El Sabado -4- Abril a las 8:55 por La 1, fotos,.
La actriz y youtuber Leonor Lavado se pone al frente del concurso divulgativo sobre seguridad vial que recorre distintas ciudades españolas a bordo del coche del programa. El espacio fomenta el conocimiento de las normas viales, el civismo y la sostenibilidad ambiental,.
¿Sabían que hay expertos
que aseguran que dentro de 20 años
de los países desarrollados?
Esto es "Seguridad vital",
comenzamos.
Si nos vemos en medio de una riada,
lo más importante es siempre
mantener la calma y llamar
a los servicios de emergencias.
-Para salir del vehículo,
bajaría la ventana
por la parte contraria
a la corriente
y saldría por ella colocándome
en el techo del vehículo.
He llegado para recoger a Herminia,
a María Galiana,
que a los seguidores de "Cuéntame"
no hay que decirles nada más.
Resulta que hay una persona,
que va hablando por el móvil,
que eso ya es lo último
que se puede pensar para conducir,
y resulta que hace una barbaridad
y tú te ves implicado
en esa barbaridad
sin comerlo ni beberlo.
A mí eso me indigna muchísimo.
-Casi el 50% de niños fallecidos
en accidentes de tráfico en España
no usaron un sistema de retención.
Este elemento puede reducir
en un 75% las muertes
y en un 90% las lesiones de niños.
Hola, muy buenas.
Llevar a los niños sentados
en un sistema de retención
infantil homologado
es obligatorio en España
desde 1991.
Casi 30 años después
y a pesar de que está
demostradísima su eficacia,
todavía hay gente
que lleva a los niños
como nosotros llevamos
hoy a Manolín: sin atar.
El sistema de retención infantil
es un sistema
que permite a los menores
ir adecuadamente en el vehículo,
y está adaptado a su talla y peso;
de tal manera que le asegura
que en caso de accidente
el daño de lesiones
o incluso de muerte
sea nulo o mucho menor.
-Casi el 50% de niños fallecidos
en accidentes de tráfico en España
no usaron un sistema de retención.
Según la Dirección
General de Tráfico,
este elemento puede reducir
en un 75% las muertes
y en un 90% las lesiones de niños.
-Los datos que nos da la DGT
es que en las vías interurbanas
hubo 10 muertes
de menores de 12 años,
unos 73 heridos hospitalizados,
y, si nos vamos a las vías urbanas,
no se encuentra ningún fallecido
en este tipo de vías
y 12 son los heridos
hospitalizados graves.
Dependiendo de la altura y peso
encontramos diferentes grupos:
el 0 destinado para menores
que no sobrepasen los 13 kg,
el I para pequeños de 9 a 18 kg,
y el grupo II y III
para pequeños de 15 a 36 kg.
Para una correcta sujeción
seguiremos los siguientes pasos.
El caso de esta silla
que os estamos mostrando,
es una silla que va
desde un bebé recién nacido,
40 cm más o menos,
hasta los 105 cm o 18 kg de peso.
Esta silla en concreto va colocada
con sistema Isofix.
Es muy sencillo; sacamos las lanzas
y las enganchamos
en el sistema Isofix del vehículo;
tenemos una pata de apoyo,
que en caso de accidente
va a evitar que la silla
pueda bascular en demasía.
La DGT nos marca que debe de ir
obligatoriamente
en los asientos traseros.
Solo irá en el asiento delantero
cuando estén ya ocupados
por otros menores
o cuando el vehículo
no disponga de anclaje.
Si fuese delante, muy importante
que vaya a contramarcha
y con el airbag delantero,
si es frontal, desconectado.
Hay que colocar al niño
con ropa ligera,
dentro de la silla del coche
y el arnés bien tenso.
En caso de que el menor
no vaya bien sujeto,
las consecuencias
pueden ser fatales.
Ayúdanos a mejorar
la seguridad vial.
Si tienes fotos
o vídeos como estos,
envíalos a nuestro correo
participacion@seguridadvital.es,
compártelos en nuestras cuentas
de Twitter, Facebook o Instagram,
o envíanos un WhatsApp
a nuestro número de teléfono:
644 648 138.
Hasta que uno no tiene
un accidente como el que tuve yo,
no toma consciencia de lo peligroso
que puede ser la circulación.
En condiciones meteorológicas
un poco adversas,.TITULO: Vaya crack - Fiestas II ,.
Sábado -4- Abril , a las 23:55 horas, en La 1 / foto,.
lo escribió Hemingway
y se llama "Fiesta".
-Las fiestas son muy conocidas,
se conocen los Sanfermines,
se conoce la Feria de Sevilla,
se conocen las Fallas, creo que sí.
-Hay películas que las mezclan.
-Sí, en "Misión Imposible 2",
mezclan las Fallas, los Sanfermines
y la Semana Santa sevillana,
lo que hacen es quemar los pasos.
-Han unido España,
cosa que no han podido otros.
-Exacto.
-Eso es.
Y a mucha honra. Hoy volvemos
a hablar de fiestas.
Sí, segunda parte,
porque, seamos sinceros,
a un español un día de fiesta
le ha parecido poco;
así que volvemos con nuestra guía
básica para fiestas de España.
Para ello, contaremos
con la ayuda de buenos asesores:
María Ángeles Sánchez,
fotoperiodista especializada
en las fiestas de España;
el humorista y carnavalero Yuyu.
El carnaval ha marcado mi vida
de una manera total.
Monchi, director deportivo y
chirigotero del carnaval de Cádiz,
y el periodista y presentador
Roberto Leal.
Con la opinión de la calle,
con unos regatistas gallegos,
los chicos de la peluquería,
unos diseñadores en su trabajo.
Tendremos otras cosas, ¿no?
¿O solo buscan el cachondeo?
Y el cliente
de una sala de acupuntura.
Sonrían y disfruten,
están en "Sobresalientes".
(Sintonía)
(Música discotequera)
Las fiestas populares de España
forman parte del patrimonio
cultural inmaterial del país,
su riqueza simbólica y cultural
las han convertido en un gran
reclamo para el turismo de fuera.
Fiestas como la feria de Málaga,
la semana grande de Bilbao,
el descenso del Sella
o las fiestas de carnaval
ganan, cada vez,
más interés internacional.
Cuando te pica el gusanillo del
carnaval no puedes vivir sin él,
aunque te encuentres
a miles de kilómetros.
No hay un año que no me escape,
este año último estando en Roma
jugábamos en casa
contra el Benevento, ganamos,
y el lunes de carnaval
estaba en Cádiz.
Si puedo, evidentemente,
si me da el resultado del domingo,
yo vengo siempre a Cádiz; es más,
creo en el carnaval de la calle,
creo en perderme por Cádiz,
en sus rincones, en tablados
viendo cantar, ¿no? No pierdo
el contacto porque es algo que...
Que desde que tengo uso de razón
lo llevo en mi sangre.
Preguntamos en la calle
¿cómo viven el carnaval?
El carnaval que hacemos nosotros
no es el carnaval, ni mucho menos,
del que hacen en Canarias
o en Brasil, pero...
-Que conste que es de las fiestas
que más me gustan,
el disfrazarse es divertido.
Yo he estado en Cádiz
y es un fiestón de los buenos.
Yo fui a los carnavales
vestido de hombre mosca
y nos encontramos a unos tíos
que iban de Los Mosqueteros,
eran como D'Artagnan
pero con un matamoscas
y empezaron a perseguirnos,
fue muy gracioso.
(CANTAN) #Carnaval, carnaval;
carnaval, te quiero#.
(HACE EL GRITO MARIACHI)
El carnaval tiene sentido
si te metes de lleno en él
y lo disfrutas desde dentro.
Hablamos con un autor premiado
de letras de carnaval, que vive
los de su tierra con devoción.
El carnaval de Cádiz es único,
es único en creatividad.
