recuerdo a la bella Elizabeth Smart y leo sus palabras para romper el maleficio: “Sé lo que quiero, a quién quiero. Le escogí a él, de entre todas las cosas. Fría y deliberadamente le elegí. Pero la pasión no fue fría. Me prendió fuego. Incendió el mundo”.
Creo conocer el sabor de esas lágrimas; también el triunfo de haberlas tenido; una particular y exclusiva colección de dolorosos diamantes de Tiffany. Me sacudo el polvo de estrellas y decido subir un rato al cielo, pues me pilla de camino.
Es milagroso que apenas haya cola para comprar el ticket de acceso al Empire State Building. Ascender por los caminos artificiales del hombre es un experimento vital para cualquier viajero, ya sean las pirámides de Teotihuacán, el campanile de San Marcos o la Colina del León en Waterloo, la recompensa nunca está en el paisaje, sino en el ascenso mismo. El ascensorista me espera sujetando con sus guantes blancos las puertas automáticas. Nos sonreímos, reflejados en los espejos art déco y no puedo evitar recordar aquella película neoyorkina, El apartamento, una de las historias de amor más hermosas fabricadas en el cine, con la maravillosa Shriley MacLaine y su corte de pelo a lo garçon tan característico, muy parecido al de cierta chica orgullosa y enamorada, tímida como un ratoncito asomándose a la jaula del león, que conocí hace mucho, mucho tiempo.
Nueva York es un entramado de viajes prolongados; sus historias han alumbrado novelas deambulatorias donde los personajes exploran la ciudad en casi todos sus vectores, trazando una gráfica urbana metafórica, espontánea y variable: el frenesí de Manhattan Transfer, la melancolía de El guardián entre el centeno; el Harlem jazzístico de Toni Morrison; el Submundo de Don DeLillo, la angustia de las vanidades de Wolfe, y aquella Nueva York de los años 20 que es a la vez antigua en Wharton y moderna en Lorca.
El cine prolongó, en paralelo, el sueño americano de la isla, y hay lugares que es imposible mirar en color habiéndolos imaginado tantas veces en blanco y negro. Uno de ellos es este rascacielos, ligado para siempre a cinematográficas historias de amor; el otro, el Algonquin Hotel, un hito del Midtown West en el que se fundó la revista The New Yorker. Todo comenzó en torno a la Round Table donde durante casi diez años, un grupo de jóvenes y talentosos flappers del mundo del periodismo, la publicidad y el cine, se reunían a la hora del almuerzo para intercambiar “bon mots”; es decir, charlar en intelectuales términos de lo humano, lo divino y, por supuesto, lo literario. Entre aquellos usuarios semanales estaban Harpo Marx, Robert Benchley, Alexander Woollcott y Dorothy Parker. La Gran Guerra tocaba a su fin y ellos escribían brillantes columnas en el New York Times, guiones de cine para Hitchcock o artículos glamurosos en Vanity Fair. Pronto, los almuerzos se prolongaron hasta altas horas de la madrugada en el bar del hotel donde comenzaron a hacerse habituales las visitas de Hemingway y Scott Fitzgerald que convirtieron este rincón de Manhattan en su segunda residencia de noche, alumbrando de día, con el resto del grupo, una publicación que hoy les sobrevive como una leyenda de nuevos caballeros de la mesa redonda que aquellos jóvenes inmortales autodenominaron (no es difícil imaginar por qué), The Vicious Circle.
A partir de la calle 27 Oeste, más o menos, la ciudad se va achatando; se humaniza, dejando atrás las prisas acristaladas de los rascacielos de oficinas, la grandilocuencia del Rockefeller Center y el bullicio de Broadway para volverse más barrio. Todo indica que uno se aproxima al Greenwich Village. En esta frontera entre el Midtown y el Lower Manhattan se abren tres hermosas plazas enfiladas como tres esmeraldas en torno al extenso hilo de la Quinta. Me gusta pasear por ellas, sobre todo a media mañana, cuando aún es temprano para el lunch y todo permanece dulcemente suspendido en una singular quietud: Madison Square, a la sombra inquietante del Flatiron; los chess hustlers de Union Square, y las bandas de jazz de Washington Square, sin duda mi favorita de las tres, tal vez porque allí la luz, mezclada con la música, incide de manera especial en la piedra decimonónica, dorándola con un sabor intenso a Nueva Inglaterra. Tiene esta plaza del corazón del Village una especie de felicidad elegante que lo contagia todo; los perros que pasean con sus pacientes dueños parecen más alegres, los árboles más verdes, las parejas que se besan bajo el arco, calentando su amor en el cálido triángulo de sol invernal, más enamoradas.
Caminar despacio al sol por las pintorescas calles del West Village con sus características brownstones de ladrillos rojos y sus escaleras de incendios es uno de los placeres de las mañanas de invierno. Aquí uno desearía sentarse a mirar, desde una ventana indiscreta, cómo se perpetra un crimen (casi) perfecto en la casa del vecino de enfrente. Me apresuro, pues aún tengo un rato, y a esta hora el Blind Tiger es perfecto para un golden ginger ale antes del almuerzo. Los parroquianos, apoyados en la barra de madera, charlan animados con la camarera madura, rubia y tatuada que, profesional, mascando un chicle, se preocupa de mis posibles alergias antes de servirme un platito de cacahuetes. Se está bien aquí, apoyada en la barra, con un libro en el bolso que no te decides a sacar, atenta al mobiliario, las luces, los gestos, actitudes y palabras de aquellos desconocidos. Hay lugares y personas que son ricos, sin saberlo, en potenciales historias. Con algunas de ellas en la cabeza, pago y salgo de nuevo al frío invernal.
Uno de los tesoros de MacDougal Street es Minetta Tavern, llamada así por Minetta Brook, el arroyo perdido que corre por debajo y que aún se adivina en el asfalto serpenteante de la calle, desembocando en el ruidoso mar de coches de la Sexta Avenida. Llego puntual, y la chica, tras comprobar su lista, me acompaña a la mesa en el salón interior. Adornada con maderas oscuras, pisos de baldosas de tablero de ajedrez, banquetas rojas y paredes forradas de caricaturas, sigue siendo la taberna por excelencia de esta ciudad, y los nombres de sus platos, fieles a sus orígenes, son un viaje al Nueva York de los años 30 de la Ley Seca, los gangsters irlandeses brindando junto a los gangsters italianos antes de matarse entre ellos, los músicos de jazz del Blue Note, los duros reporteros de la Gran Guerra, las comprometidas feministas de pelo corto y falda estrecha o los poetas trágicos de la Beat Generation. Leo la carta como si recitara unos versos de Gregory Corso: Ostras a la parrilla con panceta en mantequilla de chile de Fresno; pechuga de pato Long Island terminada con una salsa Bigarade clásica; Pommes aligot, batido en sumisión y cargado con ajo, mantequilla y cuajada de queso cheddar; soufflé de chocolate agridulce.
El camarero, un italiano de hombros anchos y sonrisa napolitana, con el pelo peinado hacia atrás, como salido de un anuncio de Armani, espera, paciente, aunque no hay nada que esperar. Atendiendo a una vieja tradición, pido un Tom Collins y la Black Angus Burger que devoro con delectación porque se trata, sin duda, de la mejor hamburguesa de la ciudad. Afuera el frío arrecia y comienza a caer la luz, aunque apenas son las tres y media de la tarde. Las farolas de Broadway a la altura del número 828 se encienden mientras cruzo la avenida en dirección este, justo en la esquina con la 12th. Allí está mi otro templo de Manhattan: Strand Bookstore. En las últimas visitas, la distribución interior había cambiado, pero aún recuerdo la expectación al subir, después de un rato mirando novedades editoriales en la planta baja, al último piso, donde se alineaban en vitrinas cerradas de cristal los volúmenes más valiosos, libros raros y ejemplares únicos. De las más de «18 millas de libros» que tapizan las paredes de este edificio, algunos de los cuales cruzaron el Atlántico en mi maleta para formar parte de mi vida y mi felicidad lectora, uno solo brilló con luz propia aquella lejana tarde invernal: Una primera edición de El agente secreto con el autógrafo elegante y claro del mismísimo Joseph Conrad. Aún me emociona recordar aquel detalle del viejo capitán que, al firmar, cruzaba la C de su apellido con una línea transversal, como si trazara una recta de altura en una carta náutica.
Durante el fin de semana es obligada la visita al Flea Market del Soho y las tiendas singulares de Canal Street, arteria de Chinatown. De esas mañanas de sábado y antigüedades aún conservo una preciosa boquilla de plata y baquelita con la que, en tardes nostálgicas, me fumo uno de los últimos Player’s de Coy que aún conservo, mientras releo esas maravillosas novelas de Oppenheim ambientadas en la Costa Azul. También aquí compré, en una tienda militar, la bolsa reglamentaria que los pilotos de la United States Air Force usan para guardar sus cascos. Aquella bolsa negra de nylon, cuadrada y resistente con cremallera metálica se ha convertido, desde entonces, en un elemento indispensable. Elegante, masculina, amplia y discreta, es perfecta para cierto tipo de mujer viajera y cazadora de libros, porque su espacio permite transportar lo necesario para desaparecer y comenzar de nuevo en cualquier otro lugar. Lo bueno de no poseer demasiado es que todo lo que te importa cabe en una bolsa de piloto americano.
