TITULO: VIVA LA VIDA - Óscar Aibar - Un móvil que no existe ,. SABADO - 17 - Agosto ,.
El sabado - 17 - Agosto a las 16:00 por Telecinco , fotos,.
Óscar Aibar - Un móvil que no existe ,.
Óscar Aibar,.
Lo primero: debo decirle que me ha resultado una novela terriblemente emocionante. Y de justicia. Emoción porque su personaje principal, ese tipo de novelista al peso que marcó lo popular de buena parte del XX, me es muy cercano y admirado. Justicia porque usted imagine que la única literatura que queda en su futuro de ciencia ficción sea una de estas novelas pulp. Pienso en el padre de Enric González, Francisco González Ledesma, y en esa Barcelona de los sesenta y setenta. Pero empecemos por una pregunta típica: ¿cómo se le ocurre?
—La verdad es que surgió la idea de hacer este libro hace años. Tú sabes que los actos culturales en España, siempre que no sean con un famoso que sale por la tele, son bastante deprimentes. Siempre hay como cinco señoras que piensan que eres un tenista y luego no lo eres y se van, etcétera. No sé si era por un libro o por una película, estaba en uno de estos actos en un FNAC, no sé en qué provincia, y de repente, un nihilista. Alguien que viene a torpedear el acto. Este llevaba un fular palestino de esos y me dice: «Pero vamos a ver, ¿para qué sirve todo esto?». Y nos quedamos todos callados. «Para qué sirve ¿el qué?», le respondo. «Pues esto: los libros, las películas,… ¡Si esto al final no lo ve nadie!». Entonces nos quedamos todos como muy en blanco. Y a mí se me ocurrió una respuesta un poco agresiva, pero que luego me dio mucho que pensar. Le dije: «Mira, yo he escrito este libro por lo siguiente. Dentro de treinta mil años toda la cultura de la Tierra cabrá en un disco duro del tamaño de un puño. Entonces alguien, por casualidad, leerá este libro. En ese momento yo estaré en vivo y tú estarás muerto». (nos reímos).
No sé. Luego pensé durante un tiempo que por qué coño le había dicho eso. Y después pensé que en realidad escribimos un poco para perdurar. Y más tarde pensé sobre la cultura de esta sociedad, que tú conoces tan bien, donde la fachada es lo más importante. Lo único importante es la primera página, el resto no lo lee nadie. Me imaginé que algún día la cultura podría salvar la humanidad. Igual en la mente de un escritor pulp, destrozada por el Alzheimer, pero que nos puede salvar. Que ha habido muchos clásicos, muchos neoclásicos, muchas edades medias y muchos resurgimientos… En esta sociedad que vivimos nos es difícil verlo porque vivimos en una clara decadencia de todo: de la ciencia, del arte… Pero creo que la cultura algún día nos podría salvar. Y el origen del libro está ahí.
—Hablemos de la estructura de su novela, dividida en tres partes. La primera se dedica a una Barcelona de los sesenta y setenta que usted conoce bien. Lo demostró con esa película extraordinaria que es Platillos volantes. Con este libro me ocurre lo mismo: siento que usted tiene esa Barcelona grabada en la mano.
—Cuando hice Platillos volantes quería reflejar lo que era eso. Esos últimos años del franquismo en un barrio de chimeneas y de humo y de bloques obreros en los que yo me crié. Como a Franco realmente lo de los OVNIS le parecía bien porque no ofendía a nadie, pues estaba en todas partes. Había la sección del Pueblo de ufología, había programas de tele con su sección de ufología. Yo tenía con mi hermano un archivo de ovnis, escondido para que no lo encontraran los hombres de negro… Y con los años me sorprendió pensar cómo proyectábamos nuestra fantasía hacia algo tan lejano como el universo en una sociedad tan gris y tan poco fantástica como era la de los años del franquismo. En el primero de esos tres libros que es La mancha sobre Titán, recuerdo un poco ese mundo, a ese hombre que vuela a universos fantásticos en un entorno hiperrealista. Así recuerdo que era esa sociedad. Está inspirada en un señor que había en mi calle, que escribía estos libros y que yo recuerdo verlo de niño en una pequeña placita que había, con otros abuelos. Me decían «ese tío es escritor». Y a mí eso me impresionaba mucho.
—Cuenta muy bien lo que significaba ser ese tipo de escritor: ir a cobrar el cheque a la editorial o, probablemente lo único glamuroso que tiene ese señor, ir a la cena del Planeta.
