España a ras de cielo es un programa de televisión emitido por TVE y se estrenó el 17 de septiembre de 2013. Desde el primer programa, está presentado por Francis Lorenzo. Martes a las 22h30,.
El programa permite conocer lugar de España desconocidos y ya conocidos desde otro punto de vista. , etc.
PLANETA CALLEJA - DOMINGO - 8- Marzo ,.
Planeta Calleja es un programa de televisión de España que se emite cada domingo a las 21:30, en Cuatro de Mediaset España,. Jesús Calleja enfrentará a rostros conocidos a vivir experiencias únicas e irrepetibles fuera de su contexto habitual y en los lugares más remotos y fascinantes ., etc.
Eduardo de los Santos, un fuego en el centro de la casa,.
Me
gusta imaginar que a nuestros mitos les pasa lo que a Dios según Camus:
que, si existen, prefieren que no creamos en ellos. Porque mitificarlos
supone ya en parte quemarlos y encenderlos sin pudor allí donde
guardaban sombra. Convertirlos en fuego.
Eso es para mí el mito personal, un fuego en el centro de la casa; y suena tonto, como el amor tonto de la adolescencia sin el que no sabríamos amar, o las canciones tontas que nos acompañan por los andenes vacíos cuando nos sentimos solos, o las conversaciones tontas entre amigos a las tres de la mañana cuando nadie quiere ser el primero en irse a dormir. Los mitos son incendios grandes y brillantes a los que señalamos orgullosos porque suenan a saxofón y a blanco y negro, pero también pueden ser tímidas hogueras de un sótano secreto en el que se amontonan creepypastas de YouTube (bendita sea Mandíbula) y tiempo perdido que algún detective ajado de nuestra conciencia da por tiempo muerto hace ya mucho. Invoco ahora a Fernández Mallo y a De Cuenca, y a la supuesta miopía generacional para distinguir fuegos que tantas veces se nos ha imputado a la caterva millennial.
Yo crecí con el canon. Leí la poesía que había leído mi padre, ediciones de Losada guardadas como un tesoro. Estaban en una balda alta que solo alcanzaba subido a la tapa del piano de mi madre. Quería ser poeta. Y médico. Eso con 17, porque antes -pero no tan antes como pudiera parecer- quería ser cazador de monstruos, como Trevor Belmont de Castlevania o el Van Helsing de Stephen Sommers al que daba vida Hugh Jackman. Pero el caso es que empecé por la poesía: poesía de la experiencia, primero; poesía del silencio, después. En la universidad leí la ficción contemporánea que pensaba que había que leer: los gigantes rusos y centroeuropeos, la Generación Perdida, el Boom, los Nobel de Japón. Y Antonio Muñoz Molina y Albert Camus, a quienes podía admirar dentro y fuera de la literatura. Tiendo al inmovilismo y a la indecisión, en aquel momento de forma radical: leía a esos autores mientras mis compañeros iban a Sol y se encerraban en la facultad, porque yo no me consideraba con derecho a protestar por nada y no entendía qué pasaba, y quería entender (Hannah Arendt es de los pocos mitos filosóficos que conservo, con Blanchot). Ese inmovilismo, esa opción a la indecisión, ese tiempo de lectura y ese derecho a querer comprender antes de hablar, malentendidos como un deber universal, eran privilegios. Y yo los tenía todos.
Fue en el último año de carrera cuando decidí que quería escribir, es decir, dedicarme a escribir, publicar, hacer ese camino que parecía imposible y al que me entregué como loco durante dos años mientras entrenaba niños en fútbol (yo, que sé lo que es un fuera de juego por el FIFA), recorría bares de Madrid haciendo encuestas para una subcontrata de Mahou y trabajaba en ferias del libro con la editorial Trotta. Me había pasado al cuento y se instalaron entonces en mi vida luces intensas como fuegos de faro: Onetti, Bolaño, Duras, Modiano, Capote, Salter, Kerouac, Neil Gaiman y Alan Moore.
De la estrechez de los incendios me salvaron justo a tiempo la librería en la que trabajo y la corriente subterránea de mitomanías íntimas que con cierta edad prefería mantener en secreto. Lo primero, porque lo mejor de trabajar en una librería no es estar al día ni el descuento de librero, sino que pasas muchas horas con compañeras y compañeros que saben lo que hacen con los libros, que conocen sendas insospechadas, puertas abiertas al mundo. Lo segundo, porque siempre he sido un friki (aunque ser friki ahora sea no serlo). Me encantan los videojuegos. Me encantan tanto que en vez de jugarlos los pongo en YouTube y Twitch para no viciarme durante días, y estoy obsesionado con los desarrollados por CD Project, Ninja Theory, Blizzard y From Software. Me gusta el rol. Me gustan muchísimo los cómics y las pelis de superhéroes y el manga y las series de Gene Roddenberry y el universo expandido de Star Wars.