Ha caído la noche sobre esta gigantesca luciérnaga de cristal. Estoy tan cerca del final que casi puedo oler la sal del océano, como un cansado soldado de la Anábasis. El ferry que cruza el Hudson sale puntual hacia Brooklyn, que es mi Ítaca en este viaje. El frío condensa la respiración, envolviendo a los pocos viajeros dispersos por la cubierta de metal en una neblina gris. Contemplo el skyline incandescente de esta ciudad que nunca duerme, recordando aquellas madrugadas neoyorkinas sobre Central Park en las que tampoco yo dormía. Por la popa, la estela negra señala un punto indeterminado y lejano, hacia el este, donde en una piscina de la Gold Coast sigue flotando, para la eternidad, el cadáver del Gran Gatsby. Por la proa, en el extremo más occidental de esta larga isla, se adivina Coney Island, la vieja “isla de los conejos”, convertida, con su inconfundible Wonder Wheel y el parque Astroland en un paisaje de cine. Justo cuando el ferry toca tierra comienza a llover. Es una llovizna suave y helada, casi aguanieve, así que me apresuro hacia el porche de madera del River Café. Este restaurante es, desde finales de los 70, una atalaya exclusiva con vistas en primera fila al espectáculo nocturno del Downtown. No tengo reserva, y eso es algo imperdonable en esta ciudad, pues te convierte inmediatamente en un outsider urbano. El jefe de sala levanta una ceja mirando mi pelo mojado y la gabardina empapada. I am sorry, Madam, y sigue ajetreado, a lo suyo, dejándome en el dintel de la felicidad.
Camino por Water Street sintiéndome como el gato de Tiffany bajo una lluvia que ahora arrecia, así que corro a refugiarme bajo la estructura metálica del Brooklyn Bridge, y entonces lo veo; se trata de una pequeña construcción de ladrillo rojo rodeada por un jardincillo con preciosas sillas de hierro de colores ahora desiertas. En un viejo tablón de madera colgado en la fachada se anuncia el paraíso: Luke’s. New York’s best lobster roll. Tal vez no fuese éste el lugar preferido por Gatsby para una cena glamurosa, pero sé que Scott y Zelda lo habrían elegido sin dudar. Elegantemente vestidos, (él frac oscuro, ella abrigo de marta blanca sobre los hombros) se habrían mirado a los ojos, divertidos, masticando su trozo de langosta de Maine bajo el puente de Blookyn deseándose en ese momento tanto como Harry cuando encontró a Sally. Aunque, pienso devorando esta delicia, estoy completamente convencida de que, si Meg Ryan hubiese probado este lobster roll de Luke’s, no habría tenido que fingir el orgasmo.
TITULO: LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES -19 - Domingo - 25 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 20 - Agosto - Clara Dupont-Monod: «Todos somos inadaptados» ,.
DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 20 - Agosto ,.
El programa está conducido por la periodista catalana Susanna Griso. Cada semana visitará la casa de un personaje famoso relevante y mediante el hilo conductor de la entrevista, irá desgranando la vida de los famosos. Como novedad la periodista se instalará en las casas de los invitados durante dos días pasando una noche allí. El MARTES - 20 - Agosto , a las 22:40 por antena 3, etc.
LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES -19 - Domingo - 25 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 20 - Agosto - Clara Dupont-Monod: «Todos somos inadaptados»,.
Clara Dupont-Monod: «Todos somos inadaptados»,.
fotos - Clara Dupont-Monod (París, 1973) es una escritora y periodista francesa. En 2021 obtuvo el premio Femina con Adaptarse, que ha sido publicada en España por Salamandra con traducción de Pablo Martín Sánchez. Esta novela, ambientada en un entorno rural, comienza con la llegada al mundo de un niño con un alto grado de discapacidad. Clara Dupont-Monod, con una delicadísima escritura, narra la relación que cada uno de los hermanos entabla con este niño: el amor sin límites del hermano mayor, la rabia de la hermana de en medio y los lazos que estrechará el último en nacer con su hermano fallecido.
—No se imagina lo que he llorado con su libro.
—¿Con el hermano mayor?
—Sí, es mi parte favorita. Pero empecemos por el principio. ¿Cuál es el origen de esta historia?
—Es un origen autobiográfico, porque en mi familia tuvimos un niño discapacitado, que era mi hermano. Tenía la misma discapacidad que aparece en el libro, pero para mí no fue algo triste. Adoré aquella experiencia porque te obliga a ser más tolerante, más lenta, te obliga a adaptarte, y pienso que la cuestión que atraviesa todo el libro y a todos los personajes es: si hay que adaptarse al inadaptado, ¿quién es el inadaptado? Es decir, nosotros, los “normales”, entre comillas, somos tan discapacitados como los discapacitados cuando estamos frente a ellos. No sabemos cómo hablarles, si tenemos que levantar la voz, cambia también la forma de comer, no les gustan los portazos, ni los ruidos…Todo esto nos obliga, por tanto, a adaptarnos al inadaptado.
—Llama la atención el uso del término inadaptado, frente a otros como discapacitado, para referirse al niño. Es un término que ya aparece en la primera frase del libro, que dice así: «Un día, en una familia, nació un niño inadaptado». ¿Por qué optó por esta palabra?
—Fue por razones musicales. Cuando escribo tengo una relación extremadamente musical con la lengua. Y discapacitado (handicapé) no es bonito. Es áspero. Diferente ya es un poco más suave, pero me gusta inadaptado porque es también una idea que nos remite a nosotros, los adaptados, cuando en realidad todos somos inadaptados.
—Desde la primera frase, el tono de esta novela recuerda al de una fábula. ¿Era esa su intención?
—Sí, totalmente. Lo que quería reflejar con mi escritura es el cuento, y por eso la primera frase retoma el ritmo de los cuentos. Me gusta la idea del cuento como página en blanco. Por ese motivo los personajes del libro no tienen nombre. Si se fija en los cuentos, son todo sobrenombres, pero no nombres: Pulgarcito, Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves… El hecho de que los personajes no fuesen nombrados me permitía tener una página en blanco para que el lector se proyectase, y también creaba un equilibro con el aspecto tan específico de la historia, porque hay una especificidad geográfica: estamos en las Cevenas, que es un lugar muy concreto de Francia. También la historia de un niño discapacitado que nace en una familia tiene muchas especificidades, así que era necesario contrarrestarlo con algo mucho más abierto.
—¿Tuvo la tentación de empezar esta historia con “Érase una vez…”?
—Sí, pero no lo hice porque era demasiado evidente.
—En las fábulas los animales representan arquetipos. ¿El orden de nacimiento de los hermanos también establece arquetipos?
—Sí, y por eso creo que los hermanos son un tema literario apasionante y, a mi modo de ver, no lo suficientemente explotado. Lo interesante, precisamente, es que los hermanos responden a arquetipos inamovibles. Eres el mayor para siempre, eres el benjamín para siempre, y eres el de en medio para siempre. Pero también se da exactamente lo contrario. Hay una plasticidad extraordinaria que hace que, con los trances de la vida, esos papeles se reinventen sin cesar, y así hay un benjamín que se comporta como un hermano mayor, hijos que se comportan como padres, o un hermano mayor que se comporta como un niño pequeño.
—A propósito del hermano mayor, escribe usted: «En una ocasión, un profesor le preguntó qué le gustaría ser cuando fuese adulto». Y él responde: «Hermano mayor». Curiosa profesión la de hermano mayor.
—Al igual que le sucede a usted, el hermano mayor es mi preferido, pero es también el que más perturba a los lectores porque adopta una misión que va más allá de su condición de hermano mayor. Tiene una cosa que me gusta mucho, y es que es el más revolucionario de los tres, como se ve cuando muere el hermano pequeño. Vivimos en una sociedad en la que constantemente nos dicen que el movimiento es positivo, que hay que pasar página, hacer el duelo y seguir adelante. Y el hermano mayor dice: “No”. Hay que ser muy valiente para decir “no” a eso. Él se aleja del mundo y dice: “Yo he amado una vez, y ha sido tan poderoso y tan doloroso que para mí es suficiente, así que me quedo en este recuerdo y en esta nostalgia”. En último término, no es algo tan triste. Es una opción que él elige. No se casará y no tendrá hijos ni amigos. Esto es algo que también nos perturba porque se valora mucho hoy en día estar rodeado de gente. Por eso él es tan revolucionario. La hermana sigue más la norma y se casa y tiene hijos. Es una persona mucho más combativa, pero en realidad es mucho más estándar. Yo adoro al hermano mayor porque dice: “Esta condición de hermano mayor me ha aportado tanto dolor como alegría y amor”. Y eso me parece genial.
—Es usted autora de varias novelas históricas, con personajes como Leonor de Aquitania o Ricardo Corazón de León. ¿Cómo ha sido el proceso de escritura de esta novela tan intimista con respecto a sus obras anteriores?
—Pienso que uno escribe siempre el mismo libro. Si se analizan los textos que he escrito sobre la Edad Media, el papel de la naturaleza es idéntico al de Adaptarse, esa idea de que la naturaleza no pide perdón, que es majestuosamente indiferente, pero que tampoco condena, esa idea de humildad del ser humano frente a la naturaleza y no a la inversa. Todo esto está presente en mis novelas medievales, al igual que la idea de los hermanos. En La révolte, es Ricardo Corazón de León el que cuenta la historia de Leonor de Aquitania, así que es un hijo que habla de su madre a sus hermanos. Pero en lo relativo a la historia de Adaptarse, creo que hay un momento en la vida en que la alegría por haber conocido a alguien es más fuerte que la tristeza por haberlo perdido. Ese día resulta posible escribir una novela. No creo que se escriba nunca para hacer el duelo. No existe la escritura terapéutica, no al menos en el caso de una novela. Pienso que sucede al contrario: solo cuando hemos hecho el duelo podemos escribir.