—Cuando hice otra peli que se llamaba El gran Vázquez, mi objetivo era reivindicar los cómics. Tuve la suerte de a muy temprana edad hacer de guionista para muchas publicaciones. Era la época de oro del mundo editorial, de los cómics, de las revistas… Y cuando ataqué el mundo Bruguera me entrevisté con mucha gente, y todo el mundo me decía que realmente la sección de tebeos no era la más importante, sino que era la de libros pulp. Piensa que de Corín Tellado dicen todavía, no se ha comprobado, que es la autora viva más editada en castellano después de Cervantes. Marcial Lafuente Estefanía, etcétera… Los días de cobro me aseguran que eran míticos, que toda esta gente, los que vivían en Barcelona, se presentaban allí, cobraban, se juntaban con los de los cómics y tal. Y claro: ¿quién ha hablado de la literatura pulp española? Realmente nadie. Recuerdo cuando iba en el metro que todo el mundo llevaba su cuadernillo de bolsillo y veías al vagón entero, que ahora está mirando el móvil, entonces con la novela romántica, la novela de ciencia ficción, la novela del oeste… Ese mundo tan lejano en que todo el mundo leía. Bueno, ¿era literatura de calidad? No sé. Como cuento en El gran Vázquez, yo soy un defensor de la cultura popular. Pienso que a veces en este universo de basura cultural había unas flores increíbles. Coges cualquier cualquier novela de Curtis Garland y hay cuatro o cinco ideas maravillosas. Alimento la fantasía esta de que esos dos universos, el mundo editorial de la gran literatura emergente en Barcelona en su momento, Terenci Moix, Montalbán, lo que había sido el principio de la gran literatura hispanoamericana editada en Barcelona, se junta con el otro gran universo central que también tiene su centro editorial en Barcelona, que es la literatura pulp. Entonces juego a pensar qué pasaría con el libro al final del libro. Juego a que a este hombre le llegue una especie de justicia poética ficticia: gana el Premio Planeta, aunque sea de otro planeta.
—Hay un juego muy divertido que le propone al lector: imaginarse las novelas de su protagonista. A mí me ha divertido muchísimo. Empieza a sacar títulos de sus novelas y esboza, le dedica una línea, a de qué van esas novelas. Otro motivo por el que me ha parecido un libro extraordinario. ¿Hay alguna de esas novelas de John Taylor, su novelista ficticio, que le gustaría escribir?
—Escribí muchos cómics de ciencia ficción: ahora se están reeditando algunos. Cuando tenía diecisiete, dieciocho o diecinueve años, yo publicaba cada mes seis guiones. Estaba siempre como mi protagonista: miraba un pájaro y decía: «Bueno, una historia sobre un pájaro en el antiguo Egipto». Mi escritor, como tiene que escribir una novela cada semana, pues está siempre observando: «A partir de estos polvos verdes que echa la señora de la droguería para que no se meen los perros, a lo mejor se me ocurre la historia de una invasión de un planeta con unos polvos verdes…». Esa mente que siempre está proyectada hacia la fantasía, porque es su trabajo, me pareció divertida. Entiendes muy bien cómo debía de ser la vida de esta gente: ir a comprar el pan, ir a comprar dos Coca-Colas, porque la gente cobraba muy poco dinero, y que realmente tenía que llenar páginas y páginas. Hemingway decía que su mejor día de trabajo era nueve páginas. Estos hombres cada día hacían treinta. Cuando en la cena mi personaje habla con Terenci Moix, le dice «yo el día que hago más hago cuatro», y mi protagonista le contesta: «Pues yo hago treinta, treinta y cinco». La verdad es que me sigue fascinando mi John Taylor.
—Su novela son tres novelas y cada una tendría su género. La primera diríamos que sería casi una novela de amor con niño, con las dificultades habituales. La segunda un thriller. Y la tercera es ciencia ficción canónica. ¿Cuál le divirtió más escribir?
