TITULO: La Hora Musa - Decirte que te quiero (pese a los muros del mundo) ,. Martes - 22 , 29 - Octubre ,.
'La Hora Musa', presentado por Maika Makovski ,a las 22:55 horas, en La 2 martes - 22 , 29 - Octubre , foto,.
Decirte que te quiero (pese a los muros del mundo),.
París, Texas, de Wim Wenders.
¿Qué espero de todas estas lecturas
sino es que me hablen de un estúpido amor?
Yo hacia abajo, tú hacia arriba: sabíamos que era una cosa más bien estúpida, pero no dejábamos de hacerlo. Cada viernes por la tarde cruzábamos la ciudad en dirección al otro, cada uno desde su extraño lugar de origen, para encontrarnos en el punto intermedio exacto; para encontrarnos en la mitad de un semáforo abierto, en plena carretera, con los coches a punto de encenderse. Parábamos en medio durante esos segundos de poder; quizá un abrazo breve, un beso ligero, tomarnos las manos para decidir el camino a seguir. Así, en el centro de esa ciudad ajena y propia, con los coches acelerando y disparados en todas las direcciones, seguíamos caminando juntos; al este, al oeste.
1. historias breves de mi país y un contexto
y esta es la manera menos torpe que encontré para decirlo
Estuve viviendo en las cosas fáciles durante unos años, antes de ser consciente de que todo estaba a punto de cambiar: cuál es el ritmo político del mundo, cuál es el ritmo, preguntaba yo mismo en mi habitación a los siete años de edad, emborrachándome con VHS de los Looney Tunes; el ritmo está apagado, el ritmo lo marco yo. Cada año del principio, una gota inapreciable.
Después, losa tras losa: estuve en Berlín durante apenas ocho días del verano de 2015. Me senté al quinto día en Alexanderplatz, mirando con atención la punta de la torre de telecomunicaciones: mi cuerpo no hacía nada allí. Berlín tenía los rastros de un mundo partido, pero mi madre estuvo de compras en Alexanderplatz mientras yo esperaba sentado. Mi padre y yo entramos a un McDonald’s en Alexanderplatz, compré un cono de nata y volví a sentarme mirando hacia arriba, tantas torres hablando del pasado.
En mi vida presente, la compartimentación se lleva a cabo con un ritmo lastimero pero que sabe abrir bien las heridas. Reboto por la geografía, de Barcelona a Santiago de Compostela, de Santiago de Compostela a Madrid; cada vez que vuelvo a casa siento que ya no es mi casa, siento envidia hacia las personas que saben mirar hacia arriba, hacia un edificio, y decir: aquí está mi casa. Yo quiero dejar de ser esta amalgama extraña de personas, este cruce político de territorios, esta masa extraña de humanidad que es mi cuerpo —mi cuerpo inscrito de cosas que ha vivido y yo he decidido no recordar, escribe Victoria Guerrero: aquí resides / por mientras pasa el tiempo que te separa de la muerte—.
***
Afirmo con los dientes redondos, incapaces de morder: esta es una reseña prudencial de un libro de poemas titulado Berlín, escrito por Victoria Guerrero Peirano (Lima, 1971) y publicado por una editorial cuyo nombre se funde extrañamente con el del poemario: Esto no es Berlín. Digo prudencial por lo de mi distancia, y coloco aquí este párrafo a sabiendas, como si no me fiase de mí mismo, como si me picase todo el cuerpo al no entregar el contexto, al no dar los nombres. Igualmente doy mi cuerpo a esta reseña, igual que Victoria Guerrero da su nombre y desconfigura sus recuerdos para inventar el recorrido inverso de una vida en perpetua huida. Si nos pasamos los años escapándonos de nuestros centros, este poemario gira la trayectoria: palabra a palabra, palabra a palabra en busca de un sintagma que devuelva el sentido a lo que hacemos.
2. ah, el amor
y ya no sé cómo amarte
tu pureza hiere mis oídos
La cosa de los semáforos duró los primeros meses, claro: después, la vida cambia. Después hubo que aprender a enamorarse en una ciudad distinta; más tarde en otra en la que ella ya no estaba, cada vez más lejos, tan cansados el uno y el otro. Abandonando la posibilidad de cruzar la ciudad para encontrarnos, uno inventa formas casi fantasmagóricas para sostener el amor a través del tiempo. La persona amada se extingue en lo físico y pasa a formar parte del mismo cuerpo del deseo: tú y yo dentro de mí mismo. Victoria Guerrero agarra todas las personas posibles y las aglutina en un mismo interlocutor, para que así sea más fácil encontrar al destinatario. Como decir: si digo tú, si digo ellos, si digo nosotros, si digo él, si digo yo; te ruego que sepas que siempre te escribo a ti.
Ahora, el problema central de este poemario que es Berlín: así, tú y yo esparcidos por el mundo, cuál es la forma posible, de qué forma puedo hablarte para que tú entiendas que te quiero, que te quiero a pesar de los muros del mundo. Victoria Guerrero vuelve la mirada hacia su nombre, en busca de alguna certeza entre todos esos tránsitos abruptos, dice: mi nombre es ahora un documento de barbarie. Hace recuento, como repasando un álbum de fotografías antiguas, de todos los mundos derruidos que su nombre ha dejado atrás: los hijos que no han nacido, las largas ausencias, los amaneceres confundidos entre ciudades —levantarse en Boston sin saber bien qué es Boston exactamente—. Se revuelve como queriendo sentir, como queriendo pincharse a sí misma en una desesperada busca de estímulos que sacudan su mundo.
¿Será la nostalgia de ese sufrimiento la que me hace escribir?
Así que se agarra al amor como si fuese la única lanza que atraviesa lo largo de su vida, la única constante; vuelve a él como un niño emigrado que regresa a casa siendo adulto. Lo observa desde el avión, a punto de aterrizar, intenta ponerle palabras a esa silueta grotesca que cubre el horizonte, por un momento la sacudida política a la identidad se recoge, se dobla, mira hacia adentro. Victoria Guerrero escribe lo siguiente, como buscando acariciar una imagen que empieza a desvanecerse: la vida es ese espacio de recuerdos torpes / en los que cae una lluvia oblicua […] / en medio de ella estamos navegando tú y yo / y mis pies se apoyan suavemente sobre los tuyos.