—Este libro se divide en tres partes, marcadas por la relación que cada uno de los hermanos establece con el niño inadaptado. La primera parte es la del amor desmedido del hermano mayor. La segunda, la de la rabia de la hermana de en medio. La tercera, la del último en nacer, para quien la ausencia del niño va a ser una presencia muy fuerte. ¿Cuál fue la parte que le resultó más difícil escribir?
—En verdad, ninguna de las tres. De hecho, tengo el recuerdo de una gran alegría. Es la primera vez que me ha sucedido algo así. Escribir un libro, en general, suele ser bastante difícil, y con los otros tuve que bregar con el tema. Pero de este tengo recuerdos exclusivamente sensoriales. Recuerdo que escribía y que sentía frío, hambre, calor… No me di cuenta de que, al escribir, me ponía en el lugar del niño, que tiene una percepción del mundo únicamente sensorial, puesto que no puede reflexionar, ni hablar, y su acceso al mundo se hace a través del oído y del tacto. Fue genial para mí. Estaba muy contenta de reencontrar esos fantasmas. Creo que vivir sin alguien es muy diferente de vivir con el recuerdo de alguien, así que reanudar el contacto con el niño, brindarle un libro, sentir el calor del sol y escuchar el ruido del río por medio de la escritura fue algo maravilloso. Solo la literatura te permite algo así.
—La variedad de texturas y de sonidos que describe en el libro es amplísima. ¿Cómo se preparó para poder detallar todas esas sensaciones con las que el hermano mayor pretende que el niño conozca el mundo?
—Fue algo bastante loco y un poco obsesivo. Mis padres viven en las Cevenas y yo soy de allí, así que estoy familiarizada con el lugar. Crecí con un padre que les ponía nombres a las piedras, así que el elemento mineral de la naturaleza forma parte de mí. Además, cuando creces en una región como esa, la naturaleza es como una amiga y vigilas su humor. Si el cielo se pone gris oscuro y hay una tormenta, te tienes que adaptar. Hay un vínculo muy íntimo con la naturaleza. De hecho, hay gente que vive junto al mar que me ha dicho: “Es curioso, nosotros tenemos la misma relación con el mar que sus personajes con la montaña. Conocemos sus caprichos y cuando va a portarse bien, y ajustamos nuestra vida en función del color del mar o del viento”. Hubo alguien incluso que me dijo: “La montaña es el mar en sólido”, lo cual es muy bonito. Lo que quiero decirle, por tanto, es que yo ya tenía esa complicidad con la naturaleza, y además me fui a escribir a las Cevenas. Ahí la naturaleza y yo nos hicimos una. La primera ráfaga de viento eran tres líneas de texto. Después me iba a la orilla del río y era una página. Me concentraba en las sensaciones y buscaba la palabra exacta. Fue un trabajo de inmersión muy intenso. El problema es que no he logrado salir de ahí y, cuando vuelvo a las Cevenas a ver a mis padres, no puedo estar en la naturaleza sin que se me ocurran páginas y páginas. Es como si la novela me hubiese robado una especie de inocencia. Ahora cada ruido o cada ráfaga de viento me parece una escena de Adaptarse y empiezo a escribirla en mi cabeza, y me temo que es algo que durará mucho tiempo.
—¿Es este libro, entre otras cosas, un canto de amor a la naturaleza y, en particular, a las Cevenas?
—Es una tierra que adoro, aunque no es generosa. A mí me gustan las naturalezas ásperas, difíciles, incómodas, y la idea de adaptarse también vale para esto. No se trata solo de adaptarse a un niño discapacitado, sino también a esa naturaleza inmensa. Ahí se establece una relación que hemos perdido con la naturaleza. Durante demasiado tiempo le hemos pedido que fuese ella la que se adaptase a nosotros y estamos pagando el precio por ello.
—Hay un momento en que la abuela le habla a la hermana del mundo de su infancia y de los criaderos de gusanos de seda que había conocido, y dice usted: «La muchacha, maravillada, intentaba imaginar el ruido que podían hacer cien mil orugas mordisqueando cien mil hojas de morera». Pero la abuela le dice que no se esfuerce, que el progreso se lleva consigo muchos ruidos.
—Es verdad, y usted mismo puede hacer la prueba. Cuando estamos con un niño, todavía tenemos el reflejo de decirle: “El tren hace chu-chú”. Pero no es cierto, el tren ya no hace chu-chú. Hay ruidos como este que ya no tenemos, pero no pasa nada, tendremos otros nuevos. La abuela no se refugia en la nostalgia. Eso es algo que me gusta, y de nuevo estamos en lo sensorial. En este caso, el paso del tiempo se expresa a través del oído. El otro día un amigo me contó que les había dicho a sus hijos: “Vamos a ver una película en DVD”. Los niños, que tienen nueve años, preguntaron: “¿Qué es un DVD?”. Y este amigo me decía: “Es terrible, ya nunca más tendremos ese ruido”. Se refería a ese ruido que hacía el disco al meterlo en el ordenador, que es un poco como el que hacían los disquetes. ¿Se acuerda usted también del ruido de las casetes en el magnetoscopio? Hacían chac-chac al meterlas. Todo eso son ruidos que hemos perdido.
—Escribe usted: «A un niño fuera de la norma le correspondía un saber fuera de la norma, pensaba. Aquel ser no iba a aprender nunca nada, pero iba a enseñar mucho a los demás». ¿Es Adaptarse una novela de aprendizaje?
—Sí, absolutamente. Es un aprendizaje de tres niños junto a un ser que no tiene conocimiento, y eso es lo bonito. Creo que esta novela puede leerse también como un alegato por la diferencia. Le aseguro que se sale mucho menos estúpido de una experiencia como esta, y es terrible que la sociedad –al menos en Francia, no sé cómo será en España– no sea nada inclusiva. En la calle no se ven ciegos ni gente en silla de ruedas, y además no podrían avanzar por las aceras. No se hace nada por esa gente. En Francia hay una torpeza administrativa casi criminal, cuando lo que se debería hacer es ayudar a las familias. Piense que un 20% de los franceses tienen algún tipo de discapacidad. No es una cifra menor. Y ahí están esas familias valientes, en la sombra, que rellenan impresos y que suplican que alguien les ayude en la escuela y en los transportes, o que les reembolsen el coste de los tratamientos, y que tienen que soportar varios meses de espera. Es una situación infernal.
—Precisamente sobre este asunto dice usted: «Los diferentes molestaban. No había nada previsto para ellos. Los colegios les cerraban la puerta, los transportes no estaban equipados, la red viaria estaba llena de trampas. El país ignoraba que, para algunos, un escalón, un bordillo o un agujero eran sinónimo de precipicio, de muralla o de abismo».
—Es cierto, y lo que resulta conmovedor es que, al haber tenido el libro tanto éxito, mucha gente ha venido a darme las gracias por contar ese día a día del que no se habla, porque estas familias no hacen ruido ni se manifiestan, sino que están ocupadas buscando una solución para sus hijos. Es una labor que admiro enormemente, y lo mínimo que podía hacer era rendir homenaje a esos héroes silenciosos.
—En el libro también aborda el sentimiento de vergüenza por la mirada de los demás. Hay un momento en que dice: «Los otros permanecían a su alrededor, aquellos mismos otros que habían levantado, con una simple mirada, un muro entre su hermano y el resto del mundo». Y más adelante dice: «Había tenido que renunciar a invitar a casa a sus amigas. ¿Cómo iba a invitarlas con semejante ser allí? Le daba vergüenza».
—Quería que la hermana expresase la brutalidad que supone también el nacimiento de una persona discapacitada, porque tampoco es algo que debamos idealizar. Me gustaba la idea de que superase los obstáculos y de que acabase por aceptar la situación, pero no había que eludir esos obstáculos. Son cosas de las que nunca se habla, como la vergüenza por la mirada de los otros al ir con el carrito por la calle. Ese “los otros” te remite sin cesar a una norma de la que has sido privado. Por eso hay un momento en que la hermana ve un anuncio en la tele con un eslogan que dice: “Rechaza lo banal”, y las piedras dicen: “Ella habría dado su vida por lo banal”. No quería dejar de lado ese sentimiento, como tampoco el del desagrado físico que siente hacia el niño. No quería que esto fuese un tabú. El miedo hay que escucharlo, porque si no lo escuchas no lo puedes vencer. Si lo apartas diciendo: “Eso no está bien”, culpabilizas a la persona y así no se puede avanzar. Ese desagrado que ella siente es legítimo. Le parece brutal la situación y lo es. Le parece injusta y lo es. Le parece desagradable y también puede serlo. Hay que dejarle la posibilidad de que le resulte desagradable. A fin de cuentas, la mirada también se educa y, si nadie le ha dado el manual de instrucciones, no la puedo culpar por sentir todo eso.
—Yo vivo en Lisboa y me parece que en su novela se trasluce, por el cariño que sienten la abuela y la hermana por Portugal, que tiene usted un vínculo profundo con este país.
—Sí, con el pueblecito del que habla la abuela, Carrapateira, que existe realmente y que está en el sur de Portugal. Es un lugar donde nadie lee, lo cual está muy bien, porque así nadie sabrá que lo he citado (risas).
—Al contrario, creo que si se enterasen estarían muy orgullosos.
