BLOC CULTURAL,

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domingo, 19 de abril de 2015

EL BLOC DEL CARTERO, MAYWEATHER VS. PACQUIAO, EL COMBATE DEL SIGLO,. / LA CARTA DE LA SEMANA, EL FRACASADO CERVANTES,./ SILENCIO POR FAVOR, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XLII),.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, MAYWEATHER VS. PACQUIAO, EL COMBATE DEL SIGLO,.

Pacquiao vs Mayweather: la 'pelea del siglo' será transmitida por Latina

El combate entre ‘Pacman’ y ‘Money’ llegará a todo el país en exclusiva por la señal abierta.

La pelea entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao se transmitirá en Latina. (Getty)
La pelea entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao se transmitirá en Latina.foto
Si tu preocupación era en que canal ibas a ver la pelea entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao, esto se acabó. La ‘pelea del siglo’ será transmitida en exclusiva para todo el país a través de la señal de Latina.
De hecho, esta noticia alegrará a los fanáticos peruanos del buen boxeo. El combate entre Floyd Mayweather y Manny Pacquio será uno de los eventos deportivos más esperados de los últimos tiempos.
Este gran evento que se realizará el próximo 2 se transmitirá a partir de las 11:00 p.m. (hora peruana). Ojo que también podrás disfrutar de todas las peleas preliminares de la velada boxística.
Así que si no tienes billete para viajar hasta Las Vegas y ver la ‘pelea del siglo’. Tendrás la oportunidad de disfrutarlo desde la comodidad de tu casa y totalmente gratis. Será una ‘mechaza’.
EL DATO: Las entradas para el combate entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao tendrán un precio más alto de 22 mil dólares antes de la reventa.

TÍTULO:  LA CARTA DE LA SEMANA, EL FRACASADO CERVANTES,.

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Sobrecoge comprobar que la vida de Miguel de Cervantes fue un epítome del fracaso. Lo fue en su circunstancia más puramente biográfica: oscuramente perseguido por la justicia en la juventud y obligado a pasarse a Italia; herido en legendarias batallas que sin embargo no redundarían en su gloria; cautivo durante cinco años en Argel, donde habría de pasar penalidades sin cuento; solicitante perpetuo de puestos administrativos de medio pelo; acechado siempre por las deudas y las inmundicias familiares, que trataba de disfrazar con un rebozo de dignidad pobretona. Hay un episodio especialmente desolador que compendia todo este estropicio vital: cuando quiso pasar a Indias, Cervantes escribió un memorial al Rey, invocando las razones por las que se creía merecedor de algún cargo subalterno en aquellas tierras; el memorial fue remitido por el Rey al Consejo de Indias, que ni siquiera se molestó en mirarlo y lo despachó con una nota sarcástica: «Busque por acá en qué se le haga merced». A él, que había buscado toda la vida sin hallar jamás ni la merced de una migaja.
Y si lacerantes son sus episodios biográficos, mucho más aún sus postulaciones literarias. Especial mención merecen sus esfuerzos por mendigar la protección del conde de Lemos, un memo (hoy hubiese sido un ministro pintiparado) que alcanzó el virreinato de Nápoles, protector de poetas y literatos. Cervantes lo lisonjeó en vano, con la esperanza de obtener algún cargo; y cuando pretendió incorporarse a su corte napolitana fue mil veces rechazado. A la postre, sólo conseguiría que Lemos le pasase casi a escondidas una pensión miserable, una suerte de limosna. Claro que, si alguien se lo hubiese reprochado, Lemos podría haberse defendido alegando que Cervantes era considerado por todos sus colegas un «ingenio lego», un mero romancista en lengua vulgar, sin conocimientos de latín, filosofía ni teología, cuyo mayor logro era haber escrito un libro estrafalario de burlas chocarreras. Nadie entonces se dio cuenta de que, bajo su apariencia cómica, aquella obra había radiografiado el alma española; y que muchos siglos después, cuando esa alma ya hubiese sido triturada y reducida a fosfatina, podríamos imaginar cómo fue en el pasado, con tan sólo leerlo.
Cervantes buscó la fama con desesperación casi irrisoria, afanoso de pulsar la tecla del éxito. Como narrador probó todos los géneros en boga, de la novela pastoril a la novela bizantina; insistió machaconamente en el teatro, que siempre le salió acartonado y plúmbeo; y él mismo nos confesó en su Viaje al Parnaso, con palabras teñidas de melancolía, su falta de gracia para la composición poética: «Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo». Confesión conmovedora en la que «gracia» significa la capacidad para que los versos broten fáciles de la pluma, con esa divina naturalidad con que le brotaban a Lope; y también la garra para prender en la memoria de quien los lee o escucha; y que a través de esos versos se comunique de alma a alma el misterio de la vida.
No lo consiguió con ninguno de sus versos. Pero, sin tener la «gracia» del poeta, iba a procurarnos la más alta creación espiritual de nuestra literatura, iba a iluminar poéticamente el alma española, buceando en sus recovecos más profundos, en sus cerrilismos y grandezas. En su intimidad desalentada, cuando la gloria siempre codiciada ya había escapado definitivamente de sus manos, quizá Cervantes no tuviese conciencia verdadera de lo que había escrito, ni de su inmensa superioridad dolorosa superioridad sobre todos sus contemporáneos. Un lisiado y pobre hombre, fracasado y abrumado por la desgracia, siempre roído de pesadumbres y miserias, había compuesto la más inmortal obra de nuestra literatura. Resulta angustioso imaginar qué sería de España sin esta obra: si la locura de Cristo redime al género humano, la locura de don Quijote redime a los españoles y les devuelve el sentido de la lucha caballerosa por el ideal, la ambición de justicia y de belleza, los altos pensamientos, el humor que no deja en las almas la huella amarga del rencor.
De todo esto ya casi nada queda, pues España, cuatro siglos después de que el Quijote fuera publicado, es un mogollón informe de gentes que han sido minuciosamente desalmadas; donde la honradez y la caballerosidad vuelven a ser locura; y en donde sólo medran los listos y los aprovechados. Es, en definitiva, una España en la que Cervantes, de volver a nacer, volvería a fracasar; una España que, si naciese otro Cervantes, no lo sabría distinguir. 

TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XLII),.

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La escabechina de la Independencia, que en Cataluña llamaron del Francés, fue una carnicería, atroz, larga y densa, españolísima de maneras, con sus puntitos de guerra civil sobre todo al principio, cuando los bandos no estaban del todo claros. Luego ya se fue definiendo, masa de patriotas por una parte y, por la otra, españoles afrancesados con tropas -de grado o a la fuerza- leales al rey francés Pepe Botella, que eran menos pero estaban con los gabachos, que eran los más fuertes. En cuanto al estilo, que como digo fue muy nuestro, el mejor corresponsal de guerra que hubo nunca, Francisco de Goya, dejó fiel constancia de todo aquel desparrame en su estremecedora serie de grabados Los desastres de la guerra; así que, si les echan ustedes un vistazo -están en internet-, me ahorran a mí muchas explicaciones sobre cómo actuaron ambas partes. Napoleón, que había puesto a toda Europa de rodillas, creía que esto iba a solventarlo con cuatro cañonazos; pero estaba lejos de conocer el percal. En los primeros momentos, con toda España sublevada, los franceses las pasaron canutas y se comieron en Bailén una derrota como el sombrero de Jorge Negrete, dejando allí 20.000 prisioneros. Tomar Zaragoza y Gerona, que se defendieron a sangre y fuego cual gatos panza arriba, también les costó sangrientos y largos asedios. Tan chunga se puso la cosa que el propio Napoleón tuvo que venir a España a dirigir las operaciones, tomar Somosierra y entrar en Madrid, de donde su hermano Pepe, ante la proximidad de las tropas patriotas españolas, había tenido que salir ciscando leches. Al fin los ejércitos imperiales se fueron haciendo dueños del paisaje, aunque hubo ciudades donde no pudieron entrar o estuvieron ocupándolas muy poco tiempo. La que nunca llegaron a pisar fue Cádiz, allí en la otra punta, que atrincherada en lo suyo resistió durante toda la guerra, y donde fueron a refugiarse el gobierno patriota y los restos de los destrozados ejércitos españoles. Sin embargo, aunque España, más o menos, estaba oficialmente bajo dominio francés, lo cierto es que buena parte nunca lo estuvo del todo, pues surgió una modalidad de combate tan española, tan nuestra, que hoy los diccionarios extranjeros se refieren a ella con la palabra española: guerrilla. Los guerrilleros eran gente dura y bronca: bandoleros, campesinos, contrabandistas y gente así, lo mejor de cada casa, sobre todo al principio. Fulanos desesperados que no tragaban a los gabachos o tenían cuentas pendientes porque les habían quemado la casa, violado a la mujer y atrocidades de esa clase. Luego ya se fue sumando más gente, incluidos muchos desertores de los ejércitos regulares que los franceses solían derrotar casi siempre cuando había batallas en campo abierto, porque lo nuestro era un descojono de disciplina y organización; pero que luego, después de cada derrota, de correr por los campos o refugiarse en la sierra, volvían a reunirse y peleaban de nuevo, incansables, supliendo la falta de medios y de encuadramiento militar con esa mala leche, ese valor suicida y ese odio contumaz que tienen los españoles cuando algo o alguien se les atraviesa en el gaznate. Así, la guerra de la Independencia fue, sobre todo, una sucesión de derrotas militares que a los españoles parecían importarles un huevo, pues siempre estaban dispuestos para la siguiente. Y de ese modo, entre ejércitos regulares desorganizados y con poco éxito, pero tenaces hasta el disparate, y guerrilleros feroces que infestaban los campos y caminos, sacándole literalmente las tripas al franchute que pillaban aparte, los invasores dormían con un ojo abierto y vivían en angustia permanente, en plan americanos en Iraq, con pequeñas guarniciones atrincheradas en ciudades y fortines de los que no salían más que en mogollón y sin fiarse ni de su padre. Aquello era una pesadilla con música de Paco de Lucía. Imaginen, por ejemplo, el estado de ánimo de ese correo francés a caballo, Dupont o como se llamara el desgraciado, galopando solo por Despeñaperros, tocotoc, tocotoc, mirando acojonado hacia arriba, a las alturas del desfiladero, cayéndole el sudor por el cogote, loco por llegar a Madrid, entregar el despacho, tomarse una tila y luego relajarse en un puticlub, cuando de pronto ve que le sale al camino una partida de fulanos morenos y bajitos cubiertos de medallas religiosas y escapularios, con patillas, trabucos, navajas y una sonrisa a lo Curro Jiménez que le dicen: «Oye, criatura, báhate der cabayo que vamo a converzá un rato». Ahí, en el mejor de los casos, el gabacho se moría de infarto, él solo, ahorrándose lo que venía luego. A algunos se les oía gritar durante días. [Continuará].

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