BLOC CULTURAL,

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domingo, 16 de noviembre de 2014

EL BLOC DEL CARTERO- REVISTA XL SEMANAL -EN PORTADA- POBREZA INFANTIL EN ESPAÑA- / LA CARTA DE LA SEMANA -EL ULTIMO ROMANO,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO- REVISTA XL SEMANAL -EN PORTADA- POBREZA INFANTIL EN ESPAÑA-,.
Pobreza infantil en España: el drama que no queremos ver-fotos.


En portada

Pobreza infantil en España: el drama que no queremos ver

Uno de cada tres niños en España vive al borde de la pobreza o la exclusión social. Son tres millones, pero nadie parece verlos. En Europa, apenas Rumanía nos supera en esta trágica estadística. Para preservar su derecho a la imagen, ocultamos sus rostros en este reportaje, pero ¿dónde están sus otros derechos? Vivienda, educación, alimentación... Save the Children ha dado voz a estos niños. Escuchémoslos. 
La historia de Hugo
Cuando Hugo abre el frigorífico, sabe lo que va a encontrar: yogures, leche, un cartón de huevos y un blíster de embutido. Y pare usted de contar.
Eso con suerte. Su madre, Paloma, trabajaba como dependienta en un comercio, pero la despidieron con la crisis y ahora se dedica a la venta ambulante. «En los días buenos gano 10 euros; en los malos, nada», cuenta. Con esos 10 euros se tiene que apañar para alimentar a Hugo, de 4 años, y a sus dos hijas mayores (Ana, 16; y Andrea, 11). Viven en una capital de provincia. El padre ni está, ni se lo espera ni aporta nada.«La dieta básica de los niños es el menú escolar para los dos pequeños (ambos tienen beca, costeada en parte por el colegio) y el del comedor social para la mayor». Al comedor social van juntas, madre e hija. A veces también acuden a por alguna bolsa a Cáritas. «En casa, todas las combinaciones son de pan, mortadela, huevos y patatas».
Los profesores saben que, algunas mañanas, Hugo y Andrea llegan a clase con el estómago vacío.La madre acumula recibos sin pagar: varios son de la hipoteca (150 euros) y otros de la comunidad. Lo peor es la luz y el agua. En total acumula unos retrasos de más de 2000 euros. «Lo primero es comer», se justifica Paloma. Y la deuda sigue aumentando... «hasta que corten los contadores y acabe en la calle con los niños o en algún piso de acogida». Paloma pidió ayuda a su Ayuntamiento. «La respuesta que me dio la trabajadora social fue que había mucha gente como yo y no se puede ayudar a todos».Hugo apenas tiene edad para entender, Andrea es la que está más desconcertada. Pero Ana, la mayor, parece haber asumido la responsabilidad. Ayuda a su madre en el puesto ambulante. «Lo ideal sería que mi madre encontrase trabajo. Y que no se matase tanto en buscarse la vida. Lo que peor llevo es que mi madre esté triste y nerviosa por el dinero». ¿El futuro? «Me gustaría ser un montón de cosas, no sé, pero no puedo concentrarme en estudiar con todo esto», reconoce Ana.