—La tercera. La llamo yo el bonus track. Es la que me lo pasé más bien realmente. Por ejemplo, cuando hice El gran Vázquez, la película, intenté transmitir al espectador la historia de un jeta, que estafaba y tal, pero sobre todo qué era cuando sentaba el culo en una silla y escribía en el papel. ¿Qué era eso? Cuando escribo sobre la vida de un tío que ha escrito trescientas novelas de ciencia ficción, creo que era un reto para mí entender qué había en la cabeza de este hombre cuando se proyectaba esas fantasías tan lejanas de una realidad tan real como era el Hospitalet de esa época. Pero para mí el más divertido ha sido el último, el libro de ciencia ficción, en el que realmente he dejado volar mi fantasía. Con las pelis y la tele siempre tengo un director de producción que me está dando por culo, que está diciendo «esto no». Entonces en las novelas, como no tengo presupuesto, pues de repente ¡naves espaciales! Me lo paso realmente muy bien haciéndolo.
—La frase de Bradbury, manida, es que la ciencia ficción no habla del futuro, habla del presente. Tu ciencia ficción conecta muchísimo con diversas ciencias ficciones que ahora se repiten y creo que están muy asociadas al cambio climático. Pienso en la película No mires arriba o el videojuego Horizon: Forbidden West, por ejemplo, asociadas a la destrucción de la Tierra y la escapada de una parte de la población, generalmente escogida a dedo por multimillonarios que se piran del planeta.
—Soy la generación que éramos punks. Nos queríamos rebelar contra una sociedad que nos parecía hipócrita. Imagínate cómo era de hipócrita la sociedad y lo que es hoy en día. Hoy en día es la hipocresía multiplicada por ocho mil millones. Yo, un viejo punk, ¡tengo que dedicar una parte de mi cerebro a ver qué día de reciclaje de la basura es hoy! (nos reímos) ¡Me compro unos yogures porque están comprometidos con el medio ambiente y no sé qué! Esta sociedad es así, como tú bien sabes, porque he disfrutado mucho leyendo tu libro, porque me he reconocido en muchos pensamientos que no había sido capaz de articular. Una sociedad en la que todo es una mierda: todo es ficticio, todo es fachada, todo es apariencia. ¿Cuál es el futuro inmediato de todo esto? Una sociedad en que todo el mundo es idiota. Ya nadie sabe cómo van las máquinas, cómo funciona nada, porque el conocimiento duro ha sido totalmente ganado por goleada por el conocimiento blando, el conocimiento que no sirve para nada, que sirve para tonterías. Hay una película que me gusta muchísimo, Idiocracia.
—Extraordinaria, con un arranque extraordinario.
—Pues es un poco eso: es una sociedad, la de mi libro, que me imaginé, donde cada uno tiene un tatuaje, que es como un móvil, que todo el rato va sacando frases al estilo de Paulo Coelho. Una sociedad que realmente yo me imagino dentro de treinta mil años, pero creo que dentro de tres esto ya va a ser así. Realmente sí que estoy preocupado. Estoy preocupado porque no sé en qué acabará todo esto, pero vivimos en algo que no se soporta sobre nada, que es totalmente ficticio. Todo el mundo exterioriza constantemente lo maravilloso, lo bueno, la conciencia social que tiene, etcétera, pero tengo la sensación de que nada está cambiando: vivo en Mallorca y los yates de los ricos cada vez son más grandes. Eso es un reflejo muy grande de la sociedad que vivimos.
—A la gente se le ha creado la ilusión de que es rica. De que entre ese rico que va en el yate y él no existe ninguna diferencia.
—Creo que es más allá que eso, Edu. Porque yo pienso que realmente el triunfo más obsceno del neocapitalismo es que a todo el mundo le da vergüenza reconocer que es pobre. Es decir, yo cobro mil doscientos euros al mes, no llego a nada, no puedo comprar nada, pero me da vergüenza decirlo porque estaría reconociendo que soy pobre. Todo el mundo es clase media-alta. Por eso no hay revueltas sociales. ¿Cómo me voy a manifestar con pobres? Entonces todo el mundo es rico, todo el mundo tiene un iphone y es rico porque tiene un iphone. Es alucinante.
—Estoy cansado de las novelas que empiezan a media res, y le agradezco que la suya sea cronológica. Lo agradezco muchísimo, porque estoy cansado de encontrarme un suicidio en la primera escena.
—Una herencia de lo audiovisual. Los autores ahora están metiendo el tráiler en la primera página, porque todo el mundo da por sentado que nadie pasará de la página veinte. Todo el mundo dirá que ha leído la novela, pero en realidad nadie la ha leído. Me crié en mi casa con los libros del Círculo de Lectores: ¿te acuerdas de una cosa que se llamaba Selecciones del Reader’s Digest?