3. sabemos, en el fondo, quién tiene la culpa
pero no he querido distraerte con este falsete de mujer herida
Berlín es un libro permeable al dolor que el tiempo inflige a los cuerpos, pero también apunta con decisión a su enemigo, al culpable de toda esta evaporación identitaria, de toda esta distancia que nos separa del primer amor. Escribe Victoria Guerrero, como agitando una bandera enorme: así que / después de todo / preferimos seguir más al poeta que a la ciencia. Utiliza los dos lados del muro de Berlín casi como figura retórica, como diagrama explicativo de la invasión. La poeta observa, herida pero beligerante, el avance de un mundo que aplana la palabra, que desprovee a la poesía de su militancia política, que la aleja de ese propósito idealista de encontrar, aunque sea en el último suspiro, el nombre del amor —el verdadero nombre del verdadero amor—.
La estrategia de contraataque también parece dibujada con concreción: volver a casa, acariciar a los padres, desvestirse de capas de otras ciudades y volver al amor primerizo, el que se agita entre los árboles todavía pese a tantos años en la distancia. Así pelea Victoria Guerrero contra el desplazamiento fácil del sector capitalista. Su diagnóstico de la poesía contemporánea es crudo: hoy la poesía es una linda dama de compañía / y hace rima y se luce sobre cocinas postindustriales / hace buen tiempo que abandonó la militancia y se vende a precios modestos pero dignos, escribe.
Pero Berlín es un libro que siempre está volviendo a casa, que no se rinde: una discoteca inmensa de luces esperanzadas se abre para que los jóvenes bailen sobre su pista, para que los amores distanciados se reencuentren.
ahora que conoces el pasado
es tu turno de agitar el futuro
No quisiera fundar contigo un país para que nuestros hijos muriesen por él; acaso sea mejor llevar una vida tranquila aquí, en esta indecisión, en el medio de este semáforo y en los segundos previos a que todos los coches arranquen, sin saber muy bien cuál es el país que habitamos pero teniéndolo más claro que nunca antes.
4. bailo contigo porque es lo único que me apetece hacer
si he bailado ¿existirá algún paso honesto?
Hoy, de vuelta en la ciudad que tú y yo atravesábamos las tardes de viernes, ya sé que no importa demasiado esta minúscula distancia física que nos separa. Los dos ya en Berlín, no osamos siquiera acercarnos al muro. Así, con este miedo que crepita instalado en mi vida, invoco mi agitación pasada y susurro, antes de dormirme, que probablemente me subiría al muro para besarte, aun a sabiendas de morir después. Pero eso es todo lo que hago, apenas susurrar.
TITULO: Cachitos
de hierro y cromo - Sueño música ,. Martes - 22 , 29 - Octubre ,.
El martes - 22 , 29 - Octubre a las 22:30 horas por La 2, fotos,.
Sueño música ,.
Hace treinta años, en el verano de 1992, se estrenó en Francia una de las obras maestras más imperecederas del cine sonoro europeo: Un cœur en hiver. Su guionista y director era Claude Sautet. En España se estrenó el 1 de diciembre de 1993 como Un corazón en invierno (se puede ver la película completa en Youtube en francés con subtítulos en español). Recuerdo que las críticas del film fueron excelentes. El público cinéfilo también lo apoyó. Durante dos años se fue estrenando en más de treinta países de cuatro continentes. Era una época, la primera mitad de los años noventa, en la que, sin internet al alcance de los ciudadanos, ni grandes campañas de marketing (apenas las hubo en este caso), un buen film europeo lograba abrirse paso en el mundo sólo con su prestigio y reputación: yendo de boca en boca y con el apoyo de críticos cultos y honestos. Periodismo cultural.
Casi nadie entonces, diría que nadie en 1993, mencionó algo de lo que yo sólo me percaté catorce años después, cuando volví a ver la película en DVD en 2007, para incluirla en mi libro El cine europeo: Las grandes películas (2008). Eso de lo que me percaté con gran sorpresa fue la influencia literaria, no tan evidente para todo aquel que lo haya leído, de Mijail Lérmontov en el guion de Claude Sautet. Y, diría, en la dirección de actores. En especial en la caracterización de su personaje masculino. Por eso en mi libro escribí: “Guión: Jacques Fieschi, Jérôme Tonnerre y Claude Sautet; libremente inspirado en La princesa Meri, relato de Mijail Lérmontov, incluido en el libro Un héroe de nuestro tiempo”. [Guiño: En 2007 guión aún se escribía con tilde]. Porque efectivamente, la película se inspira en la nouvelle —relato largo o novela corta— de la narración más célebre de Lérmontov, una de las cimas de la literatura rusa decimonónica [1]. Esto no fue incluido en los títulos de crédito de la película. No se trataba pues, en este caso, de una adaptación fiel, sino de una inspiración. Y me pregunto, y le pregunto al lector, ¿cuántos guionistas de cine y series se han inspirado en personajes, tramas o estructuras narrativas de obras literarias sin citarlas en los créditos? En bastantes casos, intuyo, porque acaso ni son plenamente conscientes de esas influencias. El cine imita a la vida y muchas veces los que escribimos —y mientras tanto vivimos, no se nos olvide— podemos tener influencias vitales tan reales, o más, de la ficción, que de la vida que llamamos real.
Muchas veces las influencias de nuestras lecturas no son directas, sino que son los recuerdos de esas lecturas los que nos influyen en nuestras actividades y en nuestra creatividad. Creo que eso es exactamente lo que le pasó a Claude Sautet, admirador confeso del libro del ruso Lérmontov Un héroe de nuestro tiempo (Gerói náshego vrémeni / Герой нашего времени, 1839 / 1840). A partir de tres o cuatro personajes bien definidos en un libro, creó sendos personajes cinematográficos adaptándolos culturalmente al París de principios de los años noventa del pasado siglo.
En su prólogo a Un héroe de nuestro tiempo, —publicado en varias de las traducciones de la obra vertidas al castellano— el gran escritor y traductor Vladimir Nabokov, admirador absoluto de Lérmontov, escribe:
En «La princesita Meri», el tercer narrador escucha a escondidas por lo menos en ocho ocasiones, gracias a lo cual siempre está informado. Desde detrás de la esquina de un paseo cubierto, ve a Meri recuperar el cubilete que ha dejado caer el tullido Grushnitski; oculto por un gran arbusto, escucha el diálogo sentimental entre ambos; tras una robusta dama, oye la charla que conduce al intento, por parte del dragón, de que Meri sea insultada por un borracho dostoyevskiano; a una distancia no especificada observa a escondidas cómo Meri bosteza ante las bromas de Grushnitski; en medio de la sala de baile repleta de gente, sorprende las irónicas réplicas de Meri a las románticas súplicas de Grushnitski; desde el exterior de «una ventana mal cerrada», ve y oye cómo el dragón y Grushnitski maquinan la forma de fingir un duelo con él, con Pechorin; a través de un visillo que no está «completamente echado», observa a Meri sentada pensativamente en su cama; en un restaurante, situado detrás de la puerta que conduce a un reservado, donde están reunidos Grushnitski y sus amigos, Pechorin oye personalmente cómo es acusado de visitar a Meri por la noche; y por último, y con la mayor oportunidad, el Dr. Werner, el padrino de duelo de Pechorin, sorprende una conversación entre el dragón y Grushnitski que lleva a Werner y Pechorin a la conclusión de que solo se cargará una pistola. Esta acumulación de conocimientos por parte del héroe hace que el lector espere, con frenético interés, la inevitable escena en que Pechorin aplastará a Grushnitski descubriendo todo lo que sabe [2].