Aparte de esto, entre mis mitos están Leonard Cohen, Silvio, Chavela, Sabina, Janis Joplin y el Boss. Pero también Pereza, Estopa y Fito. Y Avril Lavigne. Moonriver. Pavese. Matute. Las carreteras desérticas. Las gasolineras. Tarantino. Los Wilder. Simone Weil. La noche americana. Aullido. El John Constantine de Garth Ennis. Las librerías con salas ocultas. Paul Celan y Raúl Zurita. Lady Bird. Buffy Cazavampiros. El coronel Dax. Los textos cosmogónicos y fundacionales. Macondo. Roald Dahl. Los Beat. El folk horror. Y Lovecraft. Los miyazakis de Ghibli y de Dark Souls. Supernatural. Toni Morrison. Luna Lovegood. Mis primeras ediciones de Sandman. Las obras completas de Lorca en Aguilar. True detective. Shirley Jackson. Dylan. Sapkowski. Sorrentino. Tolkien como lugar feliz. Y todo lo que trae Marian Ochoa de Eribe. Por lo demás, «don't play what's there, play what's not there»: con A love supreme nos bastaría.
Hago y rehago la lista. Es siempre pobre y presuntuosa al mismo tiempo. Pero esto es lo que intento, lo que pienso que intentamos todos: incorporar nuevos mitos a las cosas amadas para que el fuego tenga su parte, para salvarlo y así sentirnos un poco menos solos. Un poco más en casa.
Eduardo de los Santos es escritor. Su primera novela es Yas (Alfaguara).
TITULO:
Ochéntame otra vez - ¡Vamos a la huelga! ,.
El 14 de dic. de 1988 se produjo la mayor
huelga general en España. No hubo ni partidos de fútbol ni tv. Nueve
millones de trabajadores secundaron la convocatoria de los sindicatos
contra la reforma laboral del gobierno de Felipe González. El 14 de dic. de
1988 se produjo la mayor huelga general en España. No hubo ni partidos
de fútbol ni tv. Nueve millones de trabajadores secundaron la
convocatoria de los sindicatos contra la reforma laboral del gobierno de Felipe González,.
Eso es para mí el mito personal, un fuego en el centro de la casa; y suena tonto, como el amor tonto de la adolescencia sin el que no sabríamos amar, o las canciones tontas que nos acompañan por los andenes vacíos cuando nos sentimos solos, o las conversaciones tontas entre amigos a las tres de la mañana cuando nadie quiere ser el primero en irse a dormir. Los mitos son incendios grandes y brillantes a los que señalamos orgullosos porque suenan a saxofón y a blanco y negro, pero también pueden ser tímidas hogueras de un sótano secreto en el que se amontonan creepypastas de YouTube (bendita sea Mandíbula) y tiempo perdido que algún detective ajado de nuestra conciencia da por tiempo muerto hace ya mucho. Invoco ahora a Fernández Mallo y a De Cuenca, y a la supuesta miopía generacional para distinguir fuegos que tantas veces se nos ha imputado a la caterva millennial.
Yo crecí con el canon. Leí la poesía que había leído mi padre, ediciones de Losada guardadas como un tesoro. Estaban en una balda alta que solo alcanzaba subido a la tapa del piano de mi madre. Quería ser poeta. Y médico. Eso con 17, porque antes -pero no tan antes como pudiera parecer- quería ser cazador de monstruos, como Trevor Belmont de Castlevania o el Van Helsing de Stephen Sommers al que daba vida Hugh Jackman. Pero el caso es que empecé por la poesía: poesía de la experiencia, primero; poesía del silencio, después. En la universidad leí la ficción contemporánea que pensaba que había que leer: los gigantes rusos y centroeuropeos, la Generación Perdida, el Boom, los Nobel de Japón. Y Antonio Muñoz Molina y Albert Camus, a quienes podía admirar dentro y fuera de la literatura. Tiendo al inmovilismo y a la indecisión, en aquel momento de forma radical: leía a esos autores mientras mis compañeros iban a Sol y se encerraban en la facultad, porque yo no me consideraba con derecho a protestar por nada y no entendía qué pasaba, y quería entender (Hannah Arendt es de los pocos mitos filosóficos que conservo, con Blanchot). Ese inmovilismo, esa opción a la indecisión, ese tiempo de lectura y ese derecho a querer comprender antes de hablar, malentendidos como un deber universal, eran privilegios. Y yo los tenía todos.