—Puede ser. En cualquier caso, es un lugar que existe y que conozco muy bien porque voy allí a menudo. Portugal es un país maravilloso. Creo profundamente –y así lo dice el hermano mayor, si no me equivoco– que hay un vínculo entre las personas y los lugares, que hay un lugar que te define. Hay una fuerza identitaria, en el sentido noble del término, que ata a una persona a un lugar. A veces se producen flechazos con los lugares, como me sucedió a mí con Portugal. Es algo que no se explica, pero sientes que estás exactamente en tu lugar. Es como encontrar a alguien en medio de una multitud. No sabes por qué, pero es como si hubiese alguna fuerza misteriosa. De hecho, pienso que no es casualidad que en francés solo haya una letra de diferencia entre vínculo (lien) y lugar (lieu), porque en verdad un lugar de alguna forma nos define.
—En el libro menciona usted los gofres de naranja de Portugal. He preguntado a varios portugueses si los conocían, porque me encantaría probarlos, pero nadie había oído hablar de ellos.
—Lo de los gofres de naranja es porque quería que la abuela estuviese vinculada a un sabor, porque todo el libro está escrito con una obsesión: renunciar al vocabulario psicológico y emocional; no escribir nunca, por ejemplo, “estaba alegre” o “estaba triste”, sino encontrar la correspondencia sensorial que permitía expresar esa emoción o ese sentimiento. Por eso, la abuela tenía que estar asociada a un sabor. También está asociada a un olor, que es el azúcar avainillado mezclado con las castañas. Para mostrar el sufrimiento de la hermana, hay una escena en la que se pelea con un árbol y después se mete en el agua fría. Ahí la rabia tiene el tacto del agua fría. Tenía que haber siempre esa correspondencia sensorial. Y con la abuela son los gofres de naranja, que en realidad solo probé una vez en Carrapateira. Pero, como en el sur de Portugal hay cítricos, me dije: “Bueno, puede servir” (risas).
—Uno de los aspectos más llamativos de esta novela es la elección del narrador. ¿Por qué optó por las piedras para narrar esta historia?
—Para empezar, porque son nuestras amigas. Cuando vives en la montaña, vives con las piedras. Estaban allí antes que tú y seguirán allí después que tú. Es una presencia permanente que te sobrevivirá. En ese aspecto son como una vieja dama a la que se respeta. Aparte de esto, las piedras de un muro simbolizan para mí los hermanos y la familia, es decir, un muro puede derrumbarse, pero lo reconstruiremos, nos adaptaremos y se formará un nuevo equilibrio. En ese sentido tenían ese valor simbólico. Y, por último, las piedras me permitían, narrativamente hablando, tomar la distancia adecuada. De los tres años que tardé en escribir esta novela, me pasé la mitad, un año y medio, buscando la distancia adecuada. Corría el riesgo de caer en lo sensiblero, porque es la historia de un niño discapacitado que va a morir y no quería caer en la trampa de lo emocional, en el pathos, pero tampoco en la frialdad del aspecto clínico. La distancia adecuada me la proporcionaron las piedras. Hice una primera versión en la que los niños hablaban en primera persona, pero no funcionaba. Hice otra versión sin las piedras en las que solo había “él, ella, él”, pero era demasiado fría. Y cuando di con las piedras, que son los testigos, que no juzgan, que tienen una especie de ternura benevolente, que lo han visto todo y nada les espanta, me dije que era perfecto. Eran mi coro de viejas damas.
—Dice usted: «Nadie es consciente de esta paradoja, que las piedras ablandan a los seres humanos».
—Sí, porque está claro que pueden servir de proyectiles y ser peligrosas, que son duras y que podemos hacernos daño con las piedras, pero ¿quién aparte de ellas construye muros y casas para protegernos? ¿Quién tiene ese valor de testigo milenario y esa solidez? Me encanta la idea de que nos van a sobrevivir y de que están ahí desde siempre.
—¿Siempre tuvo claro que solo iba a contar la vivencia de los hermanos y no la de los padres?
—Sí, quería que los padres quedasen de fondo, como sombras chinescas. Lo único que tenía claro es que el libro se terminaría con una sonrisa de los padres. No sabía muy bien cómo se llegaría ahí, pero estaba segura de que esa sería la última frase y así lo hice. Pero más allá de eso, a mí lo que me interesaba eran los hermanos, porque es lo que conozco. Yo he sido la hermana de un niño discapacitado, y tengo hermanos y hermanas con los que tengo una relación magnífica. Pero ser madre de un niño discapacitado no sé lo que es.
—¿Qué lugar ocupa usted en el orden de nacimiento de sus hermanos?
—En el libro he mezclado las cartas, pero en la vida real yo soy la mayor.
—Es que ese primer capítulo del hermano mayor es maravilloso.
—Sí, para mí también lo es, pero en verdad el libro es un autorretrato en tres partes. En la novela las he compartimentado: el mayor es el amor sin límites, la hermana de en medio es la cólera, y el último en nacer es la reparación, pero en la vida real todo está mezclado. Yo amé profundamente a aquel niño, pero también estuve resentida con él y, como hermana mayor, también traté de reparar todo aquello.
—Ha mencionado la sonrisa final de los padres y yo creo que es algo que se traslada al lector. Este es un libro que se empieza llorando y que se acaba sonriendo.
—Muchas gracias. Es un cumplido muy hermoso.
—Hay un momento en que dice del hermano mayor: «Dejó de leer y se centró en las ciencias. Las ciencias, al menos, no hacían daño». ¿Leer puede hacer daño?
—Sí, pero la literatura está hecha a veces para explorar zonas que nos resultan desconocidas. Yo, a mi pesar, no soy nada científica ni matemática, no tengo nada de lógica, y me dije: “Haré del hermano mayor lo contrario de mí. Se le darán bien las ciencias”. También era una forma de decir que el niño ya le aporta tantas emociones potentes que, si añade más, explota. Me encantaba la idea de esa relación exclusiva entre él y el niño, aunque nos resulte perturbadora. Pero que sea perturbadora es lo que la hace interesante, que no necesite aportes exteriores, ya sean amigos, interacciones sociales o libros. Es lo opuesto a mí; yo necesito libros todo el tiempo. Él es lo suficientemente fuerte como para decir: “No los necesito”. Para mí el mayor es el más potente de los tres. Es un héroe para mí. Hay un momento en que llega a decir: “He organizado mi vida, tengo un trabajo que me permite ganar algo de dinero y que no me falte de nada, me organizo para que algunos compañeros me inviten a su casa y no pasar los domingos solo, y no necesito hacer nada más”. ¿Se da cuenta de la sangre fría que hay que tener para esto? Yo adoro al hermano mayor. Me habría encantado tenerlo como amigo.
—¿Hay libros que a usted le han hecho daño?
—(Se queda pensativa) No. Hay libros que me han hecho llorar, eso sí, pero llorar no es hacer daño. Está bien llorar, es una emoción. Creo que con los libros tenemos una relación de amistad. Si diese con un libro que me hiciese daño, pienso que lo dejaría. ¿Qué clase de amigo es alguien que te hace daño? Ese no es un amigo.
—El hermano mayor renuncia a los libros, pero hay uno que le conmueve especialmente. Escribe usted: «Recordó el impacto que había experimentado cuando su profesora de Literatura les había hecho estudiar el mito de Tristán e Isolda. […] el hermano mayor, que prefería las matemáticas a la literatura, sentía sin embargo debilidad por aquellos dos amantes». Según tengo entendido, Tristán e Isolda es un libro por el que usted siente predilección.
—Sí, es mi favorito.
—¿Por qué le gusta tanto?
—Porque Tristán e Isolda es un texto que lo dice todo de nosotros, pero con siglos de antelación. Cuando se dice que la Edad Media es un periodo oscuro, bárbaro, brutal, no es cierto. La Edad Media es luz, saber, fantasía, arte. Es extraordinaria. La Edad Media lo inventó todo. Además, al contrario de lo que se cree, es un periodo extremadamente elegante, moralmente hablando. En todo caso, es mucho más elegante que el nuestro, porque el siglo XX, en materia de barbarie, creo que se lleva la palma. Y en los textos como Tristán e Isolda está todo dicho sobre el amor, la traición, los celos, la familia, el odio, la desposesión o el sentido de la guerra. Y los personajes son de una modernidad increíble. Todo el mundo se ha olvidado del rey Marcos, que es el marido de Isolda, que se enamora de ella sin necesidad de filtro y que nunca llega a estar resentido con ella. Él es el rey y podría, con un chasquido de dedos, cortarles la cabeza, pero no. No le reprocha nada a su mujer e intenta comprenderla. Es un hombre y un rey desgraciado, y lo asume. Es de una potencia increíble. Me parece sublime. Lea Tristán e Isolda y ya verá. Es divertido y es trágico. Es una locura de texto.
TITULO: Viajeros Cuatro - La Granada de Riotinto ,.
El Miércoles - 21 - Agosto a las 22:45 por La
cuatro,fotos,.
La Granada de Riotinto,.
La Granada de Riotinto,. | ||||
---|---|---|---|---|
municipio de España | ||||
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Ubicación de La Granada de Riotinto en España | ||||
Ubicación de La Granada de Riotinto en la provincia de Huelva | ||||
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País | España | |
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• Com. autónoma | Andalucía | |
• Provincia | Huelva | |
• Partido judicial | Aracena1 | |
Ubicación | 37°46′00″N 6°30′00″O | |
• Altitud | 437 m | |
Superficie | 44,7 km² | |
Población | 247 hab. (2023) | |
• Densidad | 5,23 hab./km² | |
Gentilicio | alfillanco, -a | |
Código postal | 21668 | |
Alcalde (2015-) |
José Justo Martín Pizarro (PSOE-A) | |
Patrona | Virgen de la Granada | |
Sitio web | lagranadaderiotinto.com | |
La Granada de Riotinto, también denominada La Granada de Río-Tinto, es un municipio español situado en la provincia de Huelva, comunidad autónoma de Andalucía. El municipio cuenta con una población de 247 habitantes (INE 2023). Su extensión es de 44,7 km² y tiene una densidad de 5,2 hab./km². El municipio forma parte de la comarca de la Cuenca Minera.2 Se encuentra situada a una altitud de 437 m y a unos 90 km de la capital de provincia, Huelva. Se la denomina informalmente como «La Arfilla» por el nombre de una de sus antiguas aldeas, que se unieron formando el actual municipio.