La princesa Meri
Traduzco de la Wikipedia en inglés (consultada en agosto de 2022): “Se decía que la película de Claude Sautet Un corazón en invierno (Un cœur en hiver) estaba basada en sus recuerdos de la sección Princesa María (Mari o Meri). La relación con el trabajo de Lérmontov es bastante vaga: la película transcurre en el París contemporáneo, donde un joven reparador de violines (interpretado por Daniel Auteuil) busca seducir a la novia de su socio comercial, una talentosa violinista llamada Camille, para que se enamore de sus encantos cuidadosamente ideados. Él hace esto puramente por la satisfacción de controlarla emocionalmente, sin amarla nunca con sinceridad. Es un Pechorin moderno”.
Ya avanzada la novela medio centenar de páginas, en el capítulo II de Un héroe de nuestro tiempo, titulado “Maxim Maxímych”, se nos describe a Pechorin: “Era de estatura media, su talle esbelto y fino, y la anchura de sus hombros denotaban una constitución recia, apta para soportar todos los rigores de la vida nómada y el cambio de climas, no quebrantada por las disolutas costumbres de la capital ni por las tormentas espirituales; su polvoriento levitín de terciopelo, abrochado solamente con los dos botones inferiores, ofrecía a la vista una camisa resplandeciente de limpieza, signo de que se trataba de persona seria; los manchados guantes parecían hechos a la medida de su pequeña y aristocrática mano, y cuando se quitó uno, me sorprendió la delgadez de los dedos marfileños. Sus andares eran desaliñados y perezosos, mas observé que no braceaba, seguro indicio de un carácter algo reservado. […] la posición de su cuerpo dejaba entrever una cierta debilidad nerviosa; […] Había en su sonrisa un aire infantil. […] la pálida y noble frente, en la cual sólo una larga observación podría descubrir huellas de arrugas entrecruzadas, que seguramente resaltarían más en los momentos de ira o de conmoción espiritual. […] a propósito de sus ojos he de añadir algunas palabras. Lo primero es que no se reían cuando reía él. ¿Nunca habéis tenido ocasión de observar semejante fenómeno en algunas personas? Es indicio de mal carácter o de tristeza profunda y constante. A través de sus pestañas semientornadas, las pupilas brillaban con un fulgor fosforescente, si es que cabe esta expresión. No era el reflejo de una llama interna o de una rica fantasía: era un brillo símil al del acero pulido, deslumbrador, pero frío; su mirada fugaz, penetrante y dura, dejaba la impresión desagradable de una pregunta indiscreta, y hubiera podido reputarse de insolente a no expresar tanta serenidad e indiferencia”. La traducción de este párrafo descriptivo memorable, brillantísimo, es de Luis Abollado Vargas. Le pido al lector un esfuerzo: una segunda lectura del texto esta vez imaginando el rostro del actor Daniel Auteuil, ese Pechorin cinematográfico moderno, caracterizado como Stéphane en Un corazón en invierno.
En la Introducción al “Diario de Pechorin” podemos leer una frase que caracteriza perfectamente el espíritu del personaje literario ideado por Lérmontov y el alma del personaje cinematográfico creado por Sautet. Procede de la mente de Pechorin, pero podría haber salido de la de Stéphane: “La historia de un alma humana, aunque se trate de la más mezquina, resulta, tal vez, más curiosa y útil que la historia de un pueblo entero, máxime si es el fruto de una mente madura que se observa a sí misma y si se ha escrito sin el vanidoso deseo de despertar compasión o asombro”. (P. 63)
La descripción de la mujer deseada (no amada) y desamada, la princesa Meri, descrita por el joven Lérmontov con una agudeza impropia de su edad (entonces un novelista primerizo, veinteañero apasionado), es la base con la que Sautet construye el personaje fílmico de la joven violinista Camille, una hermosísima Emmanuelle Béart.
“La jovencita llevaba un vestido cerrado gris de perles y un ligero pañuelo de seda anudado a su grácil cuello. Las botas couleur puce ceñían en el tobillo su fina pierna con tanta gracia, que hasta el más lego en los misterios de la belleza lanzaría por lo menos un ¡ah!, de asombro. Su andar ligero, pero aristocrático, encerraba un algo virginal, imposible de definir, pero evidente a simple vista. Cuando pasó por nuestro lado, nos saturó del aroma inexplicable que exhala a veces la esquela de la mujer amada.
—La princesa Ligóvskaia —dijo Grushnitski—; y la que va con ella es su hija
Meri, como la llama ella al estilo inglés. No llevan más que tres días aquí”. (P. 84)
Bien. Antes de seguir, quiero aclarar que la estructura narrativa de la novela es bastante más compleja que la de la película, con varias voces narradoras, acaso inspirada por los libros más célebres de Boccaccio, Cervantes y Potocki. El libro de Lérmontov está estructurado en dos partes que contienen cinco relatos, con un prólogo del propio autor ruso. Los cinco relatos están contados por tres narradores distintos. Las acciones transcurren en años distintos durante algo más de un lustro, de 1827 a 1833, en las ciudades de Piatigorsk y, en menor medida, Kislovodsk, en la península de Tamán, bañada por el Mar Negro. En la Primera Parte (I, Bela), un joven escritor de viajes, anónimo, que recibió los diarios de Pechorin de Maxim Maxímych (que recuerda al propio Lérmontov cuando fue joven militar en la zona que le inspiró la novela). En la sección “II, Maxim Maxímych” de la primera parte, el citado capitán, veterano de guerra, cuenta sus andanzas con Pechorin cuando ambos sirvieron en la guerra del Cáucaso. Esta Primera Parte incluye también el Diario de Pechorin, una introducción y el capítulo I, Tamán. La Segunda Parte, se subdivide a su vez en dos capítulos, “La princesa Meri” y “El fatalista”, continuando con el punto de vista en primera persona de Pechorin. Nos queda claro que es un joven impulsivo pero no alocado, avieso, sin empatía, distante, desengañado con la vida y las personas, aburrido de la vida convencional, un misántropo prematuro. Hoy se le podría tachar, además de machista, pero ¿hace casi doscientos años, qué militar ruso no lo sería? Descontextualizar no explica nada. Sí queda claro que Lérmontov no comparte su forma de ser, pues lo describe como lo que son muchos machistas enamoradizos: un maestro de la manipulación. Vamos ahora a escribir sobre la película Un corazón en invierno, porque el arquetipo de hombre manipulador, el Pechorin contemporáneo, es el que veremos perfectamente encarnado en el film.