Fue en el último año de carrera cuando decidí que quería escribir, es decir, dedicarme a escribir, publicar, hacer ese camino que parecía imposible y al que me entregué como loco durante dos años mientras entrenaba niños en fútbol (yo, que sé lo que es un fuera de juego por el FIFA), recorría bares de Madrid haciendo encuestas para una subcontrata de Mahou y trabajaba en ferias del libro con la editorial Trotta. Me había pasado al cuento y se instalaron entonces en mi vida luces intensas como fuegos de faro: Onetti, Bolaño, Duras, Modiano, Capote, Salter, Kerouac, Neil Gaiman y Alan Moore.
De la estrechez de los incendios me salvaron justo a tiempo la librería en la que trabajo y la corriente subterránea de mitomanías íntimas que con cierta edad prefería mantener en secreto. Lo primero, porque lo mejor de trabajar en una librería no es estar al día ni el descuento de librero, sino que pasas muchas horas con compañeras y compañeros que saben lo que hacen con los libros, que conocen sendas insospechadas, puertas abiertas al mundo. Lo segundo, porque siempre he sido un friki (aunque ser friki ahora sea no serlo). Me encantan los videojuegos. Me encantan tanto que en vez de jugarlos los pongo en YouTube y Twitch para no viciarme durante días, y estoy obsesionado con los desarrollados por CD Project, Ninja Theory, Blizzard y From Software. Me gusta el rol. Me gustan muchísimo los cómics y las pelis de superhéroes y el manga y las series de Gene Roddenberry y el universo expandido de Star Wars.
Aparte de esto, entre mis mitos están Leonard Cohen, Silvio, Chavela, Sabina, Janis Joplin y el Boss. Pero también Pereza, Estopa y Fito. Y Avril Lavigne. Moonriver. Pavese. Matute. Las carreteras desérticas. Las gasolineras. Tarantino. Los Wilder. Simone Weil. La noche americana. Aullido. El John Constantine de Garth Ennis. Las librerías con salas ocultas. Paul Celan y Raúl Zurita. Lady Bird. Buffy Cazavampiros. El coronel Dax. Los textos cosmogónicos y fundacionales. Macondo. Roald Dahl. Los Beat. El folk horror. Y Lovecraft. Los miyazakis de Ghibli y de Dark Souls. Supernatural. Toni Morrison. Luna Lovegood. Mis primeras ediciones de Sandman. Las obras completas de Lorca en Aguilar. True detective. Shirley Jackson. Dylan. Sapkowski. Sorrentino. Tolkien como lugar feliz. Y todo lo que trae Marian Ochoa de Eribe. Por lo demás, «don't play what's there, play what's not there»: con A love supreme nos bastaría.
Hago y rehago la lista. Es siempre pobre y presuntuosa al mismo tiempo. Pero esto es lo que intento, lo que pienso que intentamos todos: incorporar nuevos mitos a las cosas amadas para que el fuego tenga su parte, para salvarlo y así sentirnos un poco menos solos. Un poco más en casa.
Eduardo de los Santos es escritor. Su primera novela es Yas (Alfaguara).
TITULO:
Ochéntame otra vez - ¡Vamos a la huelga! ,.
Jueves -5- Marzo a las 22:35 por La 1, fotos,.
Ochéntame otra vez - ¡Vamos a la huelga!,.
TITULO: Cómo nos reímos - El verdadero origen de los primeros detectives,.
El domingo-1- Marzo a las 21:30 por La2, foto,.
El verdadero origen de los primeros detectives,.
Los
libros 'La realidad y la leyenda', de John Walton, y 'Todo lo oye, todo
lo ve, todo lo sabe', de José Luis Ibáñez, descubren la historia y los
misterios de los investigadores privados primigenios
«Así que es usted un detective... No sabía que existiesen realmente, excepto en los libros; o bien que eran grasientos hombrecitos espiando alrededor de los hoteles». Así saluda a Philip Marlowe una de sus explosivas clientes en El sueño eterno,
y así hemos conocido a los de su calaña, como iconos procedentes de la
ficción o como «grasientos hombrecitos» que se ganan la vida husmeando
en secretos ajenos. Pero los detectives privados son y han sido mucho
más que eso, como se encargan de poner en evidencia dos libros recién
publicados: Detectives. La realidad y la leyenda (RBA), de John Walton, y Todo lo oye, todo lo ve, todo lo sabe (Espasa), de José Luis Ibáñez. Ambos
exploran, cada uno a su manera, la historia real de aquellos pioneros
que, según Walton, «ha sido silenciada, suprimida y sustituida por la
ficción».