Historia
Los testimonios históricos acerca de La Granada de Riotinto son escasos con anterioridad al siglo XVIII, lo que en parte se debe a la poca entidad que tenía por entonces la localidad como una mera aldea dependiente del Cabildo de Aracena. En la Edad Contemporánea el municipio estuvo estrechamente ligado a la actividad de la cuenca minera de Riotinto-Nerva, especialmente tras la llegada a la zona de la británica Rio Tinto Company Limited y la expansión de los trabajos en la zona. Durante los siglos XIX y XX muchos de sus habitantes trabajaron en la minería. Desde la década de 1970, a raíz del declive económico que experimento la cuenca minera, se produjo un éxodo de población a la ciudad que afectó singularmente a la demografía del municipio.3
Hasta la reforma de la nomenclatura municipal de 1916 el municipio se llamaba simplemente La Granada. En dicha fecha su nombre fue modificado por el de La Granada de Río Tinto.4
Demografía
Cuenta con una población de 247 habitantes (INE 2023).
TITULO: Ven a cenar conmigo - EL HOROSCOPO - Jean-Baptiste Andrea: «Hay una dictadura de la autoficción»,.
Jean-Baptiste Andrea: «Hay una dictadura de la autoficción»,.
fotos - Jean-Baptiste Andrea (Saint-Germain-en-Laye, 1971) es uno de los mejores escritores franceses contemporáneos. Fue guionista y director de cine, antes de dedicarse por completo a la literatura. Con su cuarta novela, Cuidar de ella (publicada por AdN, con traducción de María Dolores Torres París), obtuvo el premio Goncourt 2023. En esta obra extraordinaria, ambientada en la Italia que asiste al auge del fascismo, se cruzan los caminos de Mimo, un escultor de origen humilde dotado de un gran talento, y de Viola, cuyas aspiraciones desbordan los estrechos límites en que su poderosa familia pretende confinarla.
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—¿Eres consciente de que has escrito una obra maestra?
—(Risas) No puedo responder a esa pregunta. A mí este libro me sobrepasó. Cuando lo acabé tenía la impresión de que no lo había escrito yo, por lo orgulloso que me sentía de él y por todas las resonancias posibles que tenía. Hubo un momento en que pensé que nadie lo comprendería, por todas esas resonancias, así que me conmueve que me digas que te ha gustado tanto. Para mí este libro era mi obra maestra. ¿Es una obra maestra para los demás? Eso es algo que evidentemente no puedo decir.
—¿Cuál es el origen de esta historia?
—Fue una visión que tuve cuando veía la película Silvio (y los otros), de Paolo Sorrentino, que para mí es uno de los mejores directores del mundo. Cuando me emociono se me ocurren ideas. No siempre, pero tengo que emocionarme para tener ideas. Estaba suspendido ante una escena muy lenta y me decía: “Es genial, es muy bonito”. De repente apareció un crucifijo en la pantalla y, por asociación de ideas, en una fracción de segundo, vi la estatua con todo su misterio y su secreto. Vi el final del libro, el penúltimo capítulo. Me pareció que era la mejor idea que había tenido jamás, la más fina y la más hermosa, y la más potente al mismo tiempo. Era delicada y también como un tsunami para mí, y me dije: “¿Y ahora cómo escribo yo esto?”. Me pasé diez meses construyendo el libro sin escribir el texto, de lo ambicioso que era, para asegurarme de que encontraba la mejor forma de contar esta historia. Es algo que nunca me había pasado. Era complejo y a la vez debía ser sencillo, y tenía que poner todo lo que yo soy: mi visión del mundo, mi espiritualidad, mi sentido del humor, mi amor a los seres vivos y a la naturaleza… Hay muchos niveles, pero todo está conectado, como cuando Mimo le dice a Viola: “Puedes transformarte en osa y ahora quieres volar. ¿No es suficiente?”, y ella le responde: “Es lo mismo. Todo está conectado. Un día lo comprenderás”. Y este libro es igual. Tiene mil cosas dentro, pero al final no hay más que una, que es la extraordinaria belleza de la que el hombre es capaz.
—¿Por qué has ambientado la novela en Italia?
—Tal vez lo intelectualice demasiado, pero no es que me dijese: “Tengo que escribir un libro sobre Italia”. Como a mucha gente, me atrae ese país, y además mi abuela llegó de Italia a Francia cuando tenía tres años en los años veinte. La zona en la que me crie no queda lejos de Italia, y fue uno de los primeros países a los que viajé, con quince años. Ahí descubrí el arte, un mundo más grande y más hermoso. Ahora vivo en Cannes, que tampoco queda lejos de Italia, así que es un país que siempre me ha atraído y al que me siento muy próximo. Es como si fuese la casa de mis antepasados y lo adoro, así que me apetecía vivir un tiempo en él virtualmente. No iba a irme a vivir allí físicamente, porque estoy muy bien en Cannes, pero este libro era una forma de vivir en Italia, porque pasas mucho tiempo en el lugar sobre el que escribes, tienes la impresión de estar allí. Aparte de esto, Italia estaba contenida en la idea de obra de arte. No es el único país del arte, evidentemente, pero la noción de obra de tema religioso, la Pietà… La propia palabra Pietà. No es una palabra alemana. Así que todo esto me atraía hacia Italia, hacia algo muy latino.
—¿Por qué todas tus historias están situadas en el pasado? ¿Piensas que la época actual no es lo suficientemente novelesca?
—Totalmente. La época actual no es novelesca porque de entrada es actual. No es una época de fantasía, porque estamos inmersos en ella y porque estamos sobrexpuestos permanentemente a la omnipresencia de la actualidad, de las noticias, de las imágenes y, sobre todo, de la negrura. Yo quiero hablar de la negrura, pero también me apetece hablar de la luz, y no la veo en esta época. Está ahí, pero nadie la mira, y temo que si escribo un libro sobre el mundo de ahora, la gente solo pensará en lo que va mal. Nuestra época no es novelesca porque es instantánea. No hay silencio, ni secreto, ni misterio. Y tampoco hay lentitud. Un escritor no puede abstraerse del teléfono móvil. Mi primera novela cuenta la historia de dos chavales que se pierden en una meseta de Provenza. Hoy en día se habrían ido con sus móviles y los encontrarían en dos días con las antenas 4G o con los satélites. No habría libro. Mis historias requieren silencio y misterio, eso está claro, pero además, cuando abres un libro, debería ser como en los aeropuertos hace cincuenta años. ¿Has visto Atrápame si puedes, de Spielberg? Es una atmósfera que hace que el viaje sea algo romántico. Entrabas en el aeropuerto y había una invitación a viajar, con esos letreros que anunciaban los destinos y que hacían girar las letras, no como los letreros electrónicos actuales. Hoy, cuando entras en el aeropuerto, no hay una invitación a viajar. Se ha convertido en algo banal. Para mí el libro, como viaje al pasado, tiene esa función de decir: “Te invito a viajar. Olvida tus problemas. Y no te vas a dar cuenta, pero te voy a hablar del presente, solo que no te voy a hablar del ahora, te voy a hablar de forma diferente”. Con esa invitación a viajar, yo llevo al lector al pasado, pero en realidad le hablo del presente.
—¿Consideras Cuidar de ella una novela histórica?
—No. La Historia juega un papel en el libro, pero cuando yo oigo hablar de novela histórica, me imagino a un autor que ha hecho un montón de investigaciones o que es especialista de la época y que me suelta una cantinela de detalles sobre ella, y la historia con minúscula se diluye en la Historia con mayúscula. En cambio, en mi libro la Historia con mayúscula es un telón de fondo, al igual que hoy en día también forma parte de nuestras vidas, pero en el fondo nuestras vidas son nuestros problemas, nuestras alegrías cotidianas y nuestras relaciones con los demás. Yo lo que quería de verdad era hablar de la historia con minúscula y que en algunos momentos, especialmente en esa época en la que hay grandes desafíos políticos, la Historia con mayúscula irrumpiese en la vida de los personajes, como cuando Mimo tiene que tomar ciertas decisiones profesionales, pero no era algo muy importante. El libro podría haber estado ambientado en otra época, pero teniendo en cuenta que a mí me gusta viajar en el tiempo pero no demasiado lejos porque, como te decía, el libro tiene que hablarnos del ahora, debe tener esa actualidad. Tengo la teoría de que cuando hablas a la gente de una época en la que sus abuelos estaban vivos, para ellos es algo que todavía existe. Pero si los llevas al Renacimiento, eso ya es ficción, no existe, es capa y espada. Hay épocas que adoro, especialmente por el arte, pero no me veo escribiendo un libro sobre el Renacimiento. Tendría la impresión de que estaría demasiado desconectado de los desafíos contemporáneos.