Por ejemplo, el de Tenerife está
más ambientado en los brasileños,
son más espectaculares,
pero en Cádiz no se busca eso,
se busca la letra, la música;
los disfraces tienen
menos presencia, no es un carnaval
tan veneciano o brasileño.
En la calle vas a divertirte
y no te cuesta dinero,.
TITULO:
Chester - ENTREVISTA - Rosalía ,.
El Domingo -5- Abril a las 21:30 por La cuatro , foto,.
Rosalía,.
Rosalía: “El aislamiento a veces es positivo para el proceso creativo”,.
La cantante, que acaba de publicar su nueva canción ‘Dolerme’,
reflexiona sobre su confinamiento en Miami por el coronavirus, su
carrera y el mundo de la música
Desde que publicó El mal querer, en noviembre de 2018, y su carrera se disparó a una velocidad meteorítica e histórica en la música española hasta convertirse en una estrella global del pop, Rosalía ha concedido pocas entrevistas. Ninguna a un periódico español. Desde Miami, habla con El País Semanal a través de una videoconferencia. Acaba de publicar Dolerme, una nueva canción que, asegura, tiene que ver con “la sensación de la desesperación, la tristeza y de sentirse encerrado”. Pero, más allá de esta sensación que le llevó a componer su flamante composición, Rosalía se muestra jovial, cercana y con muchas ganas de compartir sus impresiones sobre su carrera, el mundo de la música y estos tiempos raros.
Pregunta. ¿Cómo está pasando el confinamiento en Miami?
Respuesta. Desde los Grammy me quedé aquí para trabajar en el siguiente disco. Me cogió en la ciudad cuando se decretó que la gente ya no podía viajar y se tenía que quedar en casa. Aquí ya es oficial que tienes que quedarte en casa a no ser que tengas un motivo vital muy importante.
P. Después de dos años sin parar, ahora ha frenado en seco. ¿Cómo lo lleva?
R. Siempre me gusta estar haciendo cosas y estar activa. Y es verdad que esto me ha obligado a frenar de golpe. Intento verle la parte positiva a todo, aunque hay días que no me sale. A veces, echo mucho de menos a mi familia. Y estar activa. No me gusta quedarme en casa, sino estar en la calle, en movimiento, yendo para arriba y para abajo. Pero sé que ahora uno tiene que frenar y ver que el contexto es distinto. Intento verle la parte positiva y pienso que frenar también puede ser positivo. Me ayuda a reflexionar y me obliga a replantearme cosas.
P. ¿Esta reflexión tiene que ver con su carrera?
R. Sí, claro. Esta cuarentena me deja mucho tiempo y lo dedico a leer, a escuchar música, a hacer canciones y a disfrutar, sobre todo, el proceso de hacer canciones sin prisas, sin deadlines, sin tener preocupación de nada. Estoy como en una burbuja. Creo que el aislamiento a veces es positivo para el proceso creativo. Incluso a lo mejor ahora estamos todos tan aislados que parece que queremos hacer cosas con otros, más en comunión, pero creo que viene bien para reflexionar. Me planteo cosas para el futuro en estos días, pero al mismo tiempo intento estar activa y hacer música. Aquí, en esta casa, tengo una pequeña habitación donde hay un miniteclado, un micro, una tarjeta de sonido, un ordenador… y con eso ya tiro para escribir y tener ideas.
P. Acaba de sacar nueva canción, Dolerme. Su idea era publicar otra composición, pero cambió los planes a partir del confinamiento.
R. Creía que no tenía ningún sentido la canción que iba a sacar por el contexto actual. Pero tengo ganas de que salga más adelante. Es una canción con una colaboración. Quiero que salga cuando tenga sentido y resuene bien. Sobre todo que tenga sentido porque todos los singles que he sacado siempre salen cuando creo que tienen que salir, cuando me digo: "Esta es la canción que quiero para ahora". Y con Dolerme es tal y como ahora me siento, es como resueno. Por eso, quise pararlo todo y cambiar los planes. Dolerme tiene mucho más que ver con el feeling que ahora mismo tengo. Con esa sensación que tiene que ver con la desesperación, con sentirse encerrado, con la tristeza y el lamento.
R. A ver… las cosas más vitales las he podido mantener, las sigo teniendo, a excepción de ahora que no tengo a mi familia. Las cosas más importantes para mí siguen ahí: estar en contacto con mi familia, escuchar y hacer música, hacer mis cosas… En realidad, mi vida no ha cambiado tanto porque las cosas esenciales las sigo manteniendo. Y me hacen estar anclada, mantener los pies en el suelo, estar en mi centro como artista. Sigo igual que hace 10 o 13 años. Lo único que ha cambiado es el contexto y a lo mejor según qué detalles del día a día, pero las cosas esenciales no.
P. ¿Le costó mucho gestionar esos nuevos detalles del día a día después de la publicación de El mal querer y pegar un pelotazo tan inmenso?
R. Intento siempre tomarlo con naturalidad y seguir siendo quien soy. Yo sé quién soy y sé lo que me hace feliz. Llevo tantos años haciendo lo que me gusta… Por ejemplo, nunca he dejado de estudiar música. Cada día hago mis ejercicios de canto por la mañana, le dedico unas siete u ocho horas a meterme en el estudio… todo eso me mantiene anclada a quien soy. Siempre he pensado que la fama es una consecuencia de mi trabajo, nunca un objetivo. Intento tomar todo lo que viene con naturalidad.
P. En este proceso ha conocido muchos músicos importantes, algunos de ellos estrellas mundiales. ¿Cuáles han sido los que más le han sorprendido?
R. Es verdad. He conocido artistas que admiro muchísimo y todos son inspiración. De la mayoría te diría que lo que más me sorprende es ver la idea que tiene la gente de ellos, como son como personaje, pero ver luego cómo son en realidad. Saber quiénes son realmente como personas cuando estás con ellos y les dedicas tiempo. Muchas veces la gente espera que el personaje sea el mismo que la persona, pero, cuando entras más dentro de todo esto de la música, te das cuenta de que muchas veces está muy separado y no es negativo.
P. ¿Alguno de esos artistas le ha resultado muy cercano?
R. Billie Eilish es muy cariñosa… No sé, todos son muy cercanos, de verdad. También lo son Frank Ocean y Dua Lipa. A Caetano Veloso le conocí y me encantó lo cariñoso que fue. David Byrne también vino a un concierto que hice en Nueva York y fue super cariñoso y super cercano.
P. David Byrne, aparte de ser un genio como Caetano Veloso, es como un ser especial. Su última gira, que pasó por España hace un par de años, era algo muy luminoso. Verle despertaba una ilusión por vivir.
R. Sí, sí… ¡es increíble! Ahora pienso también en Björk. Tuve la suerte de compartir bastante tiempo hablando con ella y me encantó. Me pareció que había una cosa muy bonita en todo esto: a pesar de que hay muchos momentos de estrés y de presión, a la vez hay otros momentos en los que puedes conocer gente excepcional. Como toda esa gente anterior que hemos comentado y a toda la admiro muchísimo.
P. Cuando actuó en la gala de los Grammy, llevó el flamenco al escenario más importante de la música a nivel mundial. Se puso bullanguera, con palmas y zapateando. ¿Sintió una especie de responsabilidad de llevar el flamenco, esa parte esencial de la música española, a una audiencia global?
R. Mira, yo lo pienso más bien así: mi música le debe mucho al flamenco y por eso la responsabilidad era mía con esa música. Siempre tengo la ilusión de que, cuanta más gente conozca lo bella que es esta música, mejor.
P. ¿Más que una responsabilidad es una ilusión?
R. Simplemente, mi música se lo debe todo al flamenco. Es mi gran inspiración. Siempre tengo ganas de que cuanta más gente la descubra pues mejor. De hecho, Joaquín Cortés actuó en los Grammy hace muchos años y bailó ahí. Desde entonces no había vuelto a haber una presencia flamenca. Para mí, entonces, era importante que mi actuación fuera Malamente, pero que también tuviera algo de flamenco, que estuviera inspirada en un baile por seguiriyas o en unos tangos tradicionales también flamencos. Claro que sí. El flamenco es una música preciosa y tenía ganas de compartirla con el mundo.