Conocemos a los detectives privados
desde mediados del siglo XIX, inmortalizados como sesudos analistas que
resuelven casos de creciente complejidad. ¿Sus armas? Su insólita
capacidad de deducción, una frialdad analítica a prueba de los más
insondables misterios y una curiosidad insaciable. Se llamaban Auguste Dupin y Sherlock Holmes y, gracias al genio literario de Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, dieron
carta de naturaleza al género detectivesco. Pero no surgieron de la
nada: se miraban en el espejo de detectives reales como François-Eugene Vidocq,
que pasó de famoso criminal a jefe policial, hasta que en 1827 se
convirtiera en el primer fundador de una agencia de detectives privados.
Las memorias de Vidocq, como cuenta John Walton, convirtieron en
referencia ineludible a un hombre que «combinaba en una sola persona orden y desorden, policía y crimen, trabajo sucio y alta política».En Francia, pero también en Gran Bretaña y Estados Unidos, las agencias de detectives privados fueron llenando el vacío que dejaban unas fuerzas policiales descentralizadas, a menudo corruptas y con escaso presupuesto. Poco a poco, tanto en la literatura como en el imaginario popular, el detective desplazó al denodado sheriff americano como arquetipo de la justicia de mano dura. Sus trabajos más habituales eran la seguridad privada, las disputas matrimoniales o ejerciendo de «rompehuelgas», en un momento en el que se sucedían las reivindicaciones sindicales para conseguir mejoras en las condiciones laborales. También llegaron a ser conocidos como los «discípulos del diablo», un mal necesario en casos que los agentes de la ley eran incapaces de resolver o en los que preferían no inmiscuirse.
En Estados Unidos, las agencias de detectives de Allan Pinkerton y William J. Burns, grandes rivales que expandieron sus respectivos negocios con sucursales por medio mundo, se convirtieron casi en un quinto poder. Antiguos policías, soldados y criminales de poca monta se unieron a sus filas, mientras se desarrollaban técnicas y métodos revolucionarios, como el reconocimiento a través de las huellas dactilares, que permitían la resolución de casos debidamente adornados en los informes que presentaban a sus clientes y en libros escritos por negros literarios para lavar su reputación.
El caso español
Para José Luis Ibáñez, habituado a las argucias detectivescas como periodista, guionista y novelista, la de los «ojos privados» españoles es una historia incompleta, casi desconocida antes de los años 50. Ante la escasez de información sobre los Vidocq, Pinkerton y Burns españoles, se lanzó a seguir la pista de los pioneros de la profesión en nuestro país aprovechando la digitalización de archivos, sentencias y prensa de la época. «Como en las películas en las que van avanzando por la selva apartando la maleza», admite Ibáñez por teléfono, «encontré un maravilloso valle escondido: una profesión con unos personajes que parecen salidos de la ficción y casos que hoy día serían inviables para cualquier detective. Poco a poco, durante los cinco años de investigación, he ido tirando de sentencias, visitando tiendas de anticuarios en busca de documentación, entrando en las hemerotecas... Todas las profesiones tienen un pasado y el de los detectives privados estaba borrado, olvidado».De sus pesquisas surgen perfiles como el de Antonio de Nait. Políglota, mujeriego y gourmet, este hijo de un empresario gasista francés fundó en Barcelona la agencia American Office en torno a 1909 y durante la Primera Guerra Mundial se convirtió en jefe operativo de los servicios secretos galos en Barcelona. Su misión principal consistía en neutralizar a los espías alemanes que notificaban a sus submarinos la salida de buques mercantes desde el puerto para hundirlos en alta mar. «Él era republicano, así que durante la Guerra Civil se dedicó a romper claves de cifrado franquistas y robar planos militares. Es un hombre con un increíble perfil de aventurero-espía-detective», señala Ibáñez. Su caso más sonado consistió en perseguir y desenmascarar a un empleado de banca y dos de sus compinches, que habían estafado 200.000 pesetas al Banco Hispano-Suizo. De Nait los cazó después de recorrer más de 20.000 kilómetros en tren y barco, de París a Cuba pasando por Nueva York y México.
También ocupan un lugar destacado entre aquellos primeros detectives españoles personajes como Enrique Cazeneuve, autor de Detectivismo práctico, el primer manual de la profesión en todo el mundo, o Ramón Fernández-Luna, comisario de la Brigada de Investigación Criminal, más conocido como el Sherlock Holmes español. «Era un hombre con una memoria fotográfica, se había formado en anatomía forense, identificación criminal y medicina, y le encantaba epatar a la gente con sus deducciones a partir de pistas minúsculas. Se tiraba al suelo con una lupa u olía un pañuelo de un tipo asesinado para averiguar dónde había estado antes de morir».
Ellos son sólo algunos de los ilustres antecesores profesionales de los cerca de 4.500 detectives acreditados que operan hoy día en España, herederos en buena medida de aquellos pioneros que dieron forma a una profesión todavía hoy envuelta en misterio, olor a whisky y humo de tabaco.
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