—Por supuesto que sí. Mi tío abuelo Ricardo estaba suscrito y lo recibía como quien recibe oro. No creo que leyese un pijo, ¿eh? Pero lo recibía como quien recibía oro.
—Era un concepto obsceno: «No hace falta que te leas el último libro de Saramago. Te lo resumimos aquí para que en una cena digas que te lo has leído». Eso es un poco ahora: no se espera que nadie tenga la paciencia de llegar al final de la lectura. No es algo que me parezca mal. Yo reivindico mucho en mi manera de escribir a autores que eran un poco opuestos a la literatura, como por ejemplo Kurt Vonnegut o Richard Brautigan. Soy de una secta, los fans universales de Richard Brautigan. Te aconsejo efusivamente que le leas: era un viejo hippie de California, un tío muy psicodélico que hacía unos capítulos muy cortos, muy fantásticos, pero que tenía una manera de ver el mundo de las personas absolutamente única, que yo no he vuelto a ver en ningún autor. Por eso lo de la mayonesa en mi libro: él decía siempre: «Para quitarle trascendencia a la gran literatura, siempre he soñado que escribo un libro que acabe con la palabra mayonesa». Este libro acaba con la palabra mayonesa.
—Míreme las manos. No toco nada. (Le enseño su libro) Tengo su libro boca abajo y lo tengo en la última página con la palabra mayonesa. El final con la mayonesa. Qué maravilla de final. El final. El chimpún final cada vez me parece más despreciable.
—Sí, a mí también. Hay dos tipos de finales cuando cuentas una historia: el final de la trama y el final de la emoción. Siempre que se desdoblan, para mí hay calidad. Primero se resuelven los conflictos verbales y luego se resuelven los conflictos emocionales. Entonces, me gusta que una novela que haya hablado de planetas, de robots, de millones de años luz, de eones de tiempo, acabe en un plato de salchichas con mayonesa en una cocina de un barrio de Barcelona. Porque es un poco mi vida. Hay mucho de mí en este libro, hay lo que me ha pasado en los últimos años de mi vida, que me ha pasado de todo. Odio aburrir a la gente con mi vida, pero hay muchísimo de mí. Este tío que se dedica a la ficción, a la fantasía, pero que también tiene una realidad muy inmediata que saco de mi vida. Todo eso está increíblemente en este libro, de todo he sacado algo. En el libro hay una manera de entender el arte y la vida, que es algo que espero siempre en el autor cuando lo leo.
—La parte central creo que habla de nosotros: sobre la desorientación, sobre un personaje que no sabe por dónde anda.
—Absolutamente. Es una persona como mucha gente que yo conocí en Barcelona. Yo encontré mi identidad defendiendo el punk y los cómics y el rocanrol cuando era joven, y mucha gente la encontró en la identidad nacional catalana. La literatura catalana, los orígenes de la lengua… Luis es un charnego como yo que, de repente, se hace ultracatalanista y lo convierte en el centro de su vida. Es un chico que, de niño ya se lo decía a su padrastro, no tiene ningún talento para escribir pero sí que tiene talento para algo que no sabe todavía qué es. Es un tío perdido, perdido… Su orientación sexual le pierde. Todo son etiquetas a su alrededor: es el mundo en el que vivimos. Es un mundo de etiquetas, de tags, donde es muy difícil encontrar una identidad, porque nadie la busca. Todo el mundo busca simplemente una etiqueta: «tengo esta sexualidad», «tengo…» en lugar de «tengo esta idea política», que es algo que nadie dice, porque eso sí que ofende a Ikea y a El Corte Inglés. Sin embargo, «soy nacionalista», «creo en no sé qué», este tipo de subideas, que llamo yo, están perdiendo mucho a la gente porque no construyen raíces para soportar todo lo demás.
—No le puedo dejar escapar sin hablar de su cine, como fanático suyo que soy. ¿En qué está? Y, disculpe la cursilería, ¿qué piensa usted de su obra?