La historia de Lara
Lara, de 11 años, ganó un premio en un campeonato escolar: 30 euros en metálico
Se los dio a su madre enseguida. «Toma, mamá, para que pagues la factura del agua», le dijo. Su madre se quedó helada. Lara explica: «Mamá me miró con una cara muy rara cuando se lo di. Se puso a cuchichear con la abuela. Pensaban que yo no me enteraba... Pero necesitamos dinero para pagar las facturas». Lara y su hermano Carlos, de 8 años son buenos estudiantes. Niños responsables. Comen en el colegio becados extraoficialmente por el propio centro. Y los gastos de vestuario, material y actividades extraescolares son sufragados por Save the Children. Cuando se aproximan las vacaciones, profesores y padres del colegio se juntan para hacer una compra grande en el supermercado y que no les falte comida cuando no van a clase.
Llegaron a España con su madre hace 8 años. Lara estaba a punto de cumplir 4 y apenas pesaba 9 kilos; Carlos era un bebé y tenía un tímpano dañado por una infección. Durmieron los tres en la misma cama de 90 centímetros durante años. La madre trabajaba como empleada de hogar, por horas. Casi nunca la dieron de alta en la Seguridad Social. La situación era difícil, pero sostenible, hasta que se quedó sin empleo. Trató de regularizar su situación, pero el tiempo de cotización que acumuló no fue suficiente para lograrlo y hoy se encuentra en situación irregular. «Salgo a buscar trabajo, pero es peligroso. La Policía me ha parado varias veces para pedirme la documentación. Siento miedo todo el tiempo y mis hijos también, de perderme, soy lo único que tienen». Su situación administrativa la excluye del derecho a la asistencia sanitaria que no se deba a una urgencia.
Según datos de Eurostat, España se sitúa en segundo lugar, solo después de Rumanía, como el país europeo con mayor número de niños en riesgo de pobreza o exclusión. Save the children atiende diariamente a 5000. Pero hay casi tres millones. La familia de Lara sufre un doble estigma. El primero: es monoparental; el 45 por ciento de los niños que viven en familias monoparentales sufren exclusión. Y el segundo: al menos uno de los progenitores es extranjero. La pobreza acecha a la mitad de los hijos de inmigrantes.
Ahora, Lara y su familia viven en el extrarradio de una gran ciudad en un piso de alquiler. Les han cortado varias veces la luz. Los servicios sociales les han comunicado que no pueden prestarles ayudas económicas, solo atención psicológica. «Voy y me escuchan... sí, algo me ayuda poder hablar», cuenta la madre. Lara es una niña fuerte, pero a veces estalla y no puede parar de llorar. Ha vuelto a dormir con su madre. «Es que también llora en sueños y así estoy a su lado cuando se despierta».