“La música es un sueño.” Stéphane (Daniel Auteuil)
Ojos como mares, como océanos de fuego. Ojos como luciérnagas en la noche, iluminando, tarde, un corazón en invierno.
Diego Moldes
Los ojos de Emmanuelle Béart. Ojos azulados que valen por todo un guion, por cualquier diálogo, por mil palabras bellas. Por todo un encuadre perfecto. Por un rechazo. Por verlos sufrir por el simple placer de verlos. Por un no a destiempo. Verla interpretar a Ravel al violín nos hace creer en la magia del cine. Y de la música. Su imagen de musa, de escultura rediviva, encandila, como una Eurídice parisina de nuestro tiempo. Tres personajes. Tres actores en estado de gracia. Un triángulo amoroso nunca consumado por una de las partes. Maxime (André Dussollier) y Stéphane (Daniel Auteuil) son socios. Son luthiers: reparan violines antiguos y otros instrumentos de cuerda. Maxime se enamora de una violinista, la joven y hermosísima Camille (Emmanuelle Béart). Maxime le cuenta a Stéphane su aventura. Cree que son amigos, pero Stéphane no cree en la amistad, como tampoco cree en el amor. Y sin embargo se enamora. ¿O no? Stéphane y Camille se quieren, pero juegan como el perro y el gato, hasta que ella, cansada, da el primer paso y se declara. Stéphane responde, “Pero yo no te amo”. ¿Por qué la rechaza si sabe que la ama? ¿Por el simple placer de rechazarla? ¿O es que se siente incapaz de amar? Decía el gran Yves Montand [actor que, dicho sea de paso, trabajó con Sautet en tres films, César et Rosalie, 1972, Vincent, François, Paul… et les autres, 1974 y Garçon!, 1983], cito de memoria, que “en ocasiones la timidez no es más que el camuflaje tras la que se esconde el alma de un orgullo inmenso”. Quizá eso es lo que le pasa a Stéphane. Su “no” a Camille es un “no” al mundo. Un desprecio amargo, o más bien un rechazo a implicarse. Su afición por la música, sea Debussy o Ravel, es más por la música como fenómeno sonoro y onírico que como una pasión desbordante, real, de carne y hueso, como Camille. Su negación del mundo no es neurótica, sino ontológica. Quizá por eso no se ve capaz de hacerla feliz. En ese caso su acto es heroico, no cobarde. Sus acciones contradicen sus deseos. Pocas veces hemos visto sufrir en la pantalla a una mujer como a la Camille que Emmanuelle Béart compone con suma delicadeza, al tiempo que con una fortaleza bellísima. Una emoción prodigiosa en su intensidad nos recorre la espina dorsal cada vez que volvemos a ver Un corazón en invierno, una obra magistral que nos congratula con el mundo, pese a que la vida, por desgracia, nunca se parece al cine. Pero sí a esta película [3].
En la novela, ya bastante avanzada la historia, ese insolente manipulador que es Pechorin, ese desgraciado fingidor de carácter sutilmente tóxico, se sincera con la protagonista: “A fe mía, princesa —dije con cierto fastidio-, que jamás debe rechazarse a un delincuente arrepentido; la desesperación puede conducirle a cosas peores… y entonces…” (P. 109) Sin duda, un manipulador desesperado puede volverse en el peor de los canallas. El orgullo herido, Pechorin lo sabía, Stéphane también, conlleva innumerables vilezas.
Stéphane es más honesto que Pechorin al final, menos manipulador, pues pudiéndose acostar con una rendida Camille, no lo hace. En eso Pechorin es más malvado, también más impulsivo, menos frío que su trasunto fílmico. En un momento de la película, Stéphane va a ver los ensayos musicales de Camille y salen a tomar algo a un café cercano. La conversación revela ya mucho del carácter interior de ambos.
CAMILLE —¿Siempre ha vivido solo?
STÉPHANE —Sí, en general.
CAMILLE —¿Le gusta la soledad?
STÉPHANE —Sí, pero me gusta la compañía de los hombres… y la de las mujeres.
CAMILLE —No es del todo lo mismo.
STÉPHANE —No.
(Escuchan a una pareja en la mesa de al lado discutiendo, en plena crisis emocional).
[…]
CAMILLE —¿Nunca se ha enamorado?
STÉPHANE —Supongo que sí.
CAMILLE —Y esa mujer, Hélène, Maxime me ha dicho… ¿qué es para usted?
STÉPHANE —Alguien que aprecio y con quien me llevo bien.
CAMILLE —No le gusta hablar de usted.
STÉPHANE —No mucho.
CAMILLE—¿Por qué?
STÉPHANE —Verdaderamente no me apasiona. Y no es muy útil.
CAMILLE —Depende con quién. Yo puedo estar días sin hablar y si estoy bien… me parece natural y me dejo ir. Eso me gustaba con Régine. Trabajábamos mucho y luego… recreo. Podíamos hablar toda la noche. Recuerdo que en un hotel en Roma habíamos decidido que… (pausa) Veo que su atención se relaja.
STÉPHANE —No, no. La escucho. La miro. Me gusta verla hablar.
(Camille sonríe halagada. Un compañero da unos golpecitos en la ventana del café para avisarla de que se reanudan los ensayos en el estudio de al lado).
Más avanzada la narración, Maxime le enseña a su socio el piso en reformas donde va a vivir con Camille. Unos días después los tres coinciden en el mismo café. Maxime tiene que ausentarse y salir, dejando sola a su novia con Stéphane. Pareciera que, al no haberse dado más flirteo ni ningún avance amoroso por parte del frío luthier, Camille estuviese expectante, desorientada y enamorándose secretamente del misterioso socio de su novio.
CAMILLE —¿Por qué me rehúye?
STÉPHANE —No la rehuyo.
CAMILLE —¿He hecho algo que le haya disgustado?