—Cuando ganaste el premio Goncourt, se señaló que tu novela representaba el triunfo de la imaginación frente a otras obras candidatas en las que primaba la autoficción. En tu novela, al principio de su amistad, Viola le presta libros a Mimo para que aumente sus conocimientos, y dice Mimo: «Viola tenía la habilidad de alternar obras fáciles y difíciles tanto con ilustraciones como sin ellas. A veces incluso me dejaba una novela, ya que me había diagnosticado un “déficit agudo de imaginación”». ¿Qué opinas de la autoficción? ¿Crees que los escritores que la practican tienen un déficit agudo de imaginación?
—(Risas) Menos mal que no estoy en Francia, así no me haré tantos enemigos. Creo que hay lugar para la autoficción, pero lo que me irritó con el Goncourt es que, de repente, el hecho de escribir una novela novelesca y de contar una historia era casi un insulto a la literatura. Hay una dictadura de la autoficción, y con eso sí que tengo un problema, pero no son tanto los autores de autoficción los que mantienen esta dictadura como sus amigos, los pequeños círculos de periodistas parisinos, que son casi los únicos que leen sus libros. ¿Carece de imaginación un autor de autoficción? Sin duda. ¿Es eso un defecto? No necesariamente. Se puede hacer un libro muy bueno con autoficción. El problema con la autoficción es que una vez, vale. Pero dos veces, ya está bien, ya lo hemos comprendido. A mí me podría ir un autor que fuese alternando ficción y autoficción. En realidad, detesto los dogmas y los preceptos, así que no te voy a decir que la única literatura es la novelesca. Hay muchas formas de literatura. Hay una cosa que me molestó mucho, aunque más que molestarme fue gracioso por toda la mala fe que pusieron. Siempre que hay un bando que no gana el Goncourt, van a buscar lo que sea contra el ganador. Tú has empezado tu entrevista diciendo que mi novela era una obra maestra, pero la revista francesa Les Inrockuptibles dijo que era una novela de quiosco, y ahí me dije: “Un momento, puede no gustarte lo que he escrito, pero no vengas a decirme que es una novela de quiosco solo porque piensas que la literatura se define por su forma, cuando se define por su fondo”. Yo, sin duda, tengo el culto de la ficción. Los escritores tenemos a nuestra disposición el color, la materia, el infinito y la imaginación, que es nuestra herramienta. Así que me parece una lástima que un escritor no tenga imaginación. Vamos a formular la pregunta de otra forma. Si yo te digo: “Soy artista y no tengo imaginación”. Tú me dirás: “Olvídate de la escritura, cambia de trabajo”. No tengo nada más que decir. Bueno, sí, te diré algo más: si un escritor escribe buena autoficción, en realidad es porque tiene imaginación y consigue convertir su texto en universal. No tengo nada contra la autoficción, pero sí contra la autoficción que solo habla del autor. Yo en mi libro hablo de gente que no eres tú, pero creo que cuando lo lees dices: “Habla de mí en cierta forma”. Una buena autoficción debe hablar del otro, del lector, y convertirse en universal, pero hay pocas autoficciones que lo consigan.
—Uno de los aspectos más destacables de tu novela es precisamente que está llena de sorpresas. Cada tres o cuatro páginas consigues sorprender al lector.
—Es algo que no había calculado, aunque había estado preparando la estructura. Me di cuenta, por ejemplo, de que la estatura de Mimo podía ser una sorpresa. Por eso me gusta que la gente no sepa nada sobre el libro, aunque es bastante difícil, porque se ha hablado mucho de él. Intento decir lo menos posible porque me gustaría que los lectores lo viviesen como yo lo escribí, porque yo mismo no tenía previsto revelar así esta característica de Mimo. Podría haberlo dicho en la primera página. Sí que sabía cuáles eran los primeros capítulos: en el capítulo uno se muere en la abadía, en el capítulo dos es él quien habla… y podría haber dicho en cualquier momento que era enano. Pero lo hago más tarde, y de esta forma es algo que llega, como me llegó a mí, como una sorpresa. Yo iba descubriendo estas sorpresas, que es algo que adoro, y también es fantástico para el lector. Para mí un libro tiene que ser como la vida. Y la vida son sorpresas. Buenas o malas.
—¿Por qué el personaje de Mimo es un enano? ¿Es un recurso literario para que no pudiese ser llamado a filas?
—No, porque Mimo en 1914 tiene 12 años, así que…
—Me refería a la Segunda Guerra Mundial.
—Ah, sí. Buena pregunta, pero no. A Mimo simplemente lo vi así. Fue como en las ruedas de reconocimiento policiales de las películas americanas. Yo siempre estoy observando cosas que pueden ser reales o que están en mi mente. Veo pasar a gente de todas las estaturas y de todos los colores. Y al verlo, me dije: “Es él”. Creo que fue porque me encantan los antihéroes, los outsiders, como lo era yo en el Goncourt, que nadie apostaba por mí hasta una semana antes del premio. Me encantaba esa posición y de hecho pensaba que era la única oportunidad que tenía de ganarlo. Me gusta también esa noción de humildad: “Trabaja, no te hagas notar, tal vez algún día lo consigas, pero no importa mucho en cualquier caso, así que haz tu trabajo e intenta hacerlo bien, porque eso es lo importante». Me encantaba la idea de un tipo al que nadie iba a ayudar, sino que, al contrario, la mirada de los otros lo iba a rebajar, a pesar de tener más talento que el 99% de la humanidad. También me gustaba que partiese de muy bajo para llegar muy alto, y ahí había una traducción física de ese “muy bajo”. Creo que eso fue lo que me gustó, darle un destino aún más heroico que mereciese aún más el genio del que lo quería dotar.
—Mimo se llama en realidad Michelangelo. Su madre lo llamó así en honor de Michelangelo Buonarroti, como si ese nombre pudiese ayudarle a convertirse en un gran escultor, cosa que efectivamente se cumple. Me pregunto si a ti, que además de escritor has sido guionista y director de cine, tus padres te llamaron Jean-Baptiste por Molière (Jean-Baptiste Poquelin).
—(Risas) Es la primera vez que me preguntan esto. Mis padres no querían que fuese escritor, aunque adoran la literatura y el arte y, paradójicamente, tal vez fue gracias a ellos que quise hacerme escritor. Nunca pensaron que cruzaría esa línea. Ellos eran partidarios de la exposición al arte, pero no de hacerlo. Hacerlo significaba morirse de pobreza. Lo que querían es que tuviese un buen trabajo con un buen sueldo, así que lucharon, sobre todo mi madre, para que no me hiciese escritor forzándome a hacer unos estudios serios, hasta que dije: “Bueno, ya está bien, ahora voy a hacer lo que yo quiero”. Así que no creo que me llamasen Jean-Baptiste por eso.
—¿Qué estudiaste?
—Ciencias Políticas y Comercio. Repetí dos veces. En vez de acabar en cinco años, acabé en siete.
—¿Siempre quisiste ser escritor?
—Sí. Espera, que aquí en el móvil tengo el primer texto que creo que escribí. Lo encontré hace poco.
—¿A qué edad lo escribiste?
—A los siete años. Se llama El osito perdido y las palabras ocupan toda la página. Dice así: Había una vez un osito que no tenía nada para comer y que se dirigió al río. Y aquí se acaba. Está escrito un poco torcido y con faltas de ortografía, pero es la primera manifestación arqueológica de mis ganas de escribir. También recuerdo que a los nueve años le dije a mi familia que quería ser poeta. De eso estoy seguro. Escribí un poema y se lo llevé a mi maestra y le dije: “Pienso que habría que estudiar mi poema en clase”. Ahí ya ves claramente que tenía una cierta ambición. Ese fue el primer paso consciente y, a partir de ahí, siempre escribí en casa y hacía pequeñas obras de teatro, como hacen muchos niños, y me gustaba enormemente. Después, en la adolescencia monté un grupo de teatro durante cuatro años en el instituto. Un año antes de acabar mis estudios encontré un trabajo de traductor, y ahí les dije a mis padres: “Voy a acabar mis estudios, pero ahora soy independiente financieramente y voy a escribir de forma profesional”. Decidí optar por el cine porque la novela es tan ambiciosa y tan impresionante que necesita un poco de madurez. El cine me parecía más seguro, más cómodo, con más glamour también. Así que tomé ese camino y me puse a escribir. Traducía por la mañana y escribía por la tarde. Volví a empezar de cero. Me dije: “Ya he cumplido el contrato con mis padres, tengo unos buenos estudios, no he hecho tonterías, no he acabado en prisión, no me drogo. Ya está todo hecho y ahora voy a poder explorar lo que me interesa”.
—Y, décadas después de aquel primer cuento, aparece un oso en Cuidar de ella.
—Sí, y no he sido consciente de esto hasta la semana pasada, cuando vi esta foto que me envió mi madre. Me dirás que a los niños les gustan los osos, pero realmente es increíble pensar que mi primer texto —o al menos mi primer texto en foto, porque tal vez escribí otros— habla de un oso. Es muy curioso.
—Cuidar de ella es tu cuarta novela y he notado que dos de tus libros anteriores —el primero y el tercero— guardan similitudes con ella. En los tres casos hay una historia de amor que se inicia a una edad temprana, la chica pertenece a un entorno social más privilegiado que el del chico, y esta chica tiene una mala relación con su familia, ya que se siente tiranizada por ella. ¿Es este un tema que te persigue?