La historia de Lucas
Lucas tiene un sueño y un plan B. Su sueño es el típico de un niño: ser futbolista.
Juega en el equipo del barrio y sus abuelas le pagan la ficha (150 euros al año) y la equipación. Pero si su sueño no se cumple, Lucas tiene una alternativa. Y no es la típica de un niño. «Bueno, con tal de que haya trabajo, ¡trabajar de lo que sea!». ¿Por qué Lucas ha bajado tanto el listón de sus expectativas a la edad en que los críos sueñan con comerse el mundo? Porque ha interiorizado que es el mundo el que se come crudas las ilusiones, no al revés. Una dolorosa lección de la crisis, que ha golpeado de lleno a su familia. Lucas tiene 11 años y su hermana, Eva, 4. Sus padres, Juan y Carmen, fueron propietarios de tiendas de alimentación. «Hasta 2008 vivíamos bien, muy bien. Incluso nos compramos un apartamento en la playa. Otro crédito hipotecario, sumado al de nuestra vivienda... Fue un error. ¿De verdad que las cosas funcionan así? ¿Nos equivocamos y son nuestros hijos los que pagan por ello?», se pregunta Carmen, la madre.
Cuando las ventas bajaron, cerraron las tiendas y Juan buscó otro trabajo, pero la empresa a la que facturaba como autónomo quebró. No pudieron con las dos hipotecas y con las cuotas a la Agencia Tributaria y la Seguridad Social. «Por esta deuda con la Administración nos deniegan cualquier subvención. Perdimos las becas de comedor, casi cien euros al mes por niño».
Los desahuciaron. «Eva tenía meses y ni se enteró; Lucas sí, tenía 7 años. Procuramos que no se den cuenta de las dificultades, pero no es fácil, sobre todo con Lucas, que ha pasado de tenerlo todo a esto... Ahora es más contestón. Ha repetido curso».Se mudaron cerca para que Lucas no tuviese que cambiar de colegio y no perdiese a sus amigos, pero pronto no pudieron pagar los 650 euros de alquiler. «Mi marido encontró trabajo rápido, pero solo cobra 850 euros y se nos iba casi toda la nómina (embargada en parte), más los recibos de agua, luz, gas... Y hay que dar de comer a dos niños pequeños». Cambiaron de ciudad. «Ahora pagamos 500 y, bueno, con mucho apoyo familiar podemos seguir adelante, aunque a veces nos cortan la luz por falta de pago».
No reciben ningún tipo de ayuda pública porque el sueldo del padre es superior al salario mínimo. «Nos hemos callado esto... por vergüenza. No queremos que nos tengan lástima. Queremos trabajar y salir adelante, como hemos hecho siempre. Pero tenemos una deuda con el banco de 200.000 euros que nunca vamos a poder pagar».
Una década perdida
¿Qué culpa tienen los niños de los errores de sus mayores? Ninguna. Pero ellos son los que están pagando el pato. Los últimos informes de las organizaciones líderes en la protección de la infancia causan sonrojo. Unicef ha presentado Los niños de la recesión: el impacto de la crisis económica en el bienestar infantil en los países ricos, con datos de 41 países de la OCDE desde 2008. Pues bien, 800.000 niños españoles han caído bajo el umbral de la pobreza desde ese año fatídico... Así, España se sitúa como el tercer país rico donde más aumentó el número de niños pobres, solo por detrás de México y los Estados Unidos. Y otro dato estremecedor: en Grecia, los ingresos medios de los hogares con niños se hundieron hasta los niveles de 1998, el equivalente a una pérdida de 14 años de avances en ingresos. España ha perdido una década.Por su parte, Save the Children (con presencia en 120 países) ha publicado Pobreza infantil y exclusión social en Europa, que confirma que alrededor de dos millones y medio de niños españoles son pobres y otros 325.000 corren el riesgo de serlo. «Los niños ya son los más afectados por la crisis, por encima de los ancianos, que eran tradicionalmente los más vulnerables.
La pobreza infantil es una realidad, pero es una realidad poco visible», denuncia Andrés Conde, director de Save the Children. Ojos que no ven... Esa invisibilidad se traduce en recortes en políticas sociales. España es el segundo país europeo que menor capacidad tiene para reducir la pobreza infantil a través de sus ayudas públicas. No es extraño si se tiene en cuenta que nuestro país solo destina 150 euros de media por habitante a estas ayudas, cuando en la UE se dedican unos 300 euros y en Francia se superan los 500 (Eurostat).Unicef, Save the Children y otros piden un pacto de Estado urgente contra la pobreza infantil que se sustancie en los Presupuestos Generales. «Los niños no pueden esperar a la recuperación económica», resume Conde.

La historia de María y Javier
María, de 7 años, va muy bien en el colegio y, de mayor, quiere ser veterinaria o modelo.
Pero de momento se conforma con un deseo más inmediato. «Me gustaría vivir en una casa de ladrillo, como mis amigas». Su hermano, Javier, tiene 10 años. Y va fatal. Tiene problemas en el colegio y en la calle. Viven en una casa prefabricada cedida por el Ayuntamiento de un pueblo. El pasado invierno, la habitación de los niños se incendió por el mal estado de una estufa. Tienen luz eléctrica, pero a menudo no pueden pagarla y se enganchan al alumbrado público. El calor en la casa prefabricada es insoportable en verano y el frío húmedo del invierno ha provocado que ambos niños hayan tenido serios problemas de salud en los últimos años. Javier sufrió una bronconeumonía aguda. María también estuvo ingresada por una enfermedad vírica que, según los médicos, pudo deberse a la suciedad existente en el entorno de la casa.
Los padres trabajan esporádicamente como jornaleros en el campo, pero no les da para vivir. Cobran parte del salario en negro. Vecinos, comerciantes y la parroquia les dan comida: arroz, legumbres y pasta, básicamente. Los niños apenas comen carne, pescado o fruta; solo en el colegio.Los padres están agradecidos a los vecinos por la ayuda que reciben, pero al mismo tiempo también se sienten juzgados e incómodos. Sin embargo, lo que peor llevan es la frustración de tener que contestar sistemáticamente a cualquier petición de los niños con un «a ver si se puede». Reconocen que en alguna ocasión les han pegado para que no les pidieran más cosas. «Mis papás se enfadan con la situación, no con nosotros», los disculpa Javier.
Los padres solo quieren que estudien. «Lo que sea, pero que se saquen algo que les dé una oportunidad en la vida», pide la madre. «Los hemos llevado al campo para que vean lo dura que es una jornada de trabajo, porque últimamente nos decían que para qué iban a estudiar, si con lo que se gana en el campo tendrían suficiente para comprar chuches y algún juguete de vez en cuando». María puntualiza: «Lo que más me gustaría no es comprarme cosas, sino dejar de ver a papá y a mamá tristes y enfadados».