P. ¿Es cierto que la epifanía del flamenco le llegó de adolescente, un día que estaba en un parque y escuchó de repente a Camarón de la Isla desde un coche?
P. ¿Ahora musicalmente con qué está?
R. Estoy escuchando un poco de todo… espera, voy a mirar en el móvil [Coge el móvil y se pone a mirarlo]. De hecho, tengo una playlist especial que me hice para la cuarentena. Escuché el otro día una canción muy especial de un tipo que se llama Mustafa, que es de Toronto. Se llama Stay Alive. Es super bonito. El vídeo está muy bien. Canta muy frágil pero luego el vídeo es muy agresivo, con esas poses. Y lo último de Jay Electronica. También me gusta mucho el último de Roger Eno y Brian Eno. Se llama Mixing Colours. Es súper bonito. JP Mafia también me encanta. Es durísimo y super bueno.
P. ¿Qué es lo que más le atrae de la música cuando compone?
R. Depende de cada canción. Las canciones son distintas. Cada una tiene siempre una atmósfera y la inspiración siempre es distinta según el contexto y lo que estés desarrollando creativamente. No puedo decir algo concreto.
P. Decía Leonard Cohen que las canciones son pájaros y que no hay un pájaro igual que otro.
R. Me encanta que dijese eso Cohen. Tiene mucho sentido.
P. En todo este tiempo desde que es una estrella internacional, ¿ha estado pendiente del ruido mediático que le rodea? ¿Nota la responsabilidad, la presión o las críticas sobre su figura?
R. Yo entiendo que hago música y soy músico. Soy una persona que hace música y se dedica a hacer canciones. Al final, lo pienso como si fuera un oficio como cualquier otro. Así te lo digo. Esto es un oficio como cualquier otro. La fama y todo esto que está alrededor no es el oficio en sí. Es la industria, es otra cosa. Y yo, la verdad, la mayor parte de mi tiempo la dedico al oficio de ser músico.
P. Cuando a Bob Dylan le dieron el premio Nobel de Literatura, mandó una carta de agradecimiento diciendo que él no estaba nunca preocupado, ni siquiera se lo planteaba en su día a día, si su música era literatura o gran cultura. A él solo le preocupaba si iluminaba bien el foco del escenario, si sonaba bien en la prueba de sonido, si la banda estaba bien o cuál era la mejor nota para una canción.
R. Si tienes una visión y te importa, vas a estar pendiente de todo siempre. Tienes que estar al 100% de todos los detalles, en el escenario y fuera de él. Porque si no, no puedes cuidar bien tu proyecto, cuidar de que tu visión se haga realidad tal y como te la imaginas. Ya no solo en lo musical, que para mí es lo que dedico la gran parte de mi tiempo, sino en otros muchos detalles que van más allá. Como dice Bob Dylan, por ejemplo, con las luces en un escenario. Todos esos detalles que giran con la música y el proyecto. Tengo tanto trabajo con eso que no puedo, o no intento, perder mi energía en otras cosas.
P. Una vez dijo, al poco de publicar El mal querer, que su aspiración artística era acabar como Johnny Cash en su vejez: cantar con dignidad y experiencia. Después de todo el éxito que ha obtenido, y tan rápido, ¿sigue con esta aspiración?
R. Mi ilusión es seguir haciendo música con las mismas ganas y energía. En catalán se dice amb la mateixa empenta. Con el mismo drive. Con las mismas ganas, intentar mantener eso. Cuidar ese espíritu, cuidarlo. Como artistas tenemos que estar alimentándolo para seguir creando e inspirarte. Tenemos que mantenernos abiertos, agradecidos con lo que está pasando y conectados con el momento presente. Es la única manera de continuar haciendo cualquier disciplina artística. Siempre quiero tener la energía para seguir haciendo discos.
TITULO: Menudos Vecinos Canal Extremadura -Minuto para Ganar KIDS - Las obras del Aepsa se realizarán fuera del periodo clave de las cosechas agrarias,.
Las obras del Aepsa se realizarán fuera del periodo clave de las cosechas agrarias,.
Junta y organizaciones agrarias acuerdan una mesa para abordar medidas para el campo y exigen al Gobierno que intervenga a corto plazo,.
Buena parte de ellas son obligatoriamente genéricas a falta de elaborar un documento conjunto con las principales reivindicaciones. Otras trascienden a la Junta y dependen del Gobierno o la Comisión Europea, a donde se les hará llegar desde Extremadura. Pero también hay un margen de intervención desde la región para ayudar a nuestros agricultores y ganaderos.
La Junta y las organizaciones profesionales agrarias van a poner en marcha una mesa de trabajo en la que se defina la complicada situación del campo y se planteen posibles soluciones. De ahí saldrá un documento se trasladará al Gobierno, en próximas reuniones de Guillermo Fernández Vara con el presidente Pedro Sánchez y la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. Además, en la Asamblea se creará una comisión para abordar el problemas de los precios e incorporar sus demandas.
Una de las peticiones será modificar la ley de la cadena alimentaria
Entre ellas, la modificación de la ley de la
cadena alimentaria para intentar evitar la brutal diferencia entre lo
que se paga a agricultores y ganaderos por sus productos y lo que le
cuesta al final al consumidor. Igualmente se exige una ley de etiquetado
que clarifique más de dónde llegan los productos que consumimos y sus
características.Vara y los máximos dirigentes de Asaja Extremadura (Ángel García Blanco), Apag Asaja (Juan Metidieri) y UPA-UCE (Ignacio Huertas) mantuvieron ayer tarde durante hora y cuarto un encuentro. «Si se estuviera pagando por los productos del campo lo que hay que pagar, el resto de los debates que hay no existirían, el debate es ese», incidió Vara. «Nos ponemos a desarrollar medidas de Extremadura en las cosas que dependan de nosotros», y, en las que no, el presidente extremeño se ha comprometido «a liderarlas y a exigirlas tanto al Gobierno como a la UE».
Una de las medidas que se introducirán desde la región para facilitar la recogida de las cosechas es el cambio de fechas para las obras del Aepsa (antiguo PER) de los ayuntamientos. Se va a fijar que esas obras salgan del periodo más intenso de recogida de las producciones para que haya menos problemas con la mano de obra autóctona.
Las OPAs también piden a la Junta que cree un órgano de control para el mejor cumplimiento de normativa con el objetivo de evitar fraudes o abusos en los precios que se pagan a la gente del campo. Huertas, García y Metidieri coincidieron en actuar de forma coordinada y rápida con las administraciones.
TITULO:
PERRO REX - EL LADRON DE TOALLAS - Asesinada una mujer de 78 años por su marido en Las Palmas de Gran Canaria ,.
PERRO REX - EL LADRON DE TOALLAS -Asesinada una mujer de 78 años por su marido en Las Palmas de Gran Canaria ., fotos,.
Asesinada una mujer de 78 años por su marido en Las Palmas de Gran Canaria,.
El asesinato se ha producido en su casa, a primera hora de esta mañana, y el marido lo ha admitido a la Policía
Una mujer de 78 años ha sido presuntamente asesinada este sábado en Las Palmas de Gran Canaria por su marido, ha informado la delegada del Gobierno Contra la Violencia de Género, Victoria Rosell.
El asesinato se ha producido en su casa, a primera hora de esta mañana, y el marido lo ha admitido a la Policía, indica Rosell en su cuenta de Twitter.
El suceso ha tenido lugar hacia las 7:00 horas, en un domicilio particular de la calle La Naval de la capital grancanaria, en el barrio de La Isleta, ha indicado un portavoz del 112, quien ha indicado que, cuando los sanitarios acudieron al lugar, la mujer ya había muerto.
Con este último caso, el número de mujeres asesinadas por violencia de género en España asciende a 18 en 2020 y a 1051 desde 2003, según indica la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género.