—No lo sé, porque ni siquiera me había dado cuenta de esto. De la historia de amor sí, pero no me había fijado en… Déjame que piense un momento. Viviane en la primera novela, sí… Rose en la tercera, también… y Viola, también. Joder, es verdad, pero no sé por qué. Pero sí, voy a tener que cambiar de tema (risas). Lo que está claro es que la idea de una mujer que te eleva se corresponde con mi experiencia, como mi editora, que aceptó mi primera novela después de que fuera rechazada catorce veces y que me dijo: “Es un libro genial. Este universo es el mío y quiero compartirlo con el mundo entero”. Esta persona me cambió la vida. Luego está mi esposa, que me hace ser más inteligente. Creo que en general los hombres somos bastante tontos con respecto a las mujeres. Yo admiro el combate de las mujeres, no solo porque son más inteligentes, sino porque las aplastan precisamente porque son más inteligentes y constituyen una amenaza. Y ese combate está en los tres libros. Estas mujeres elevan a los hombres, pero están en conflicto con sus familias porque sus familias no reconocen su inteligencia. En realidad, es una manifestación de lo que observo en el mundo, y es que a las mujeres inteligentes se las obstaculiza.
—¿Siempre has tenido la misma editora?
—Sí, Sophie de Sivry. Desgraciadamente se murió en mayo del año pasado, a los 64 años, y no pudo ver el Goncourt que gané en noviembre.
—Hay una pregunta que quiero hacerte desde hace meses. Anoche me terminé tu segunda novela, que era la única que me quedaba por leer, y ya dispongo de todos los elementos para poder hacértela. He descubierto que, en tus cuatro novelas, las mujeres de las que se enamoran los protagonistas tienen todas una misma característica, y es que tienen los pechos muy pequeños. ¿Esta preferencia de los protagonistas refleja una obsesión del autor?
—Esto es extraordinario. ¿Es verdad?
—Sí, sucede lo mismo con las cuatro: Viviane, Mathilde, Rose y Viola.
—Ah, Mathilde, nunca se habla de ella.
—No sale mucho en la novela. Tan solo aparece en una escena, se quita la parte de arriba y le enseña los pechos al protagonista. Y son pequeños.
—Sí, de eso me acuerdo, pero ¿con las demás hablo también de esto?
—De Viola dices que prácticamente son inexistentes.
—Sí, me acuerdo.
—De Rose también dices que son casi inexistentes.
—¿De verdad?
—Y de Viviane también dices que son pequeños.
—¿En serio?
—Las cuatro.
—Esto es increíble. Pues voy a explicarte por qué. A mí me gusta escribir sobre la base de una emoción, no sobre la base del intelecto. Imagino a partir de un material. Si hablo de la naturaleza, por ejemplo, hablaré de una naturaleza que me conmueve, como la montaña, por ejemplo. Me costaría describir de Normandía o de algunos rincones de Francia que no me conmueven. Todas las chicas que has mencionado están inspiradas en una única chica, de la que estaba locamente enamorado en la escuela cuando tenía doce años y que fue mi primera historia de amor. Cuando digo “historia de amor”, es mucho decir porque jamás le dije que estaba enamorado del miedo que tenía, así que fantaseé con ella durante un año. Era la chica más bonita del mundo para mí. Tenía trece años y era ultrafemenina, a pesar de que era muy delgada, filiforme, y de que llevaba un corte un poco masculino, con el pelo corto y muy rubio. Lo del pelo rubio no lo he conservado en mis libros. Tenía un rostro muy fino y era casi andrógina, y al mismo tiempo muy femenina. Se veía que era una mujer, pero no era de esas mujeres sensuales. Y te diré que a mí eso me importa un bledo, y que me puedo sentir también atraído por mujeres sensuales con curvas. A mí eso me da igual. No es una fantasía que yo tenga, sino que simplemente es de esa emoción con aquella chica de donde yo extraigo el material para componer esas escenas en las que el protagonista está en contacto con la chica, porque es una emoción que sigue intacta en mí. Ya no estoy enamorado de ella, pero recuerdo lo que era ese sentimiento, y la describo como era cuando la conocí, cambiando algunas características. Pero es extraordinario lo que me has dicho, porque no era para nada consciente de esto.
—Yo creo, Jean-Baptiste, que esa chica a la que tanto quisiste se merece que su nombre aparezca en esta entrevista.
—No te lo puedo decir. Nunca se lo he dicho a nadie. Te lo digo si no se lo dices a nadie.
—De acuerdo.
***
Jean-Baptiste me dice el nombre, y yo, que tengo con él un pacto entre caballeros, no os lo puedo revelar. Pero es un nombre precioso.
***
—Hablemos de Viola, que es un personaje fascinante. Da la impresión de que es superdotada. Cuando diseña su máquina voladora, busca solventar las deficiencias de la que creó Leonardo da Vinci, y Mimo dice de ella: «Viola era, dicho sea de paso, la única persona, que yo sepa, capaz de criticar al mayor genio del Renacimiento sin parecer arrogante». Viola es una persona de grandes cualidades, pero que no puede vivir la vida que desea.
—Creo que los hombres no somos plenamente conscientes de que, todavía hoy, a una mujer le resulta más difícil expresar su inteligencia que a un hombre, y que una mujer inteligente tendrá más dificultades para avanzar en la vida que un hombre menos competente, y eso es Viola. Hay una especie de imposición sexista en algunas mujeres, incluso en mujeres ultrafeministas, que ellas mismas no logran identificar como imposición sexista porque es algo que viene de muy lejos, de siglos de opresión. Es una imposición que dice: “Este no es lugar para ti”. Es algo que he observado a mi alrededor: mujeres muy feministas, brillantes y libres que, sin embargo, no se permitían ir a ciertos lugares en los que yo tenía las puertas abiertas. Y cuando yo les preguntaba por qué, me decían: “No puedo, no soy capaz”, y no es verdad, eran capaces de todo. Así es como construí a Viola y esto es lo que me interesaba en esta novela, la idea de que una mujer debe enfrentarse a un demonio que no tiene rostro, que no tiene forma, y que te dice: “Tú no vales”. Es un combate épico y terrible, muy silencioso y casi inconsciente. Por eso hay un momento en que Viola se casa y capitula, por ese impulso profundamente anclado en ella que dice: “No es posible, tengo que hacer como todo el mundo.” Eso te indica hasta qué punto ese demonio está solapado, y eso me resultaba fascinante.
—Cuando Mimo llega a la estación de Savone Letimbro para tomar el tren a Florencia, dice: «Vivíamos una época en la que las estaciones de tren eran hermosas». ¿Vivimos en una época que ha perdido el sentido de la belleza?
—Absolutamente. La belleza sigue existiendo, pero hemos perdido la capacidad de verla por la agitación de la actualidad y por el reinado de la imagen angustiosa, que genera aún más angustia y que, por un mecanismo perverso, te hace clicar y mirar todavía más imágenes angustiosas. Si abres la página de cualquier periódico, no vas a ver ningún artículo que te diga: “Genial, la cosa va muy bien”. Vamos a hacer la prueba, porque me juré que la haría delante de un periodista. Vamos a abrir The Guardian y vamos a estudiar el lenguaje. Mira: Scholz endurece su posición sobre las deportaciones en plena lucha con la extrema derecha al acercarse las elecciones europeas. Fíjate en las palabras: endurece, deportaciones, lucha, extrema derecha. Es un titular de una violencia increíble. Y si miramos el resto de noticias, es todo igual. Vivimos por tanto en una época que nos sobreexpone a la negrura y ya no vemos la belleza que está ahí cada día. Y cuando hablo de belleza, no es algo ingenuo. Es la luz de los gestos cotidianos, de los progresos de la humanidad, de las cosas formidables que se hacen. Aparte de esto, yo no soy anticapitalista, pero el capitalismo tiene sus excesos y todo se hace al menor coste para maximizar las ganancias. Por tanto, hoy en día, las estaciones no se suelen hacer de la forma más bonita. Ya no hay ese gasto en el lujo y en la belleza que se hacía antiguamente. En realidad, no es del todo cierto que vivamos en una época con menos belleza, porque hoy una ciudad puede tener torres horribles, pero antiguamente, además de los palacios, había gente que vivía en chozas miserables. No vivimos por tanto en una época más fea, sino que hemos perdido de forma dramática la capacidad de mirar esa belleza, al mismo tiempo que, paradójicamente, tenemos más acceso a los museos y a la cultura. Es muy importante para mí trabajar esto, pero no de forma ingenua, porque la negrura existe y está ahí. Tampoco hay que hacer todo lo contrario y exponerse solo a la belleza y vivir en un mundo candoroso.
—Hay un momento en que el escultor Filippo Metti le dice a Mimo: «Lo importante no es lo que esculpes, sino por qué lo haces. ¿Te has hecho esa pregunta? ¿Qué es esculpir? Y no me respondas “romper piedra para darle forma”. Sabes muy bien a qué me refiero». ¿Tú por qué escribes? ¿Y qué es escribir? Y no me respondas “poner una palabra después de la otra”. Sabes muy bien a qué me refiero.
—(Risas) Pues te diré que respondí a esa pregunta al final del libro y lo sabes. Aparte de eso, no sé por qué tengo la necesidad de escribir. Quiero contar historias. Pienso que hay algo sagrado en el hecho de hacerlo, pero no sé por qué. Por unirlo con lo que te he dicho antes sobre la belleza, te diré que el rol del escritor, si debo definirlo —aunque desconfío de las definiciones—, es hacer visible lo invisible, y esto es muy amplio porque hay muchas cosas invisibles. Creo que escribo por eso.
—Hay un final de capítulo en que Mimo dice: «Mi tío Alberto nunca fue un gran escultor. Esa es la razón de que yo fuese mediocre durante mucho tiempo. Porque creí, por su culpa, y sordo a la única voz que me decía lo contrario, que la piedra buena existía. No hay piedra buena. Lo sé porque pasé años buscándola. Hasta que me di cuenta de que solo tenía que agacharme y recoger la que se encontraba a mis pies». ¿Esta visión de la escultura se corresponde con tu visión de la literatura?