STÉPHANE —En absoluto. He tenido mucho trabajo.
CAMILLE —Creía que le importaba lo que yo estaba haciendo. ¿Es por Maxime?
STÉPHANE —¿Maxime?
CAMILLE —Podría tener escrúpulos por su amistad.
STÉPHANE —No hay amistad entre él y yo.
CAMILLE —¿No hay amistad?
STÉPHANE —No. Somos socios, desde hace años… nos complementamos. Es un interés mutuo, nada más.
CAMILLE —Para él usted es un amigo.
STÉPHANE (medio sonríe sarcástico) —No se lo puedo impedir.
CAMILLE (asombrada, desconcertada) —No le creo.
STÉPHANE —Porque eso no se dice, pero es verdad, incluso es banal. ¿Le parece chocante?
CAMILLE —No… Triste.
STÉPHANE —Lo que sería triste sería equivocarse de palabra.
CAMILLE (en un pronto, enfadadísima) —Lo que me dice son sólo palabras. Esa manera de reducirlo todo. ¿De qué se protege?
STÉPHANE —Ahora me estoy exponiendo.
CAMILLE (severa, como regañándolo) —Usted no es así, nadie es así. Eso no existe. Es una actitud.
STÉPHANE —¿Qué es lo que quiere? ¿Que me invente razones, traumatismos? ¿Una infancia infeliz, una frustración sexual? ¿Una vocación suspendida? No, no lo veo. Es cierto que mis hermanos me encontraban falso e hipócrita. Y lo reconozco.
CAMILLE —Disfruta dándome una imagen desagradable de usted. Es lo fácil.
STÉPHANE —Un poco, discúlpeme.
CAMILLE —Como si las emociones no existieran. ¿La música sí le gusta?
STÉPHANE —La música es un sueño.
Maxime regresa a la mesa y ellos deben acabar disimuladamente con la conversación. Transcurren más días y episodios.
Tras varios ensayos, Camille y Stéphane no vuelven a verse. Una noche Camille le admite a Maxime que siente algo por Stéphane. Días más tarde, Camille se arregla, cambia su peinado, se maquilla mucho, labios de rojo carmín… Quedan a cenar en un bistró. Ella está más confundida que nunca, no comprende como una mujer joven, culta y bellísima es cortejada y luego rechazada por un hombre con pocos amigos, frío, distante, sin aparentes cualidades y, además, bastante feo. Está herida en su orgullo femenino. Como en la novela le ocurría a Meri con Pechorin. Exactamente igual.
CAMILLE —No puedo. No lo consigo. Esto no puede quedar así. No puedo aceptarlo. (Le mira fijamente, con sus enormes ojos abiertos). Pero diga algo.
STÉPHANE —Le he dicho la verdad.
CAMILLE —Usted sabe que no. Cuando vino a verme el día que llovía, no lo he soñado, su atención…
STÉPHANE —Es mi oficio.
CAMILLE —No me diga que soy como cualquier otro músico.
STÉPHANE —No, claro.
CAMILLE —Esa manera de mirarme.
STÉPHANE —Era sincero.
CAMILLE —Todo lo que nos dijimos.
STÉPHANE —No nos dijimos nada.
CAMILLE (indignada, ella se refería a lo que se decían con las miradas, no con las palabras) —¡Claro que sí! O bien soy yo que… Pero no, no es posible… ¿Pero por qué?
STÉPHANE —Ya le he dicho por qué.
CAMILLE (mirándolo con un enfado agresivo) —Si era un juego haber ido hasta el final. (Elevando la voz) ¡Haber follado conmigo! ¡Habría sido un cabrón normal! (Todo el bistró la escucha).
STÉPHANE —Camille, pare.
CAMILLE (gritando) —¡Nada, usted no es nada! (Los demás comensales los miran). ¿Le molesta que nos miren? Si les divierte. Ahí está, apretado en la silla… Preferiría no estar. (Desde la calle, a través del cristal, les mira Maxime, que se acerca) Ah, le gusta la música, porque es un sueño, nada que ver con la vida. Un sueño, desgraciado, no sabes lo que es. Ni imaginación, ni corazón, ni cojones. (Gritando y agarrándole supuestamente los testículos por debajo de la mesa). ¡No hay nada ahí dentro, nada!
(El metre le llama la atención a Camille, pide que pare. Mientras, Maxime ya ha accedido al bistró y los mira de pie a una cierta distancia).
CAMILLE —Déjeme, ya me voy. (Se lleva las manos a la cabeza, sollozando, tapándose la cara. Stéphane le acerca una mano al brazo para consolarla, pero ella lo aparta bruscamente) ¿Qué me ha pasado? ¿Qué estoy haciendo? No se preocupe, me voy. (Maxime ya está de pie junto a ella. Stéphane le mira). Qué vergüenza.
Camille se levanta y se va. Al levantarse Stéphane de la silla, Maxime le da un fortísimo sopapo que lo tira al suelo.
Un aspecto interesante de la obra cinematográfica no presente en la literaria es la temática musical. En efecto, la música y los violines están en el celuloide mas no en la palabra impresa en ruso; de hecho, sólo he hallado esta mención a la música en todo el libro, en la entrada del 23 de mayo del Diario de Pechorin, y no un pasaje melómano, ciertamente, sino todo lo contrario: “—Esto me halaga tanto más —me dijo— cuanto que no me ha escuchado usted en absoluto. ¿Acaso no le gusta la música?… —Muy al contrario… ¡sobre todo después de comer! —Grushnitski lleva razón al afirmar que sus gustos son de lo más prosaico… Veo que le agrada la música en el sentido gastronómico… —Una equivocación más: no tengo nada de gastrónomo; mi estómago es deplorable. Pero la música, como sobremesa, adormece, y dormir después de comer es saludable: de donde se deduce que me gusta la música en el aspecto medicinal. Por la noche, en cambio, irrita excesivamente los nervios: me pone demasiado triste o demasiado alegre. Lo uno y lo otro fatiga si no existe un motivo real de alegría o de pena; además, la tristeza en sociedad es ridícula, y una alegría excesiva, incorrecta…” (P. 115)
Y, avanzando el diario de Pechorin vamos conociendo mejor su retorcida y compleja personalidad, que, insisto, es extraordinariamente semejante a la de Stéphane, hasta llegar a la entrada del 3 de junio, en donde a raíz de un diálogo íntimo con la princesa Meri, el conquistador sentimental se abre a su doncella de forma inesperada, reaccionando a un comentario brevísimo pero muy hiriente de ella.