Rosell asegura que "las mujeres mayores aguantan de media 15 años de maltrato hasta denunciar".
El asesinato se ha producido en su casa, a primera hora de esta mañana, y el marido lo ha admitido a la Policía, indica Rosell en su cuenta de Twitter.
El suceso ha tenido lugar hacia las 7:00 horas, en un domicilio particular de la calle La Naval de la capital grancanaria, en el barrio de La Isleta, ha indicado un portavoz del 112, quien ha indicado que, cuando los sanitarios acudieron al lugar, la mujer ya había muerto.
Con este último caso, el número de mujeres asesinadas por violencia de género en España asciende a 18 en 2020 y a 1051 desde 2003, según indica la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género.
Rosell asegura que "las mujeres mayores aguantan de media 15 años de maltrato hasta denunciar".
TITULO: ¡Qué animal!- Mauritania: ‘road trip’ por la carretera del desierto,.
Mauritania: ‘road trip’ por la carretera del desierto,.
Este es un road trip por la vía que recorre Mauritania de norte a sur. Un tajo de asfalto entre dunas, salinas y playas infinitas que simboliza la transformación de un país joven donde los nómadas tratan de encontrar su sitio, los migrantes buscan un cayuco para ir a Canarias y las multinacionales desembarcan ávidas de oro.
fotos / Chike se ha tomado su tiempo, pero al final lo suelta:
—Entonces —dice— pongamos que yo llego a tu país. Se hace de noche. No tengo adónde ir. Llamo a la puerta de una casa. ¿Me puedo quedar a dormir?
—¿Una puerta cualquiera?
—De una casa, sí.
—Pues no.
—Vaya.
—Incluso puede ser que, si te ven plantado delante de la puerta —iba a decir “con esta pinta”, pero no lo digo—, avisen a la policía.
Chike baja la mirada y ladea la cabeza, contrariado.
Viajamos de norte a sur, desde la frontera marroquí de Mauritania hasta el delta del río Senegal. Seguimos la carretera que cruza el país de punta a punta, del Sáhara al Sahel, con el océano Atlántico a un lado y el desierto al otro. Lo que encontramos en la carretera, lo que en ella se vive y se dice, es la historia de un país joven, en construcción. Un país que tiene apenas 70 años, donde la vida tal como había sido durante siglos —el nomadismo, la dependencia del desierto, el ciclo anual de las lluvias, la agricultura del río, la pertenencia tribal en un territorio abierto— está siendo alterada a un ritmo nunca imaginado.
Nos hemos parado a descansar a la sombra de una jaima, junto a la carretera. Comemos pan con sardinas de Marruecos, quesitos franceses, bebemos leche de lata envasada en Holanda. Terminamos la comida con unas manzanas rojas, lustrosas, que llevan la etiqueta “Gerona”. Conozco bien la procedencia de estas manzanas, cerca de las playas de Sant Pere Pescador, en el Alt Empordà. Durante el camino nos hemos cruzado con numerosos migrantes —burkineses, malienses, guineanos…— que tratan de encontrar un hueco en un cayuco que les lleve hasta Canarias, y una vez allí, quién sabe, quizás un día consigan llegar hasta el Empordà… Ya me los imagino —¡inshallah!— montados en sus bicicletas camino de los campos donde se cultivan las manzanas que ahora comemos; manzanas que se mueven con una fluidez sensacional, si lo comparamos con las barreras, las dificultades que sufren los saltadores de muros; el horror.
Tras la comilona, Chike se dispone a preparar el té. Está a punto de echar medio paquete de azúcar en la tetera y de nada sirven nuestras quejas. El té es cosa suya: la mejor hora del día. A veces lo tomamos hasta cinco veces, como los tiempos de la plegaria. Y cada vez, tres tés. El último tiene un punto amargo que se conserva en la boca durante horas, como si hubieras masticado una raíz.
Chike es nuestro chófer. Hasta hace unos años pastoreaba camellos por la región de Trarza. Le guiaban las estrellas y las lluvias. Las paredes de su casa eran el horizonte. La pertenencia, la tribu. El país, sus semejantes en movimiento. Dejó la vida nómada y los camellos cuando sus animales murieron o tuvo que sacrificarlos debido a la sequía; al cambio climático que azota la región.
Chike regresa al asunto que le preocupa.
—Pongamos, entonces, que llego a tu casa. ¿Qué haces?
—¿Qué harías tú si yo llego a la tuya?
—¡Mato un cordero!
—Yo preparo una paella.
—Ya… pero… ¿me puedo quedar a dormir?
—¿Cuántos días?
Chike se queda pensativo. Discute un buen rato con el hombre que nos ha abierto la jaima donde nos protegemos de la tormenta de arena.
—¿Sabes? —dice aguantando la mirada—, cuando camino por los barrios de Nuakchot, lejos de mi casa, si necesito ir al lavabo, llamo a una puerta cualquiera, entro, hago mis cosas, me lavo, tomamos el té. Así es como yo lo veo.
El hombre de la jaima asiente con la cabeza.
Antes de que se construyera la carretera en el año 2004, el viaje desde Nuadibú hasta Nuakchot, la capital, solía hacerse por pistas y, una vez superado el cabo Timiris, se aprovechaban las mareas bajas para circular por la playa. Era un viaje de gran belleza y peligro. No solo por los escollos que presenta la línea marítima, la gran playa mauritana que se extiende 360 kilómetros hasta la desembocadura del río, sino también por lo engañoso que puede resultar este territorio frágil, venteado, que separa el mar del desierto, una tierra de nadie, la sbar, donde nunca hay que fiarse de las apariencias.
“Las salinas parecen tener la rigidez del asfalto, pero ceden bajo el peso de las ruedas. La costra de sal blanca revienta, en este caso, sobre el hedor de un pantano negro”, escribió Antoine de Saint-Exupéry en Tierra de hombres. Saint-Exupéry fue uno de los pilotos que abrió la línea aérea entre Toulouse y Dakar. Conocía bien esta región en la que pasó largas temporadas y tuvo que realizar varios aterrizajes de emergencia. Uno de ellos inspiró El Principito. Cada vez que el avión fallaba, Saint-Exupéry trataba de posarlo sobre un terreno elevado, una “alfombra de conchas”, sin duda por seguridad, pero quizás también por una pasión filosófica y aventurera.
En una de esas ocasiones, el escritor consigue aterrizar sobre un terreno “infinitamente virgen”, que “ningún animal u hombre ha podido mancillar”. Recoge arena con una mano. La deja caer como una lluvia de oro. Siente que es menos que una mota de polvo en la inmensidad del universo. El primer hombre en perturbar aquella banquisa mineral. El primer testimonio de vida. Nadie. Todo.
Hemos dejado Nuadibú a primera hora de la mañana. A la salida de la ciudad nos esperaban Salima y un grupo de mujeres del barrio de la Charca. Suben en la pick-up, abandonamos la carretera, sorteamos unas cuantas dunas y llegamos hasta las salinas situadas a la orilla del mar. Las piscinas de sal sobre la arena ajardinan un paisaje de pájaros, cielo y agua, recortado al horizonte por la muralla azul oscuro del océano.
A Salima la conocí hace unos años, cuando acababan de organizar una cooperativa de mujeres con la intención de explotar la sal de la bahía. La cooperativa nació de la voluntad —y el entusiasmo— de Nedua Nech, una mujer de buena familia que un día visitó la Charca, en Nuadibú, y la avergonzó la extrema pobreza en la que vivían las mujeres. Sin agua en las casas. Rodeadas de barro. De basura. Muchas de ellas eran solteras y estaban cargadas de hijos.
Nuadibú es el mayor puerto pesquero de la costa; florece gracias a la flota de piraguas, el comercio, las minas de Zourat y la pesca industrial en alta mar de los grandes pesqueros-fábrica de los países ricos. Pero esta abundancia queda mal repartida y para la gente humilde puede ser una condena. Las mujeres le contaban a Nadua que se ganaban la vida preparando la comida y tés para los pescadores. “Solo había que fijarse en aquellos niños mulatos de facciones asiáticas, europeas, negroafricanas, árabes… Ay, ¡ya me dirá!”, exclama Nadua, que se puso en contacto con varias ONG y consiguió financiación de la UE para levantar el proyecto de las salinas.