—Sí, se corresponde con mi visión de cualquier forma de arte. Creo que el genio está en nosotros y que después debemos alimentarlo. Algunos lo llevarán a su más alto nivel y otros lo ahogarán y se envilecerán. Creo que debemos ser humildes con respecto a nuestro oficio. Mucha gente me dice: “Qué bien, no has cambiado con el Goncourt”. Yo creo que hay mucha gente que no cambia con el Goncourt, y los que cambian es porque en realidad eran así antes y por tanto no han cambiado. Tenemos suerte de dedicarnos a este oficio y, como te decía, hay que agachar la cabeza y trabajar, porque el trabajo es lo que nos permitirá tomar algo muy simple y hacerlo hermoso, o cambiar nuestra mirada y ver la belleza en algo muy simple.
—Cuando Mimo está en el apogeo de su fama, le dicen que hay otro escultor, Giacometti, que lo detesta porque lo admira. A él esto no le parece lógico, y le contestan: «Tiene toda la lógica del mundo. ¿Por qué detestar a alguien que nunca va a hacerte sombra? Admirar a alguien es detestarlo un poco y viceversa. Beethoven detestaba a Haydn, Schiaparelli detesta a Chanel, Hemingway detesta a Faulkner». ¿Cuáles son los autores que detestas porque los admiras?
—Esta es la mejor entrevista que me han hecho. Yo diría Umberto Eco, Erri de Luca… A Jaume Cabré también lo detesto porque me encantó Yo confieso. No es que los deteste, sino que es más un sentimiento de envidia, de preguntarte: “¿Cómo ha podido hacer esto?” Hay una rivalidad artística cuando alguien tiene éxito, pero en este caso son más bien ganas de ser como ellos, una envidia que en realidad no es muy fuerte. A quienes detesto de verdad es a los que tienen éxito sin merecerlo. Eso sí que lo llevo mal.
—Hay un aspecto muy interesante en el libro, que es el de la relación entre el arte y el poder. Cuando se produce el ascenso de Mussolini y asesinan a Matteotti, dice Mimo: «Viví esos acontecimientos con desapego. Yo era un artista y no iba yo, con mi metro cuarenta de altura, a influir en el curso de lo que fuera». Más adelante, cuando Viola le pide que no haga la escultura de El hombre nuevo, le responde: «Yo no me meto en política. Te lo he dicho mil veces». E incluso hay un momento en que le dice a Viola: «Tú odias este régimen. Pero ha sido bueno para mí». ¿Debe el artista tener un compromiso social o político?
—No, el artista no debe nada de nada. Ahora bien, si se ve obligado a elegir —como es el caso, porque le proponen un encargo—, entonces debe elegir el bando correcto. Cuando Mimo dice que se dedica al arte y no a la política, ahí es un cobarde, porque en una época en la que no hay grandes desafíos políticos, sí que puedes decir eso. Pero cuando se presentan varias opciones drásticas sobre el tipo de sociedad, no puedes abstraerte de eso. Y dado que el arte es la expresión de la libertad absoluta, si el artista vive en una época de grandes cambios y se ve obligado a decantarse por una de esas opciones, espero que elija el bando de la libertad. Pero aparte de esto, no creo que la razón de existir del artista sea política. El artista está, en cierta forma, por encima de todo eso. De hecho, te diría que una obra de arte que tuviese como principal objetivo un gesto político está incompleta. Una gran obra de arte mezcla la política, la religión, el entretenimiento, la técnica… Esto es lo que hace que sea una gran obra de arte, que es todo a la vez.
—Todas las esculturas que hace Mimo son fascinantes, incluyendo las que crea para el régimen fascista.
—En realidad, cuando Mimo hace esculturas para el fascismo no las describo. Las únicas de las que hablo son las del Palazzo delle Poste. Digo que hizo unas grandes esculturas a un lado y que fueron destruidas. Ahí me tomo una libertad histórica, porque hubo un escultor de verdad que las hizo, pero nunca he podido identificarlo, así que se las atribuí a Mimo. Pero no las describo porque me interesan menos que las otras esculturas que hace, y creo que inconscientemente me decía: “No puede estar tan inspirado con estas como con las otras”.
—Pero la de El hombre nuevo sí que la describes.
—Sí, pero al final no la hace, porque usa ese mármol para hacer la Pietà.
—Pero tiene el genio para hacerla.
—Sí, pero no la llega a hacer, así que no sabes si en verdad estaría tan bien como la proyecta. De hecho, cuando describo esa estatua y digo que estará sobre un pie, fue un proceso intelectual en el que no sentí la misma emoción que con las otras estatuas, que describo con mucha más ternura, aunque esto es algo que el lector no puede saber. Pero con esta me dije: “Vale, estará sobre un pie”, y pasé rápido a otra cosa.
—Hay un momento en que dice Mimo: «¿Cuántas noches había pasado, borracho como una cuba, diciéndome que la verdadera vida estaba allí, en una ciudad eterna que giraba a mi alrededor a mil por hora? Lejos de su casa, Viola me daba una nueva lección: la verdadera vida estaba en los libros». ¿Suscribes está última frase?
—Estoy convencido de ello, y lo que me llevó a esta frase fue un hombre que me dijo que solo leía cosas útiles, porque yo estaba sorprendido de ver que en las librerías casi todo eran mujeres. Así que un día le pregunté a un hombre: “¿No lee usted novelas?” Y me respondió: “No, solo leo cosas útiles.” Yo le dije: “¿Qué son cosas útiles?”. Y él: “Pues biografías, ensayos.” Así que resulta que los hombres y mujeres que leemos novelas estamos perdiendo el tiempo con fruslerías de fantasía e imaginación. Ahora bien, si no me equivoco, ya nadie lee ensayos ni biografías de los años 30 o 50, que no tienen ninguna actualidad y que han envejecido, pero seguimos leyendo novelas que tienen trescientos años y que nos hablan de nosotros, de nuestro mundo y de nuestros desafíos, y que tienen una enorme actualidad a pesar de que fueron escritas hace décadas o hace siglos. Así que la verdad está en los libros de ficción. La buena ficción es la verdad absoluta.
—¿Va a tener Cuidar de ella una adaptación cinematográfica?
—Sí, acabo de firmar con dos productores con los que trabajé hace diez años y en los que tengo plena confianza. Pero yo no vuelvo la vista atrás, así que no seré yo quien la dirija ni quien escriba el guion. Todavía no se ha decidido si será una película o una miniserie. Yo la veo más como miniserie.
—Para acabar, ¿me permites que te haga un vaticinio?
—Vale, puede ser interesante.
—Creo que el Goncourt no es el premio más importante que vas a recibir en tu vida. Me da que dentro de unos años tendrás que tomar un avión con destino a Estocolmo.
—(Risas) Estás loco. Ahí te confieso que soy un poco incrédulo, pero, en cualquier caso, muchas gracias, me conmueve mucho. Ni siquiera sé si algún día llegaré a escribir otra novela. Con todas las novelas me digo: “¿Cómo ha sido posible?”. Cuando escribía esta, hubo dos veces en que le dije a mi mujer: “A nadie le va a interesar, hay demasiadas cosas, nadie la va a entender”. Así que te agradezco mucho tu entusiasmo.
TITULO: Batalla de Restaurantes - Cocina - Bonito con tomate y habas ,.
Bonito con tomate y habas ,.
Un plato tradicional de la época estival con un toque especial,.
El bonito con tomate es una receta tradicional que transportará a la cocina de tu infancia, uno de los platos tradicionales de la época estival y es que en verano es la temporada de este producto. Se trata de un pescado azul por lo que es una excelente fuente de proteínas de alto valor biológico, vitaminas y minerales. Bajo en grasas saturadas y tiene un alto contenido de Omega 3.
En esta ocasión al tradicional bonito con tomate le he añadido habas, que son altamente nutritivas, contienen proteínas, vitaminas, minerales y otros antioxidantes. Un guiso muy completo, de los de siempre, que gusta a todos por su textura y al no tener espinas. Un plato de pescado ideal.
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Tiempo de preparación
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Tiempo de cocción
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Tiempo total
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Comensales
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Calorías
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Categorías
Primeros
Ingredientes
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1 kg de bonito (puedes pedirle a tu pescadero de confianza que lo limpie de espinas y lo corte en pedazos medianos)
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3 dientes de ajo
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1 pimiento verde
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1 cebolla blanca
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1 zanahoria
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800 gr de tomate triturado
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150 gr de habitas fritas en aceite
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vino albariño (un chorro generoso)
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pimentón de la Vera
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sal
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pimienta negra
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aceite de oliva virgen extra
Preparación
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Salpimentamos el bonito a tacos y doramos ligeramente en una sartén amplia. Reservamos.
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Añadir a la sartén los ajos, cebolla, pimiento verde y zanahoria todo en pequeños cubos de 1 cm o 1,5 cm aproximadamente.
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Ponemos el pimentón y acto seguido el vino. Dejar evaporar el alcohol.
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Añadimos el tomate triturado y cocinamos durante treinta o cuarenta y cinco minutos a fuego bajo.
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Trituramos toda la salsa, volvemos a verter en la sartén e incorporamos el pescado. Terminar de cocinar unos minutos.
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Rectificamos de sal y pimienta. Añadimos las habas ya escurridas.
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Decoramos con cebollino y listo para comer.
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