“—¿Acaso tengo traza de asesino?…
—Algo peor…
Quedé pensativo un momento y dije luego con aire profundamente conmovido:
—¡Ese ha sido mi destino desde la más tierna infancia! Todos adivinaban en mi rostro indicios de malas cualidades inexistentes que, a fuerza de presuponerlas, terminaron por aparecer. Era cándido, y me acusaban de astuto: me hice retraído. Era profundamente sensible al bien y al mal, nadie me trataba con cariño, todos me ofendían: me convertí en rencoroso. A diferencia de otros niños, alegres y charlatanes, yo era sombrío; me sentía superior a ellos, pero se me consideraba inferior: me hice envidioso. Estaba dispuesto a amar al mundo entero y nadie me comprendió: aprendí a odiar. Mi anodina juventud transcurrió en una lucha contra mí mismo y contra la sociedad; temeroso de la burla, escondí mis mejores sentimientos en el fondo del corazón: allí han muerto. Decía verdad, y no se me daba crédito: me entregué al engaño. Después de conocer bien el mundo y los resortes de la sociedad, fui ducho en la ciencia de la vida, y comprobé que otros eran felices sin necesidad de tales artes, gozando gratis las preeminencias que yo trataba de conseguir con esfuerzo tan arduo. Y entonces nació en mi alma la desesperación; pero no esa desesperación que suele tener como remedio el cañón de una pistola, sino la desesperación fría e impotente, enmascarada en la amabilidad y en una sonrisa bonachona. Me convertí en un contrahecho moral: la mitad de mi alma no existía, estaba anquilosada, evaporada, muerta; yo la amputé y la arrojé lejos. La otra, sin embargo, alentaba y vivía, presta a servir a cualquiera; pero nadie lo entendió así, porque todos ignoraban la existencia de la mitad muerta. Ahora ha despertado usted en mí el recuerdo de ella, y le he leído su epitafio. Muchos reputan de risibles los epitafios en general. Yo no; tanto menos cuando pienso en lo que bajo ellos descansa. Por lo demás, no solicito que comparta mi opinión: si mi salida le parece ridícula, ríase; no me disgustará lo más mínimo.
En este instante tropecé con sus ojos: estaban anegados en lágrimas; su brazo temblaba apoyado en el mío; le ardían las mejillas, ¡se apiadaba de mí! La compasión —sentimiento al que tan fácilmente se rinden las mujeres— había hundido las garras en su inexperto corazón. Mientras duró el paseo, estuvo distraída y no coqueteó con nadie… ¡lo cual no deja de ser muy sintomático!” (P.122 y 123)
Es este uno de los párrafos más memorables de la literatura rusa, acaso de la universal, una autodescripción magistral de la maldad y el egoísmo y las semillas infantiles que los causan, ajeno a todo psicologismo —por otro lado, inexistente en la época— y bastante anterior a otros personajes literarios tan malvados y fascinantes que después veremos en algunas obras de Turguénev, Dostoievski, Tolstoi… o, ya en el siglo veinte, en Andrei Bieli o Bulgákov. Sorprende pensar que Lérmontov escribiese este pasaje de tal madurez introspectiva en 1839, cuando contaba con sólo veintitrés o veinticuatro años de edad. Al igual que Pushkin, el otro héroe romántico ruso por excelencia, Lérmontov falleció en un duelo muy joven, en 1841. Tenía apenas veintiséis años. El mito se agigantó en todos los salones literarios. (Pushkin falleció en un duelo parecido cuatro años antes, en 1837, cuando los poemas de ambos eran ya muy célebres en todo el Imperio Ruso).
Pondré otros ejemplos de los recovecos de la personalidad de Pechorin, que tanto sedujeron a Sautet y que ya forman parte de cierto arquetipo del misógino individualista. No diría que es un machista como lo entendemos hoy día, sino un narcisista enfrentado con la vida, descreído del amor y las ideas, carente de ética. Siempre he afirmado que la ironía busca la complicidad y es una forma de humor elegante (los judíos son quienes mejor la cultivaron culturalmente, los gallegos también, con nuestra retranca, que es una especia de ironía con sorna, aunque el diccionario RAE no recoja la retranca gallega entre sus acepciones), mientras que el sarcasmo es despectivo, hiriente, opera desde el sentimiento de superioridad y jamás busca empatizar sino alardear con insultante amargura amoral. En la entrada del día 11 de junio escribe Pechorin en su diario:
“Desde que los poetas escriben y las mujeres los leen (cosa que se les agradece profundamente), se las ha llamado ángeles tantas veces, que ellas, en su simplicidad, han creído de veras lo que no pasa de ser un halago, olvidando que esos mismos poetas, por dinero, dieron a Nerón el calificativo de semidiós…
No soy el más indicado para tratarlas con tanto sarcasmo; yo, que no he querido en este mundo más que a ellas; yo, siempre presto a sacrificarles la tranquilidad, la ambición, la vida… Pero no es un acceso de fastidio ni de amor propio herido lo que me mueve a despojarlas del mando hechicero que solo una mirada experta puede atravesar. No, todo lo que digo de ellas tan solo es consecuencia
De frías observaciones de la mente
y dolorosas experiencias del corazón.
Las mujeres debieran desear que todos los hombres las conociesen tan bien como yo, pues desde que dejé de temerlas y descubrí sus pequeñas flaquezas las amo cien veces más.” (P. 135 y 136)
Misoginia sarcástica rusa en su más alta expresión.
Podríamos afirmar que el personaje de Pechorin no interesa hoy a la mayoría de lectores, en la era de lo políticamente correcto. Sería afirmación errónea. Desgraciadamente, el mundo está lleno de Pechorins, en la mayor parte de los casos sin su talento y valentía, sólo con sus múltiples defectos del alma. No por ocultar en la ficción a determinados tipos humanos estos desaparecerán de las sociedades que envenenan y a las que nada aportan.
Por desgracia, si esos Pechorins son guapos, ricos, aduladores cultos y resplandecen con cierto éxito social —en aquel caso con uniforme militar, hoy engalanados con otras plumas de pavo real— las mujeres más incautas pueden y suelen caer en sus manipuladores brazos. Primero las cortejan, luego las enamoran y, más tarde, con cobardía, las abandonan. Un clásico de la literatura y en la vida. Lérmontov, joven galán, lo sabía bien, y lo describe así en una de las últimas escenas amorosas de la obra, durante un paseo a caballo del que Meri y Pechorin se separan del grupo y hacen trotar a los équidos junto a un río.
“Se repuso un tanto; intentó desprenderse de mi brazo, pero yo estreché con más fuerza aún su talle suave y delicado: mi mejilla casi tocaba la suya, que ardía.