Salima conserva en su casa un recorte de aquellos primeros momentos gloriosos: se trata de una página ya amarillenta del diario Ouest France en la que salen ella y otras tres mujeres posando con los productores de sal marina de Guérande, en la costa atlántica francesa, donde han estado haciendo un cursillo de formación. En el texto se percibe la cálida acogida de la población local, la solidaridad de los donantes que apoyan la iniciativa en Nuadibú, las buenas palabras, el deseo de que los africanos gestionen sus propios recursos, ejerzan su soberanía.
Durante aquel viaje, Salima y sus amigas aprendieron cómo sacar una sal purísima del mar. Lo hacen cavando pequeños pozos, recogiendo el agua en cubos, llenando unas piscinas hechas con plásticos, dejando evaporar el agua. En tres días, una sola piscina puede producir hasta 25 kilos de sal, suficiente para que una familia pudiera vivir bastante bien. Pero lo que encontramos durante nuestra visita es un gran sentimiento de abandono: como tantas veces ocurre con la cooperación, el proyecto ha quedado abandonado por los donantes antes de que se haya conseguido estructurar algo sólido que les permita transformar sus vidas. Hoy estas mujeres no tienen ni siquiera un transporte para desplazarse hasta las salinas.
Seguimos nuestro viaje con la intención de llegar a Chami antes de la caída del sol. En el retrovisor del coche queda la imagen de Salima que se despide; más sola que la una.
Chami es El Dorado mauritano. Cuando pasaron por aquí los catalanes de la Caravana Solidaria, en noviembre de 2009, poco antes de que tres de ellos fueran secuestrados por Al Qaeda en el Magreb —justo en el kilómetro 170, pasada la gasolinera Gare du Nord—, en Chami apenas había cuatro barracas y algunas tienditas para atraer a los viajeros que cruzaban con prisa por dejarlo atrás.
Hoy Chami produce una impresión extraordinaria. Es tal el hormigueo humano, la fiebre constructora, el caos de vehículos, animales, talleres y comercios, que uno solo puede parar, tomar asiento, respirar hondo y esperar a que lo que uno ve empiece a ordenarse poco a poco.
Compramos plátanos, agua. Nos sentamos justo en el cruce de la
gasolinera, donde se agrupan los vehículos que parten, cargados de
buscadores de oro, hacia el desierto. Son los trabajadores furtivos. Los
parias. Muchos de ellos migrantes. Normalmente, un pequeño inversor,
uno que tiene coche, ha comprado un generador, un detector de metales,
palas, picos, cuerdas…, carga a tres o cuatro muchachos en la pick-up y
se adentran en el desierto para acercarse hasta los aledaños de la gran
mina de oro. Cavan pequeños pozos por los que desciende un hombre
sostenido por cuerdas, hurga en la oscuridad casi sin oxígeno, recolecta
en un cubo piedras y tierra que sus compañeros sacan al exterior
sirviéndose de una polea y la fuerza de los brazos. Los que así trabajan
superan los 15.000. Los accidentes mortales son el pan de cada día. Los
que trabajan en la gran mina, explotada esta por los canadienses con la
mejor tecnología, vallada, bien controlada, inaccesible para los
curiosos, rondan los 5.000. Son los empleados de élite de la Kinross
Gold Corporation, que ya dobla la producción, y viajan en unas
camionetas blancas de empresa con aire acondicionado.
A la salida de la ciudad, en un enorme descampado, se aglomeran los obradores artesanales donde los furtivos rompen las piedras y las pasan por unas grandes molas, filtran el polvo en unas piscinas, tratan de separar el oro atrapándolo con el mercurio que echan al agua.
La mayoría de ellos duermen en barracas y casitas de hormigón de tres o cuatro metros cuadrados en las que se apretujan hasta 10 personas. Las barracas se extienden desordenadas por las dunas, y la basura de esta fiebre del oro —bombonas de gas exhaustas, compresores, generadores, neumáticos, motores desguazados, bidones agujereados— se acumula encima de la arena. También existe un cine donde se pasan partidos de fútbol y series de televisión anunciando, quizás, futuros barrios de viviendas, mientras en el centro de Chami ya pueden verse las señales de una nueva ciudad: unas farolas, unas casitas adosadas destinadas a los ingenieros de la gran mina, a las autoridades locales y los jefes militares. Un hotelito para los visitantes ilustres. Un cuartel en cuyos muros el viento del desierto ha encastado una inmensa duna que llega hasta las garitas de vigilancia recordando que, incluso en la ciudad del oro, el desierto tiene sus leyes.
Nos quedamos a dormir en la jaima de un descampado que se anuncia como campin. Encontramos una pareja de españoles. Viajan en una autocaravana magníficamente preparada para el desierto. Lo que han visto hasta ahora del país les parece “horroroso”. La tormenta de arena que les ha acompañado desde la frontera con Marruecos, una pesadilla. Buscan inútilmente los baños, la conexión eléctrica, la señal wifi. La mujer está contrariada: ha comprado marisco en Nuadibú —“a muy buen precio”— y todavía no ha tenido tiempo para preparar la paella.
—Aquí podrá preparar su paella tranquilamente —tratamos de animarla.
—Ya, pero nosotros la paella siempre la comemos el domingo y ya estamos a lunes.
—¡Bienvenidos! Acomódense ustedes —nos recibe Lamin quitando la arena de los cojines colocados en el suelo de su tienda de comestibles.
Lamin el Kanane Mohamed habla un español excelente. Es uno de los muchos saharauis que uno puede encontrar en esta ruta desde que la desbandada española del Sáhara y la guerra les expulsaran de sus tierras.
Estamos en el pequeño pueblo de El Mhaijrat. El Mhaijrat de arriba, lo podríamos llamar, porque el pueblo antiguo se encuentra junto a la playa, a unos dos kilómetros. Cuando se construyó la carretera, las gentes de la playa, la mayoría pescadores, empezaron a moverse hacia el asfalto para vender a los viajeros bottarga (huevas de mújol) y pescado seco, muy bueno para los diabéticos, que aquí son muchos debido al té demasiado azucarado. Pronto nació un nuevo pueblo que no para de crecer gracias al comercio. Todavía hoy no está claro si la carretera les resultará más rentable que seguir en la playa. Si el comercio sustituirá a la pesca. De manera que los habitantes de El Mhaijrat se dividen entre ambas actividades.
La tienda de Lamin es uno de estos comercios donde todo lo que se
vende tiene el tamaño de la austeridad en la que vive la mayoría de la
gente del país. Solo el agua se almacena en grandes bidones. El resto,
el té, el café, el tabaco, el azúcar, el arroz, los huevos, se venden
por unidades o minúsculas bolsitas de plástico adaptadas a una economía
familiar en la que cada comida es un día ganado.
—¿Así que vienen de Nuadibú? —sonríe Lamin, que tiene ganas de hablar y ya está contando su vida. El día en que siendo un niño empezó la guerra y tuvieron que huir del barrio español de La Güera, en Nuadibú. Cómo, en medio del caos, la familia quedó dividida y él no se reencontró con sus padres hasta cinco años después en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia.
—A la abuela —recuerda— la mató un avión de combate. Nos atacaban los marroquíes, los mauritanos, los franceses. Los españoles nos abandonaron. ¿Habrá notado mi acento español?
—Y también canario.
—¡Claro! Ahora ustedes me ven aquí, en medio de este páramo. Otro día pueden encontrarme en Canarias, trabajando en la hostelería. La vida da muchas vueltas —dice Lamin, que regresa a Tinduf para recordar el día en que le subieron con otros 35 niños a un avión y viajó a Cuba, donde se quedó cinco años en la Isla de la Juventud.