—¡Hostia! (nos reímos) Estoy con dos guiones ahora: uno es una comedia muy punki. Soy muy fan del género. Pero creo que las últimas comedias que estoy viendo desde hace mucho tiempo han perdido fuerza: es demasiado correcto todo. Llevo años pensando cómo hacer una cosa muy incorrecta pero de manera aparentemente correcta. Y entonces lo he encontrado. Luego estoy con la adaptación de El vendedor de naranjas (n. del e.: reeditada recientemente por Pepitas de Calabaza), de Fernán Gómez. Es el sueño de mi vida. Te aconsejo esta novela. Llegué a charlar con el propio autor en su tiempo para hacerla, y no quiero morir sin haberla hecho. Es la historia de un guionista de veinte años que lo contratan en Cifesa para arreglar una película horrible y que no logra cobrar nunca. Como yo he vivido mucho de eso, porque he hecho siete películas ya… El cine español es una cosa muy curiosa. También estamos con el broche final de Cuéntame, donde he trabajado duramente a lo largo de doce años.
—¿Tiene nostalgia por alguna parte de su obra?
—Empecé muy joven a escribir. Mi primera peli, Atolladero, con Iggy Pop, la hice con veinticinco años. Me parece increíble, porque hoy en día un chaval de veinticinco años está a veinte años de salir de casa de sus padres. Estoy muy orgulloso de haber conseguido contar las historias que he conseguido contar. He acabado con la próstata destrozada, porque es un oficio muy jodido, pero estoy orgulloso de haber luchado por mis ideales. Y yo creo que lo que pienso sobre el mundo de las personas está en mis libros y mis pelis. Aprendí un oficio también, rodar, que es una cosa bastante complicada. Sacar adelante una jornada de trabajo es muy difícil. Y bueno: estoy feliz, me siento contento, miro atrás y creo que ha valido la pena, que he hecho cosas que me llenan mucho, que valen la pena. No ha sido una lucha estéril sino una lucha que ha tenido un producto.
TITULO:
VIVA LA VIDA - Desahogo ,. Domingo - 18 - Agosto ,.
El domingo - 18 - Agosto - a las 16:00 por Telecinco , foto,.
Desahogo,.
Sigo en Italia, aunque ya haya vuelto, gracias a una doble militancia que me tiene estos días oscilando entre el Ripley adaptado de Steven Zaillian y el Ripley original de Patricia Highsmith, es decir, entre la serie que Netflix ha lanzado como uno de sus platos fuertes para esta primavera y la novela que la inspiró, una referencia ineludible dentro del género negro que leí hace veinte años y a la que no había tenido hasta ahora la curiosidad de regresar. Lo hago, fundamentalmente, para comprobar que esta nueva versión fílmica no es absolutamente fiel a las páginas que la auspician, pero el talento y la astucia narrativa de Highsmith, por un lado, y el virtuosismo y el buen gusto de Zaillian, por otro, me permiten olvidar pronto el cotejo para entregarme desenfadadamente al disfrute de una y otra. Que la novela es espléndida lo sabe todo el mundo desde que vio la luz, a mediados del siglo pasado, e hizo fortuna de tal modo que terminó siendo no una pieza única, sino el inicio de una serie que conocería cuatro entregas más, y el acta fundacional de un nuevo tipo de villano que a partir de entonces remitiría inexcusablemente al personaje en torno al cual gira su trama. La serie, quizá esto sí haya que decirlo, es magnífica. Su director rehúye las tentaciones más recurrentes del género al que se entrega —porque Ripley viene a ser un thriller, aunque su arquitectura permita o aconseje entrecomillar el término, o cuando menos añadirle el apellido psicológico, como gusta de hacer cierta crítica— para entregarse a un ejercicio que resulta innovador justamente por su apelación al clasicismo, por su reivindicación de una mirada tranquila frente a los montajes vertiginosos que han devenido en signo de los tiempos. Los planos largos y pausados, los diálogos en los que tanto importan las palabras como miradas, el tratamiento visual de unos interiores y unos exteriores seleccionados con sabiduría y mimo, actúan a modo de impugnación contra los arquetipos establecidos, y las decisiones con que se enriquece el trasfondo de la novela —la apariencia madura del protagonista, la localidad real de Atrani cumpliendo el papel de la ficticia Mongibello, la obsesión por Caravaggio que da sentido a las soluciones formales que se aplican en la pantalla— no pueden resultar más afortunadas a la hora de cohesionar el conjunto y dotarlo de una coherencia exquisita. No lo hicieron mal ni René Clement con Alain Delon ni Anthony Mingella con Matt Damon, pero Steven Zaillian ha dado un paso bien firme para que Andrew Scott se convierta desde ahora en el Ripley por antonomasia, y que su apuesta formal merece, cuando menos, un aplauso rotundo por su defensa de la contemplación tranquila en estos tiempos tan inútilmente apresurados.