—¿Qué hace usted?… ¡Dios mío!…
Yo no reparaba en su temblor y turbación; mis labios rozaron su fina tez; ella se estremeció, mas no dijo nada; íbamos los últimos; nadie nos veía. Una vez en la otra orilla, todos se lanzaron al trote. La princesita retuvo el caballo; yo me quedé a su lado; era evidente que mi silencio la preocupaba, pero yo, por curiosidad, me había jurado no pronunciar palabra. Quería ver cómo resolvía tan embarazosa situación.
—¡O bien me desprecia usted, o me ama profundamente! —rompió a hablar, por fin, con voz alterada por las lágrimas—. Acaso quería burlarse de mí, soliviantar mi alma y abandonarme después… ¡Sería un acto tan vil y tan bajo, que solo la suposición…! ¡Oh, no! ¿Verdad —añadió en tono de cándida confianza—, verdad que no hay nada en mí que incite a faltarme al respeto? Su atrevido proceder… debo perdonárselo, por haberlo permitido… ¡Responda, hable, quiero oír su voz!…
Sus últimas palabras contenían tanta impaciencia femenina, que no pude por menos de sonreírme. Por fortuna, estaba anocheciendo… No respondí.
—¿Calla usted? —prosiguió ella—. ¿Quiere, por ventura, que sea yo la primera en decirle que le amo?
Yo seguía callado…
—¿Lo quiere así? —continuó, volviéndose repentinamente hacia mí… En la decisión de su mirada y de su voz se vislumbraba algo trágico…
—¿Para qué? —respondí, encogiéndome levemente de hombros”. (P. 137 y 138)
Tremendo ese para qué. Si se aplicase de forma maximalista ese para qué a numerosas facetas y quehaceres humanos, a varias de nuestras acciones y pasiones, quizá no habríamos salido de las cavernas. ¿Para qué?, se preguntarán algunos misántropos que no ven la belleza, a veces ni dentro de sí mismos (acaso esa sea la causa de su misoginia y misantropía).
“Hago memoria de todo mi pasado e, involuntariamente, me pregunto: ¿para qué he vivido? ¿Con qué fin nací?… Pero ese fin ha debido de existir, y es probable que me predestinase a algo elevado, porque en mi alma alientan fuerzas inconmensurables… Pero, no adivinando mi vocación, corrí tras el señuelo de pasiones ingratas y vacías; salí de su fragua duro y frío, como el hierro, mas perdí para siempre el fuego de los nobles afanes, la flor más galana de la vida. Y, desde entonces, ¡cuántas veces he sido hacha en manos del destino! Caí sobre la cabeza de los condenados como arma de verdugo, a menudo sin odio, siempre sin piedad… Mi amor no ha hecho feliz a nadie, porque nada sacrifiqué en pro de los seres amados; amaba para mí, para contento propio; me reducía a satisfacer una extraña necesidad del corazón, devorando con ansia los sentimientos, la ternura, las alegrías y los dolores de quienes amaba, sin lograr saciarme jamás. Algo así como el que, torturado por el hambre, se duerme, exhausto, y sueña con manjares suculentos y espumosos vinos: engulle con avidez los dones etéreos de la imaginación y parece sentirse aliviado; pero, al despertar, se disipa el sueño… ¡y le queda hambre redoblada y desesperación!
[…]
Pensando en la muerte, próxima y posible, pienso solamente en mí mismo; otros no hacen ni siquiera eso. Los amigos me olvidarán mañana o, peor aún, contarán de mí Dios sabe qué infundios. Las mujeres, abrazando a otro, se reirán de mí, para no despertar celos hacia el difunto. ¡El Señor los perdone! Del temporal de la vida no he sacado más que algunas ideas y ningún sentimiento. Ya hace tiempo que no vivo con el corazón, sino con la cabeza. Sopeso y analizo mis propias pasiones y actos con severa curiosidad, pero sin interés. En mí coexisten dos seres; uno vive, en el sentido completo de esta palabra; el otro piensa y le juzga; el primero quizá se despida para siempre de usted y del mundo dentro de una hora… Y el segundo… ¿el segundo?…” (P. 153 a 155)
Hemos llegado al meollo del asunto, escrito del mejor modo que quepa imaginarse.
Ya en el final de la novela, otra voz, otro personaje femenino, no Meri sino Viera, da con la que puede ser la clave de bóveda del pechorinismo, por ello conviene leerlo con máxima atención. Se trata de una carta que Viera, que amó a Pechorin, le escribe sabiendo que jamás volverá a verlo. Concluye así: “Pero tu ser posee algo peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer; nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario”. (P. 164)
Y el último y lamentable encuentro entre la seducida y el seductor, la princesa Meri y el oficial de dragones Pechorin, con un diálogo influyente en cierta literatura, teatro y cine.
“Soy un miserable ante usted… ¿Verdad que, aunque me haya usted amado, me desprecia desde este momento?
Se volvió hacia mí, pálida como el mármol; tan solo sus ojos despedían maravillosos destellos.
—Le odio… —dijo.
Le di las gracias, hice una respetuosa reverencia y salí.” (P. 170)
Esa actitud de Pechorin vuelve a ser la base con la que, cambiando el argumento, Sautet construye el final infeliz de Stéphane. Así, en el penúltimo encuentro entre Camille y Stéphane, en el piso de ella al que él acude, muchos meses después, sin haberse visto desde aquella noche en el bistró, Stéphane se sincera por primera y única vez.
STÉPHANE —La he perdido a usted y he perdido a Maxime. No destruyo a los demás, sino a mí mismo. No puedo repetírmelo solo. Tenía que decírselo. (La mira con tristeza, sin la frialdad de encuentros anteriores).
CAMILLE —Lo ha dicho. Soy yo la que está vacía ahora.
(Suena el teléfono. Interrumpe la conversación, que ya no volverá a reanudarse. Camille lo despide fríamente en la puerta de su casa, acaso devolviéndole los golpes emocionales con su misma moneda).
Meses más tarde, vuelven a verse los tres en el café. Ella inicia una gira musical por el extranjero. Cuando Stéphane va a por el coche, ambos se quedan solos, unos minutos. Stéphane le dice que se alegra de volver a verla (¿está arrepentido de no haber intentado siquiera una relación amorosa con ella?) y ella le dice, yo también. Se sonríen con nostalgia de algo que pudo haber ocurrido pero que, en cambio, nunca ocurrió. No hubo amor, sólo un intento de seducción y enamoramiento algo vago. Al despedirse por última vez, Camille le da un beso muy afectuoso, pero debido a la posición de la cámara, no sabemos si es en la mejilla junto a los labios o en los mismos labios.