Lamin habla del exilio, de familias repartidas por el mundo, de la lucha del Frente Polisario. Historias orales que, como las de tantas otras poblaciones olvidadas, necesitarían muchas Svetlanas Alexiévich para recogerlas antes de que se vayan olvidando a medida que se apagan aquellos que las vivieron.
—¿Veremos algún día la República Saharaui?
—Después de tanto sufrimiento, sería lo justo —dice Lamin con ojos soñadores.
Uno de los militares del acuartelamiento del pueblo entra para saludar y evita hablar sobre lo que es justo o no lo es. Lamin manda al chico que le ayuda en la tienda —“la tiendita”, dice con su dulce acento canario— a buscar unos sacos de arena de la duna. El chaval regresa con la arena, la extiende sobre la alfombra, le da forma de tablero. El militar abre la bolsa de tela que lleva consigo. Saca unas bolas negras, hechas con excrementos de camello. Unos palitos cortados de la rama de una acacia. Dibuja la cuadrícula de líneas diagonales. Distribuye las piezas. Lamin escoge los palitos. Se lo toman con calma. “Se juega como a las damas”. La partida puede durar hasta tres horas.
Dejamos atrás el parque nacional del Banc d’Arguin, la tierra de los imraguen, la única comunidad de origen moro bereber, que desde hace siglos se dedica a la pesca. Su técnica ancestral es un canto a la complicidad entre el hombre y la naturaleza: solían adentrarse en el mar formando un círculo caminando en zonas poco profundas y eran los delfines quienes les hacían entrar los bancos de peces hasta las redes desplegadas. Hoy esta práctica ha desaparecido y los imraguen pescan en barcas de origen canario, con vela latina. Bañarse en estas aguas, dormir en una jaima acunado por el canto del viento y las olas, despertarse con los cientos de miles de pájaros que revolotean manchando de blanco el cielo, el agua y la arena, comer un capitain o una langosta cocinada a fuego de leña…, ¿qué más se puede pedir?
Llegamos a Nuakchot al caer la tarde. La iluminación de las farolas que empiezan 30 kilómetros antes de la ciudad; los molinos eólicos junto a los rebaños de camellos, cabras y ovejas; la línea de arbolitos que tratan de sobrevivir dentro de unas cubetas de plástico que un camión riega uno a uno con una manguera son el anuncio más visible de la capacidad constructora del ser humano, su tozudez cuando se enfrenta a un proyecto inverosímil, como es la creación de una ciudad en medio de la nada.
Porque el día en que se proclamó la independencia, Nuakchot, la ciudad que estaba destinada a ser la capital, simplemente no existía. Era solo una duna en un desierto de fondo marino —conchas y arena— con una pequeña fortificación construida por los franceses en la que se alojaban 15 soldados al mando de un sargento. Hoy, 60 años después, Nuakchot es la ciudad más grande del Sahel.
¿Por qué se decidió construir la ciudad en un lugar inhóspito, venteado, sin agua, sin una sola casa y ninguna historia que contar? El primer presidente, Moktar Ould Daddah, quería que el Estado creado sobre un territorio colonizado por los franceses empezara de cero. Romper con el pasado. Construir una identidad nacional hasta entonces inexistente. Podía haber escogido como capital la ciudad de Port-Étienne, hoy Nuadibú, o la ciudad de Rosso, junto al río. Pero la primera quedaba demasiado al norte, y la segunda, demasiado al sur. En el norte domina el mundo árabe bereber; en el sur, el mundo negro africano. Construir la capital en un punto intermedio era una manera de conciliar la diversidad cultural del nuevo Estado donde todo estaba por hacer.
El arquitecto Tidiane Diagana fue uno de los artífices de la nueva
ciudad. Le visitamos en su casa. Recuerda su primer viaje con el
presidente hasta la duna. Cómo las primeras casas fueron jaimas y fue
bajo una de ellas donde se celebró el primer Consejo de Ministros. Cómo a
la urbe se la llamaba la ciudad de los carteles porque eran cientos los
carteles que se levantaban sobre la arena anunciando lo que se iba a
construir: aquí la escuela, aquí la mezquita, aquí el Parlamento, aquí
el hospital. El general De Gaulle, en su gira africana por los países
que se independizaban de Francia, visitó la duna. De pronto cundió el
pánico. No había una cama suficientemente grande para el general —un
metro noventa y seis— y tuvieron que ir a buscarla a Saint Louis. De
aquellos años, Tidiane Diagana recuerda sobre todo el entusiasmo. Ni
siquiera había agua, explica, y había que llevarla en cubas desde Rosso
hasta que los franceses perforaron —y pagaron— unos pozos en la región
de Idini, y luego se hizo la conducción hasta el río Senegal que hoy
abastece la ciudad.
Dejamos Nuakchot en dirección al sur. Viajamos ahora con el biólogo madrileño José Manuel Baldó, Mané. Una fuerte tormenta de arena nos acompaña. En Tiguent encontramos a Ivan y Goran. Uno es serbio. El otro croata. Viajan en bicicleta. Quieren hacer la ruta de los migrantes y por eso se desplazan desde el sur hacia el norte, con el viento de cara. En contradirección, dicen, porque así se llama su proyecto, Contra dirección, que es precisamente lo que hacen al unirse un croata y un serbio que quieren llamar la atención sobre el horror de la guerra y deciden emprender el camino de los que, como les pasó a ellos durante su infancia, viven hoy nuevas guerras.
En el cruce de Legweichich nos paramos a charlar con unos jóvenes topógrafos y topógrafas de los talleres escuela de la Organización Internacional del Trabajo. Están construyendo una carretera para facilitar el transporte de la pesca. Sus padres, explican, son agricultores y nómadas. Ellos quieren otra vida. Binta habla de las dificultades que tienen las mujeres en un mundo dominado por los hombres. Al principio de hacerse topógrafa no lo tenía muy claro. Ahora, dice, ama la topografía porque le permitirá ser independiente. Ya está proyectando una vida donde ella tomará sus propias decisiones.
—No quiero ser esposa en una familia polígama.
Navegamos por el delta del río en medio de una vegetación de manglares y todo tipo de pájaros. Si se gestionara bien, dice Mané, estos manglares serían un buen negocio para las poblaciones locales que podrían alquilarlos —tal como se prevé en los acuerdos de Kioto— como reservas naturales a las empresas contaminantes.
Una familia de pescadores avanza sin motor, aprovechando el viento con una vela hecha con recortes de una jaima que lleva bordada en la tela la palabra amor. Nos saludan con la mano. Al final del delta, en pleno parque natural, China ha empezado a construir un gran puerto. El secretismo sobre esta obra faraónica, que incluye un puerto militar, uno comercial y otro de pesca, es absoluto. Una barra de pan regalada a uno de los guardias nos permite acceder hasta la obra. Vemos un barco militar. Grandes edificios en construcción. Pequeñas casitas para los trabajadores. Un inmenso campo de energía fotovoltaica.
Mar adentro, justo delante del delta, se ha encontrado una inmensa bolsa de gas. El temor es ahora que esta riqueza natural que se repartirá con Senegal, tan necesaria para ambos países, no sea una maldición, fomente la corrupción y modifique el equilibrio del delta, sin respeto por el medio ambiente. Mauritania, con solo cuatro millones de habitantes, tiene hoy suficientes recursos —oro, hierro, pesca, gas— para ser una Noruega del sur. Todo dependerá del buen uso que se haga de estas riquezas.
N’Diago es la última ciudad mauritana antes de cruzar el río Senegal. Una ciudad wólof, de pescadores tradicionales. El mar ha subido tanto estos últimos meses que se ha llevado la primera línea de casas. No hay donde dormir, así que nos vamos hasta Kajara, un hermoso pueblito situado entre dunas blancas y palmeras. Amadou nos ofrece una casa. Necesitamos lavarnos. Un chaval va a buscar unos bidones de agua. ¿Se puede comer? Nos dirigimos hasta la casa del jefe del pueblo y este nos presenta a una mujer que nos vende un pollo. ¿Quién lo va a cocinar? Sin problema. Encontramos a la mujer que se ocupará de desplumarlo y meterlo en la cacerola. ¿Con cebollas les parece bien? Perfectamente. Cuando nos despertamos, allí está Amadou con la bandeja del té; en unos días volverá a la pesca, explica, es capitán y tiene su propia piragua. Quizás venga a visitarnos a España.