Aquellas librerías
Me envía Agustín Rivera un artículo que ha publicado en Zenda acerca de las librerías de Salamanca —una ciudad en la que tanto él como yo vivimos hace tiempo, aunque no en la misma época— por el que me entero de que ya no está la Víctor Jara en el lugar que estuvo siempre —aún seguía allí la última vez que pasé por ribera del Tormes, pronto hará seis años—, constato la triste desaparición de Galatea y me siento levemente reconfortado al saber que continúa Plaza Universitaria con sus escaparates a ras de suelo frente al costado septentrional de la catedral nueva. Lo que predomina, sin embargo, es la nostalgia, como me ocurre siempre que alguien trae a colación la vieja Cervantes, esa librería que tenía allí resonancias mitológicas y abría su local histórico en la calle Azafranal, casi llegando ya a la plaza de Santa Eulalia. Siempre digo que no acabo de encontrarme a gusto en una ciudad hasta que no encuentro en ellas una cafetería y una librería de confianza, y en mi etapa salmantina fue la Cervantes el reducto al que me escapaba —a menudo con más frecuencia de la que me permitían mis posibilidades económicas— para fisgar entre sus anaqueles y llevarme todo lo que pudiese. Recuerdo las excursiones que hacía allí con algunos compañeros en el primer año de carrera y también mis incursiones solitarias, más demoradas y a menudo más fructíferas, y me basta con echar una mirada distraída a la biblioteca que rodea esta mesa en la que escribo para confirmar que proceden de allí muchos de los libros que sigo considerando hoy, más de un cuarto de siglo después, indispensables. Cerró la Cervantes sus puertas al filo del centenario. Según me contó alguien entonces, su propietario se jubilaba y nadie quería coger el relevo, y no puede decirse que las cosas funcionen como deben si en una ciudad eminentemente universitaria —«el Oxford español», se la llamaba a veces— nadie está dispuesto a asumir el riesgo que supone mantener una librería emblemática. La razón dice que no es para tanto: en estos últimos años han abierto otras, y alguna se ha hecho en muy poco tiempo con un nombre y un prestigio similares, si no mayores, a los que tuvo la propia Cervantes. El corazón, sin embargo, se resiste a abandonar su convicción de que Salamanca empezó a ser un poco menos Salamanca cuando el viejo local de la calle Azafranal cerró sus puertas para siempre; cuando la ciudad real que existe y que cualquiera puede ver y recorrer comenzó a alejarse de aquella otra que conservo en el recuerdo, ésa que ya no es y a la que no podré regresar y que quizá no llegó a darse nunca tal y como yo la evoco, sino que ha sido y es sólo un trampantojo de la memoria, un decorado construido a mis espaldas con aquello que vi y con lo que quise ver, y con lo que viví y lo que soñé, y en el que la Cervantes sigue siendo el refugio apropiado para un joven de dieciocho años que se siente a salvo entre sus paredes, porque por primera vez se ha avecindado lejos del que siempre ha sido su hogar y de alguna manera sabe o intuye, aunque no acierte a comprender por qué, que entre libros está en casa.
Cada una a su manera
Pocos adagios ha dado la literatura que resulten tan recurrentes como el inicio de Anna Karenina, ése que afirma la similitud de las familias felices y advierte sobre la peculiaridad de las desgraciadas. A él se acoge Hervé Le Tellier para radiografiar su propia estirpe en un libro que parece propiciado por la vocación —¿la necesidad?— de exponer ante sí mismo las razones de un desapego que comenzó casi en el comienzo de sus días y no hizo más que acrecentarse con el paso de los años. El mismo tema que con frecuencia da pie a desahogos lacrimógenos o introspecciones sentimentales se convierte aquí en objeto de una cirugía ejecutada con el bisturí de la lucidez que se matiza con esa anestesia que brinda el humor a la hora de interrogarse por cuestiones que, de tan consabidas, no suelen ponerse en duda. El recorrido que hace Le Tellier por sus laberintos genealógicos es un prodigio de amenidad e inteligencia, también un buen espejo ante el que hacer examen de conciencia y evaluar el modo en que afrontamos ese pasado que nos viene impuesto y con el que cada uno tiene que lidiar a su manera, a fin de encontrar en él ejemplos o de olvidarlo como sea, en función de los efectos que puedan encontrar sus ecos en nosotros.
TITULO:
No sé de qué me habla - Loteria - El Rasca de la Galleta de la Fortuna
- La vocación en lo cotidiano ,.