La historia de Miguel
Miguel, de 3 años, es el menor de cuatro hermanos. Presenta los síntomas del trastorno por déficit de atención.
Todavía no le ha podido ser diagnosticado por su corta edad. Su hermano Manuel, de 5 años, también lo padece y ya está diagnosticado. La familia vive en un piso de un barrio obrero de una gran ciudad. Todos dependen de los ingresos de Cosme, el padre (unos 800 euros mensuales, aunque una parte debe destinarlos a la pensión alimenticia de una hija fruto de una relación anterior). Pagan un alquiler de 300 euros.
Celia -la madre- era camarera, pero sufrió un accidente laboral mientras estaba embarazada de Manuel y ya no se reincorporó. Además, tampoco podría por la enorme atención que demandan sus hijos, sobre todo los dos pequeños. No obstante, de vez en cuando hace algún extra, que cobra en negro. Esos días, la abuela paterna se ocupa de los nietos. También sufraga algunos gastos.
«No me gustan las peleas y los gritos de nuestros padres cuando discuten porque no llega el dinero para todo el mes», se queja Luis. Su madre reconoce que la convivencia se ha deteriorado. «Antes, la situación no era tan complicada y los mayores disfrutaron de un montón de cosas que ahora no podemos permitirnos. Los más pequeños solo han vivido lo malo».
La familia recibe ayudas puntuales: de los servicios municipales, de la parroquia... Alimentos y el pago de algún recibo. Eran beneficiarios de becas para libros de texto, pero hace dos años que no se las conceden. También tienen derecho a recibir una ayuda autonómica como familia numerosa, pero solo la cobraron el primer año. Con los recortes, España se ha convertido en el segundo país europeo que menor capacidad tiene para reducir la pobreza infantil a través de las políticas públicas. Mientras que países como Irlanda reducen su tasa de pobreza infantil en casi 32 puntos tras la aplicación de las ayudas sociales, en España la reducción no llega al 7 por ciento.
«El impacto de las carencias en los niños es definitivo. Un adulto puede pasar cierto tiempo sin ingerir proteínas, un niño no puede sin sufrir las secuelas. Se está poniendo en peligro el desarrollo de una generación que no tiene acceso a una educación, una alimentación o un desarrollo emocional adecuados. Y que arrastrarán ese déficit para siempre», alerta Andrés Conde, director de Save the Children.
(Los nombres de los niños de este reportaje son ficticios para preservar su identidad).

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA -EL ULTIMO ROMANO,.


EL ULTIMO ROMANO- foto,.