Maxime sube al coche y se despide de Stéphane saludándolo con la mano. Stéphane le saluda. Al irse en el coche con Maxime, Stéphane y nosotros, espectadores, vemos por última vez el rostro de Camille, la hermosa cara de Emmanuelle Béart, sus ojos vidriosos, tristes, mirando a Stéphane a través del cristal del café, con una profunda melancolía, apuntalada por unas notas de piano, violoncello y violín: la música de Ravel.
Sólo ahora, viendo la película por tercera vez en tres décadas distintas, me he dado cuenta que el trío amoroso planteado por Sautet está evocado musicalmente por los tres instrumentos del trío de Maurice Ravel, violín, piano y violonchelo, tres sonidos que abren, puntúan, desarrollan y clausuran la narración. Ahora, escribiendo estas líneas, me he percatado de la analogía musical: la violinista Camille es el violín en la sonata raveliana, Maxime sería el violonchelo y Stephane el piano, el contrapunto a los dos instrumentos de cuerda. Camille, el violín, busca ese contrapunto en Stéphane, en el piano, pero acaba con otro instrumento parecido a ella, un violonchelo, también un sonido musical de cuerda. Esto es algo que ya venía apuntado —no estuve tan atento como para detectarlo en los primeros visionados, y eso que, como he dicho antes, ya había escrito sobre esta película en un libro mío de 2008— en los créditos iniciales, cuando sonaba el Trio de Ravel, así como en los varios ensayos musicales de Camille, cada ver más perturbada por los sentimientos que le evoca la música y el mismo luthier, Stéphane.
Un ejemplo de que el cine es una summa artis total.
Sin duda la película es de una mayor sutileza que la novela. El libro es más romántico, igual de profundo, pero no tan meditado como el film. Sautet tenía sesenta y ocho años cuando se estrenó su película. Lérmontov era un veinteañero. Supongo que son edades en las que la reflexión de lo que es el amor, el desamor, el juego amoroso y la conquista o la renuncia, son bien distintas. Las cosas no son como son, sino como las vemos.
Concluyo. Llevado por la pasión por libro y film, me he extendido demasiado. Una última reflexión, si se me permite.
Es injusto que la brillante película de Sautet, tan inspirada por el popular libro de Lérmontov, haya caído en un cierto olvido (sin haber sido nunca obra popular). En cambio, que esta extraordinaria novela rusa lleve leyéndose y traduciéndose durante dos siglos, no es fruto del azar. Obviamente. Que se haya adaptado además a obras de teatro y de cine en diversas ocasiones y en países de tradiciones culturales bien distintas es lo que no sólo justifica su lectura, sino su relectura cultural. Y a nuevos visionados del film. Espero que este artículo mío haya contribuido, doblemente, un mínimo, a todo ello.
TITULO: Locos por las motos - Bagnaia cambia el esquema,.
Bagnaia cambia el esquema,.
El italiano consigue anular el dominio de Martín durante los sábados y además, tras su triunfo en Japón, entra en un selecto club de ganadores en MotoGP.
foto / Bagnaia ,.
Las primeras sensaciones de Bagnaia tras ver la bandera a cuadros en Motegi, reflejaban la satisfacción del italiano por su actuación en el trazado japonés. “Lo hemos hecho todo perfecto, tenemos que trabajar siempre así y tenemos que poner este fin de semana como ejemplo para el futuro”, resaltaba el piloto de Ducati, después de un GP de Japón donde venció en la esprint y también se impuso en la carrera larga, para firmar su cuarto fin de semana de dominio en lo que va de temporada; aunque en esta ocasión dejó escapar la pole. Dos décimas separaron a Pecco de un gran premio perfecto, al que su segunda posición en el cronometrado era el único pero que se le podía poner. Pero lo solventó por partida doble con dos salidas impecables.
Aunque la historia del sábado fue diferente frente a un Acosta que iba decidido a por su primera victoria, el español falló mientras que Bagnaia estaba en lugar adecuado, en el momento adecuado. La caída del piloto de GasGas le valió el triunfo al italiano, que durante el domingo fue su mayor rival. “Fui capaz de acumular esa ventaja de un segundo y medio al principio y para recortarla iban a tener que empujar mucho”, explicaba Pecco, sobre la estrategia que adquirió en una carrera donde dejó una lección. El mejor arma contra el piloto de Ducati es poder molestarle y en Motegi, nadie fue capaz de hacerlo. Porque cuando sintió la presencia de Martín cambió “un poco la frenada” y se acabó la historia. Rodando en aire limpio, el ritmo del bicampeón fue inalcanzable.
Bagnaia fue un reloj que no bajó del 1:44 en una carrera “muy rápida” donde más allá de la victoria, logró otro gran mérito: entrar en un selecto club de ganadores en MotoGP. El triunfo de Pecco fue el octavo de la temporada para el italiano en domingo, le sirvió para apretar todavía más la lucha por el título (tiene una desventaja de 10 puntos frente a Martín) y sobre todo, para sentarse en la misma mesa que cuatro grandes campeones. Hasta ahora, solo Valentino Rossi (2002, 2003, 2004, 2005 y 2008), Casey Stoner (2007 y 2011), Jorge Lorenzo (2010 y 2013) y Marc Márquez (2014, 2018 y 2019) habían sido capaces de ganar al menos ocho grandes premios en un mismo año. Y salvo el balear en 2013, todos ellos acabaron el curso en lo más alto de una tabla donde, de momento, el piloto de Ducati lleva desventaja.
Un paso al frente
Para nada es casualidad el liderato de un Jorge Martín que ha conseguido su mejor versión en MotoGP. Pero después de ver el contador de victorias se entiende mejor cómo la irregularidad está siendo el mayor rival de ‘Pecco’ en este 2024, donde Márquez está convencido de que llegarán más errores. Pero esa es otra historia. En el presente y por primera vez, desde que comenzó su lucha personal frente al piloto de Pramac por el título de MotoGP, Bagnaia ha sido capaz de mejorar la explosividad del español durante los sábados.
Tras el fin de semana en Motegi, el de Ducati presume de seis triunfos al esprint (Mugello, Assen, Austria, Misano 2, Indonesia y Japón), los tres últimos de manera consecutiva, frente a los cinco de Martín (Qatar, Jerez, Le Mans, Sachsenring y Misano 1). Pero además, está a una de triplicar las victorias en domingo frente al líder de la general en una lucha, que ambos quieren llevar hasta Valencia.
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