No
sé de qué me habla - Loteria - El Rasca de la Galleta de la Fortuna - La vocación en lo cotidiano,
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La vocación en lo cotidiano,.
Mira el escritor la ciudad detenida en estado de alarma fúnebre y acristalada, con el tiempo detenido en las calles, y su escritura vigilante respira el vaho de su vacío, el pulso interior de la supervivencia en lo cotidiano. Y en esa levedad de lo transitorio, sin apenas movimiento, igualmente respira el petricor de la memoria. De ella nos cuenta las raíces, sus principios, las ramas de los afectos, el aprendizaje de la dignidad y de la identidad construidas entre el almanaque de santorales y la tierra personal que se trabaja. Desde un balcón del presente aislado en ese naufragio, que también lo es de los puertos del pasado, Muñoz Molina traza su bitácora de Defoe. Los instantes inmóviles en los que la felicidad se dilata, igual que en su reverso hace niebla la incertidumbre, y a la vez dibuja el reencuentro con las sombras chinescas de los recuerdos, con el orgullo de la pertenencia, con las caricias imperceptibles pero hondas en la huella del dolor, de la austeridad, de la esperanza zurcida de renuncias, de miedos, de los sueños truncados y de los que se siembran. Qué ternura tiene este libro de penumbras luminosas y de emociones desenvueltas, a pie de una mano que limpia y reordena, en cuyas páginas Muñoz Molina vuelve a sí mismo y se desvela.
La familia y su peso, los vínculos y sus conflictos. La importancia de lo minúsculo en una alegría, los reproches sin palabras. Los fantasmas con los que hacer las paces o devolverles lo justo que no se hizo a su tiempo. La enfermedad que levanta distancias y desenfoca los días. Los sueños descalzos de la infancia. El esfuerzo y sus sequedades, la herencia y las disidencias. La emigración y los espejismos. El olor de los rastrojos, el silbido de las hoces en la dureza de los campos. El capitán Nemo como brújula de la vocación de un niño atento y curioso. Las conversaciones calladas, las miradas que lo dicen todo, y escuecen o abrigan. La denominación de las palabras como territorio: lumbre en lugar de fuego, las plantas que no se cultivan sino que se crían. La madre, todas las madres, en faena a favor del hombre y en la aceituna a ras del frío por un jornal por debajo.
De todo lo humano, y del coraje de la supervivencia, hay una trama en el libro acerca de la que el escritor cuenta sin anilinas de color y con naturalidad cercana. Unas veces intencionadamente costumbrista, y otras desde la intimidad de la memoria como una habitación propia donde el desenlace es una reflexión entre la ética, la denuncia, la introspección con perspectiva, y el puente con el testimonio de la actualidad de lo inmediato. Un viaje de ida y vuelta de la mirada en el que tomar conciencia de una posguerra con sus ecos tatuados, y de una pandemia que está cambiando el paisaje y los hábitos.
Siempre le ha gustado a Muñoz Molina caminar a través de los silencios entre los que en libertad observa lo real y lo imaginario que le provocan. Da igual que lo haga por las plazas de una Granada ensimismada y de repente en eclosión de vanguardias poéticas y plásticas que por la Lisboa de una novela negra o de su saudade en los pasos de una escalera donde el amor espera. Que sean las orillas del Hudson neoyorkino navegadas en bicicleta o el Madrid del Retiro y del parque Botánico, en el que los frutos en sus veredas constatan el tiempo circular, el afecto hacia el medio al que uno pertenece con respeto. Muñoz Molina en cada libro escribe un mapa en cuyo horizonte espera la certeza de una escritura que explora su destino, que fluye en sus hallazgos, que se piensa en un remanso de lo que cuenta y de repente detiene, y que se exige a sí misma precisión, credibilidad, música, un modelo constructivo perfecto. El del «Quinteto de clarinete» de Brahms, variaciones de una misma frase, que tanto admira, y el de un cuadro de Goya o de una fotografía, hay muchas en las escenas de este álbum a solas, que atestiguan que él estuvo allí. Partícipe de esa emoción o en otra, en aquellas a las que les abre la sombra o permite que nos muestre lo que albergó una encarnación de la luz. Frente al retrato del que pinta o enfoca su psicología, su aura, la vida que prende al evocar como un espectador desde su presente un gesto, un detalle, lo que a un ángulo se oculta y a otro se revela.