—Me gustaría mucho —dice al despedirse.
—Entonces —dice— pongamos que yo llego a tu país. Se hace de noche. No tengo adónde ir. Llamo a la puerta de una casa. ¿Me puedo quedar a dormir?
—¿Una puerta cualquiera?
—De una casa, sí.
—Pues no.
—Vaya.
—Incluso puede ser que, si te ven plantado delante de la puerta —iba a decir “con esta pinta”, pero no lo digo—, avisen a la policía.
Chike baja la mirada y ladea la cabeza, contrariado.
Viajamos de norte a sur, desde la frontera marroquí de Mauritania hasta el delta del río Senegal. Seguimos la carretera que cruza el país de punta a punta, del Sáhara al Sahel, con el océano Atlántico a un lado y el desierto al otro. Lo que encontramos en la carretera, lo que en ella se vive y se dice, es la historia de un país joven, en construcción. Un país que tiene apenas 70 años, donde la vida tal como había sido durante siglos —el nomadismo, la dependencia del desierto, el ciclo anual de las lluvias, la agricultura del río, la pertenencia tribal en un territorio abierto— está siendo alterada a un ritmo nunca imaginado.
Nos hemos parado a descansar a la sombra de una jaima, junto a la carretera. Comemos pan con sardinas de Marruecos, quesitos franceses, bebemos leche de lata envasada en Holanda. Terminamos la comida con unas manzanas rojas, lustrosas, que llevan la etiqueta “Gerona”. Conozco bien la procedencia de estas manzanas, cerca de las playas de Sant Pere Pescador, en el Alt Empordà. Durante el camino nos hemos cruzado con numerosos migrantes —burkineses, malienses, guineanos…— que tratan de encontrar un hueco en un cayuco que les lleve hasta Canarias, y una vez allí, quién sabe, quizás un día consigan llegar hasta el Empordà… Ya me los imagino —¡inshallah!— montados en sus bicicletas camino de los campos donde se cultivan las manzanas que ahora comemos; manzanas que se mueven con una fluidez sensacional, si lo comparamos con las barreras, las dificultades que sufren los saltadores de muros; el horror.
Tras la comilona, Chike se dispone a preparar el té. Está a punto de echar medio paquete de azúcar en la tetera y de nada sirven nuestras quejas. El té es cosa suya: la mejor hora del día. A veces lo tomamos hasta cinco veces, como los tiempos de la plegaria. Y cada vez, tres tés. El último tiene un punto amargo que se conserva en la boca durante horas, como si hubieras masticado una raíz.
Chike es nuestro chófer. Hasta hace unos años pastoreaba camellos por la región de Trarza. Le guiaban las estrellas y las lluvias. Las paredes de su casa eran el horizonte. La pertenencia, la tribu. El país, sus semejantes en movimiento. Dejó la vida nómada y los camellos cuando sus animales murieron o tuvo que sacrificarlos debido a la sequía; al cambio climático que azota la región.
—Pongamos, entonces, que llego a tu casa. ¿Qué haces?
—¿Qué harías tú si yo llego a la tuya?
—¡Mato un cordero!
—Yo preparo una paella.
—Ya… pero… ¿me puedo quedar a dormir?
—¿Cuántos días?
Chike se queda pensativo. Discute un buen rato con el hombre que nos ha abierto la jaima donde nos protegemos de la tormenta de arena.
—¿Sabes? —dice aguantando la mirada—, cuando camino por los barrios de Nuakchot, lejos de mi casa, si necesito ir al lavabo, llamo a una puerta cualquiera, entro, hago mis cosas, me lavo, tomamos el té. Así es como yo lo veo.
El hombre de la jaima asiente con la cabeza.
Antes de que se construyera la carretera en el año 2004, el viaje desde Nuadibú hasta Nuakchot, la capital, solía hacerse por pistas y, una vez superado el cabo Timiris, se aprovechaban las mareas bajas para circular por la playa. Era un viaje de gran belleza y peligro. No solo por los escollos que presenta la línea marítima, la gran playa mauritana que se extiende 360 kilómetros hasta la desembocadura del río, sino también por lo engañoso que puede resultar este territorio frágil, venteado, que separa el mar del desierto, una tierra de nadie, la sbar, donde nunca hay que fiarse de las apariencias.
“Las salinas parecen tener la rigidez del asfalto, pero ceden bajo el peso de las ruedas. La costra de sal blanca revienta, en este caso, sobre el hedor de un pantano negro”, escribió Antoine de Saint-Exupéry en Tierra de hombres. Saint-Exupéry fue uno de los pilotos que abrió la línea aérea entre Toulouse y Dakar. Conocía bien esta región en la que pasó largas temporadas y tuvo que realizar varios aterrizajes de emergencia. Uno de ellos inspiró El Principito. Cada vez que el avión fallaba, Saint-Exupéry trataba de posarlo sobre un terreno elevado, una “alfombra de conchas”, sin duda por seguridad, pero quizás también por una pasión filosófica y aventurera.
En una de esas ocasiones, el escritor consigue aterrizar sobre un terreno “infinitamente virgen”, que “ningún animal u hombre ha podido mancillar”. Recoge arena con una mano. La deja caer como una lluvia de oro. Siente que es menos que una mota de polvo en la inmensidad del universo. El primer hombre en perturbar aquella banquisa mineral. El primer testimonio de vida. Nadie. Todo.
Hemos dejado Nuadibú a primera hora de la mañana. A la salida de la ciudad nos esperaban Salima y un grupo de mujeres del barrio de la Charca. Suben en la pick-up, abandonamos la carretera, sorteamos unas cuantas dunas y llegamos hasta las salinas situadas a la orilla del mar. Las piscinas de sal sobre la arena ajardinan un paisaje de pájaros, cielo y agua, recortado al horizonte por la muralla azul oscuro del océano.
A Salima la conocí hace unos años, cuando acababan de organizar una cooperativa de mujeres con la intención de explotar la sal de la bahía. La cooperativa nació de la voluntad —y el entusiasmo— de Nedua Nech, una mujer de buena familia que un día visitó la Charca, en Nuadibú, y la avergonzó la extrema pobreza en la que vivían las mujeres. Sin agua en las casas. Rodeadas de barro. De basura. Muchas de ellas eran solteras y estaban cargadas de hijos.
Nuadibú es el mayor puerto pesquero de la costa; florece gracias a la flota de piraguas, el comercio, las minas de Zourat y la pesca industrial en alta mar de los grandes pesqueros-fábrica de los países ricos. Pero esta abundancia queda mal repartida y para la gente humilde puede ser una condena. Las mujeres le contaban a Nadua que se ganaban la vida preparando la comida y tés para los pescadores. “Solo había que fijarse en aquellos niños mulatos de facciones asiáticas, europeas, negroafricanas, árabes… Ay, ¡ya me dirá!”, exclama Nadua, que se puso en contacto con varias ONG y consiguió financiación de la UE para levantar el proyecto de las salinas.
Salima conserva en su casa un recorte de aquellos primeros momentos gloriosos: se trata de una página ya amarillenta del diario Ouest France en la que salen ella y otras tres mujeres posando con los productores de sal marina de Guérande, en la costa atlántica francesa, donde han estado haciendo un cursillo de formación. En el texto se percibe la cálida acogida de la población local, la solidaridad de los donantes que apoyan la iniciativa en Nuadibú, las buenas palabras, el deseo de que los africanos gestionen sus propios recursos, ejerzan su soberanía.