Cada mañana desde hace diez o doce años, poco antes de las nueve, un hombre solitario se detiene ante la barandilla al pie del obelisco egipcio, frente al palacio de Montecitorio, en Roma, a cincuenta pasos de la entrada principal del edificio que alberga el Parlamento italiano. Es un individuo de pelo gris que ya escasea un poco, al que he visto envejecer, pues con frecuencia paso por ahí a esa hora cuando me encuentro en esta ciudad, camino del bar donde desayuno en la plaza del Panteón. Da lo mismo que sea invierno o verano, que haga sol o que llueva: apenas hay día en que no aparezca. Siempre va razonablemente vestido, con aspecto de empleado, o de funcionario. Más bien informal. Y lleva siempre una pequeña mochila, o una cartera colgada del hombro. En eso ha ido cambiando, porque ahora lo veo más con la cartera. El procedimiento es rutinario, idéntico cada día. Se detiene ante la barandilla, frente a la fachada del palacio -supongo que camino del trabajo-, saca un papel doblado que despliega con parsimonia, y con una voz sonora y educada utiliza el papel como guión o referencia de citas para el discurso que viene a continuación, diez o doce minutos de oratoria impecable, bien hilada. Un breve discurso diario, allí solo, bajo el obelisco, ante la fachada muda del Parlamento.
A veces me detengo a cierta distancia, por no molestarlo, y escucho atento. El discurso no suele ser gran cosa, y a menudo repite conceptos. No insulta, no es agresivo. Por lo general se trata de una especie de reprensión moral en la que menciona artículos de la Constitución o critica, casi siempre de modo general, situaciones concretas de la política italiana. Cosas del tipo «Todo gobernante debe asegurar el derecho al trabajo de los ciudadanos», o «La corrupción política no es sino el reflejo de la corrupción moral de una sociedad enferma y a menudo cómplice». De vez en cuando desliza asuntos personales, injusticias de las que es o ha sido objeto, aunque sin alejarse nunca del interés común, del enfoque amplio. Siempre es educado, coherente y sensato. No parece el suyo discurso de un loco, ni expresión patológica desaforada de una obsesión. Parece sólo un ciudadano que lleva diez o doce años dolido por lo que ocurre ante sus ojos, y que cada mañana acude ante el lugar que considera eje principal de esos males, a denunciarlo en voz alta, con palabras mesuradas y sensatas.
Lo que cada día convierte la escena en conmovedora es que ese hombre está solo. El lugar, frente a Montecitorio, es escenario habitual de protestas ciudadanas, y a menudo hay carteles reivindicativos; o algo más tarde, a la hora de entrada de los diputados, se reúnen cámaras de televisión y ruidosos grupos de manifestantes que abuchean o vocean consignas. Sin embargo, a la hora en que nuestro hombre se presenta no hay nadie. Sólo un par de carabinieri que pasean aburridos por la plaza desierta y algún turista que se asoma, curioso, por la ventana de un hotel próximo. Y es allí, en aquella soledad, ante la puerta vacía del Parlamento, donde se alza esa voz serena y desafiante, pronunciando palabras que suenan clásicas y hermosas: reprensiones morales, llamados a la conciencia, sentencias que todo ciudadano honrado, todo político decente, deberían tener por su evangelio. Y después, cada vez, acabado el discurso, nuestro hombre dobla despacio el papel, lo guarda en la cartera y se va dignamente, en silencio. Mesurado como un ciudadano de la antigua Roma.
Cada vez, viéndolo marcharse con tan admirable continente, no puedo evitar pensar en los otros: sus ilustres antecesores. Pensar en los Gracos, en Cicerón pronunciando ante el Senado su inmortal «Quousque tandem abutere, Catilina, patienta nostra». En Bruto, Casio y los que ensangrentaron la túnica de César. En los hombres flacos de sueño inquieto de los que hablaba Shakespeare, cuyos ojos abiertos los hacen incómodos para los tiranos y los canallas. En los hombres justos de aquella Roma republicana, embellecida por la Historia, pero cuyos ejemplos formales tanto influyeron en el mundo, en los derechos y libertades de los hombres que supieron regirse a sí mismos. En la conciencia moral, superior hasta en las actitudes -y quizá superior, precisamente, a causa de ellas-, que tanto sigue necesitando esta Europa miserable y analfabeta, este compadreo de golfos oportunistas que nos desgobierna y del que también somos responsables, pues de entre nosotros mismos, de nuestra desidia e incultura, han nacido. En el consuelo casi analgésico de escuchar cada mañana, todavía, la voz serena de un último romano.

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