Tiene mucha transversalidad de cultura este Volver a dónde repleto de escenas de cine, de fotografías de Kertész desde el balcón, de cuadros de Vermeer en la ventana de la memoria y en lo doméstico de lo cotidiano y de lo cómplice, del jazz que improvisándose crea un pentagrama de la literatura como medida de la vida y del mundo. De la fragilidad de lo humano, de la importancia de la educación —qué machadiano es su espíritu juanmairena—, del desamparo y la necesidad de optar por una existencia más razonable, de la convivencia sincera con nuestro presente y nuestra memoria, sin, como Muñoz Molina dice en el libro, “truco ni ficción”. Un libro de géneros que se mestizan con honestidad de contar lo vivido, con sus cicatrices, sus descuidos y valores —muchos hoy perdidos o desmadejados— que nos alecciona sobre “aprender a quedarse en los libros, en los cuadros, en la música que nos gusta, y no pasar de prisa, de paso, como quien pasa por una calle”.
Volver a dónde es un tapiz con urdimbre de dos lizos para tejer la trama del árbol del que Muñoz Molina es una rama que a su vez ramifica, y del que en la isla de este libro narra la supervivencia en el confinamiento, y el retorno a las raíces para explicarse en la madurez y en el tránsito del abuelo al futuro que representa la nieta Leonor. Y también es un fresco de España: la negra de Goya y de Solana, la que en abrazo pintó Juan Genovés, la que lleva Sefarad en su conciencia, y la que un jinete polaco soñó con la vida por delante. Entre ambas una escritura a la altura de los ojos, una caracola de la memoria cercana a ser un rumor lejano en el oleaje, y un libro para conversar la vida con uno mismo y con un nosotros.
TITULO:
Los Toros - Vida o Muerte - Así va a ser la reaparición de Morante (y
una gran despedida), hoy martes 23 de julio en Santander, y dónde se
puede ver online ,.
Así va a ser la reaparición de Morante (y una gran despedida), hoy martes 23 de julio en Santander, y dónde se puede ver online,.
El festejo comenzará a las seis y media de la tarde en la plaza de Cuatro Caminos,.
Ya ayer en el festejo que se celebraba en la feria de Santiago, tercera del serial, donde Ginés Marín abrió la Puerta Grande con un toro de Bañuelos, se pudo ver fuera y dentro de la plaza a Morante de la Puebla. Vestido de verde, serio y con su apoderado portugués Pedro.
A él fue a parar el brindis de Ginés Marín del toro que le cortó los dos trofeos y le permitió salir del coso de Cuatro Caminos a hombros.
Hoy ya es el gran día. La fecha en la que el torero de La Puebla ha decidido volver a los ruedos después de un mes y medio largo, que se ha hecho eterno.
La idea del torero siempre fue la temporalidad y de ahí que los empresarios siguieran haciendo la temporada, los carteles y las ferias con su nombre en los carteles, aunque luego hubiera que ir presentando sustituto. Esto ya se había convertido en una costumbre. La feria de El Puerto sin ir más lejos se había presentado con Morante como base de su cartelería con dos tardes.
Hoy ha llegado la fecha en la que Morante ha decidido volver. No sabemos cómo se encuentra en verdad de ese problema de salud mental que acarrea desde hace décadas, pero hoy se vestirá de torero en la plaza de Cuatro Caminos.
Así es el cartel de hoy en Santander
Se lidiará la corrida de Domingo Hernández para la despedida de Enrique Ponce, que este año dice adiós a su carrera, Morante de la Puebla y el joven Fernando Adrián, que abrió la Puerta Grande de Madrid por Beneficencia.
Por qué Morante es único
Lo que sí podemos asegurar es que hay ganas de Morante. El torero de La Puebla es un reclamo allá donde se anuncia. Es la esencia, el ejemplo de torero que lejos de quemarse con el paso de los años ha alimentado la calidad de su toreo. Aglutina rasgos de maestros que hicieron Historia en el pasado y ha conseguido salpicar su tauromaquia actual haciéndola suya, y nada más que suya (por eso sustituirle es tan complejo). Morante es único y eterno. Una joya de esta época.
Dónde se puede ver por televisión
Toda la feria de Santander será retransmitida por primera vez por la plataforma de OnetoroTV. Media hora antes del comienzo del festejo dará inicio la previa.
También se puede acceder a OneToro a través de Vodafone y contratar el canal.
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