Durante aquel viaje, Salima y sus amigas aprendieron cómo sacar una sal purísima del mar. Lo hacen cavando pequeños pozos, recogiendo el agua en cubos, llenando unas piscinas hechas con plásticos, dejando evaporar el agua. En tres días, una sola piscina puede producir hasta 25 kilos de sal, suficiente para que una familia pudiera vivir bastante bien. Pero lo que encontramos durante nuestra visita es un gran sentimiento de abandono: como tantas veces ocurre con la cooperación, el proyecto ha quedado abandonado por los donantes antes de que se haya conseguido estructurar algo sólido que les permita transformar sus vidas. Hoy estas mujeres no tienen ni siquiera un transporte para desplazarse hasta las salinas.
Seguimos nuestro viaje con la intención de llegar a Chami antes de la caída del sol. En el retrovisor del coche queda la imagen de Salima que se despide; más sola que la una.
Chami es El Dorado mauritano. Cuando pasaron por aquí los catalanes de la Caravana Solidaria, en noviembre de 2009, poco antes de que tres de ellos fueran secuestrados por Al Qaeda en el Magreb —justo en el kilómetro 170, pasada la gasolinera Gare du Nord—, en Chami apenas había cuatro barracas y algunas tienditas para atraer a los viajeros que cruzaban con prisa por dejarlo atrás.
Hoy Chami produce una impresión extraordinaria. Es tal el hormigueo humano, la fiebre constructora, el caos de vehículos, animales, talleres y comercios, que uno solo puede parar, tomar asiento, respirar hondo y esperar a que lo que uno ve empiece a ordenarse poco a poco.
A la salida de la ciudad, en un enorme descampado, se aglomeran los obradores artesanales donde los furtivos rompen las piedras y las pasan por unas grandes molas, filtran el polvo en unas piscinas, tratan de separar el oro atrapándolo con el mercurio que echan al agua.
La mayoría de ellos duermen en barracas y casitas de hormigón de tres o cuatro metros cuadrados en las que se apretujan hasta 10 personas. Las barracas se extienden desordenadas por las dunas, y la basura de esta fiebre del oro —bombonas de gas exhaustas, compresores, generadores, neumáticos, motores desguazados, bidones agujereados— se acumula encima de la arena. También existe un cine donde se pasan partidos de fútbol y series de televisión anunciando, quizás, futuros barrios de viviendas, mientras en el centro de Chami ya pueden verse las señales de una nueva ciudad: unas farolas, unas casitas adosadas destinadas a los ingenieros de la gran mina, a las autoridades locales y los jefes militares. Un hotelito para los visitantes ilustres. Un cuartel en cuyos muros el viento del desierto ha encastado una inmensa duna que llega hasta las garitas de vigilancia recordando que, incluso en la ciudad del oro, el desierto tiene sus leyes.
Nos quedamos a dormir en la jaima de un descampado que se anuncia como campin. Encontramos una pareja de españoles. Viajan en una autocaravana magníficamente preparada para el desierto. Lo que han visto hasta ahora del país les parece “horroroso”. La tormenta de arena que les ha acompañado desde la frontera con Marruecos, una pesadilla. Buscan inútilmente los baños, la conexión eléctrica, la señal wifi. La mujer está contrariada: ha comprado marisco en Nuadibú —“a muy buen precio”— y todavía no ha tenido tiempo para preparar la paella.
—Aquí podrá preparar su paella tranquilamente —tratamos de animarla.
—Ya, pero nosotros la paella siempre la comemos el domingo y ya estamos a lunes.
—¡Bienvenidos! Acomódense ustedes —nos recibe Lamin quitando la arena de los cojines colocados en el suelo de su tienda de comestibles.
Lamin el Kanane Mohamed habla un español excelente. Es uno de los muchos saharauis que uno puede encontrar en esta ruta desde que la desbandada española del Sáhara y la guerra les expulsaran de sus tierras.
Estamos en el pequeño pueblo de El Mhaijrat. El Mhaijrat de arriba, lo podríamos llamar, porque el pueblo antiguo se encuentra junto a la playa, a unos dos kilómetros. Cuando se construyó la carretera, las gentes de la playa, la mayoría pescadores, empezaron a moverse hacia el asfalto para vender a los viajeros bottarga (huevas de mújol) y pescado seco, muy bueno para los diabéticos, que aquí son muchos debido al té demasiado azucarado. Pronto nació un nuevo pueblo que no para de crecer gracias al comercio. Todavía hoy no está claro si la carretera les resultará más rentable que seguir en la playa. Si el comercio sustituirá a la pesca. De manera que los habitantes de El Mhaijrat se dividen entre ambas actividades.
—¿Así que vienen de Nuadibú? —sonríe Lamin, que tiene ganas de hablar y ya está contando su vida. El día en que siendo un niño empezó la guerra y tuvieron que huir del barrio español de La Güera, en Nuadibú. Cómo, en medio del caos, la familia quedó dividida y él no se reencontró con sus padres hasta cinco años después en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia.
—A la abuela —recuerda— la mató un avión de combate. Nos atacaban los marroquíes, los mauritanos, los franceses. Los españoles nos abandonaron. ¿Habrá notado mi acento español?
—Y también canario.
—¡Claro! Ahora ustedes me ven aquí, en medio de este páramo. Otro día pueden encontrarme en Canarias, trabajando en la hostelería. La vida da muchas vueltas —dice Lamin, que regresa a Tinduf para recordar el día en que le subieron con otros 35 niños a un avión y viajó a Cuba, donde se quedó cinco años en la Isla de la Juventud.
Lamin habla del exilio, de familias repartidas por el mundo, de la lucha del Frente Polisario. Historias orales que, como las de tantas otras poblaciones olvidadas, necesitarían muchas Svetlanas Alexiévich para recogerlas antes de que se vayan olvidando a medida que se apagan aquellos que las vivieron.
—¿Veremos algún día la República Saharaui?
—Después de tanto sufrimiento, sería lo justo —dice Lamin con ojos soñadores.
Uno de los militares del acuartelamiento del pueblo entra para saludar y evita hablar sobre lo que es justo o no lo es. Lamin manda al chico que le ayuda en la tienda —“la tiendita”, dice con su dulce acento canario— a buscar unos sacos de arena de la duna. El chaval regresa con la arena, la extiende sobre la alfombra, le da forma de tablero. El militar abre la bolsa de tela que lleva consigo. Saca unas bolas negras, hechas con excrementos de camello. Unos palitos cortados de la rama de una acacia. Dibuja la cuadrícula de líneas diagonales. Distribuye las piezas. Lamin escoge los palitos. Se lo toman con calma. “Se juega como a las damas”. La partida puede durar hasta tres horas.
Dejamos atrás el parque nacional del Banc d’Arguin, la tierra de los imraguen, la única comunidad de origen moro bereber, que desde hace siglos se dedica a la pesca. Su técnica ancestral es un canto a la complicidad entre el hombre y la naturaleza: solían adentrarse en el mar formando un círculo caminando en zonas poco profundas y eran los delfines quienes les hacían entrar los bancos de peces hasta las redes desplegadas. Hoy esta práctica ha desaparecido y los imraguen pescan en barcas de origen canario, con vela latina. Bañarse en estas aguas, dormir en una jaima acunado por el canto del viento y las olas, despertarse con los cientos de miles de pájaros que revolotean manchando de blanco el cielo, el agua y la arena, comer un capitain o una langosta cocinada a fuego de leña…, ¿qué más se puede pedir?
Llegamos a Nuakchot al caer la tarde. La iluminación de las farolas que empiezan 30 kilómetros antes de la ciudad; los molinos eólicos junto a los rebaños de camellos, cabras y ovejas; la línea de arbolitos que tratan de sobrevivir dentro de unas cubetas de plástico que un camión riega uno a uno con una manguera son el anuncio más visible de la capacidad constructora del ser humano, su tozudez cuando se enfrenta a un proyecto inverosímil, como es la creación de una ciudad en medio de la nada.
Porque el día en que se proclamó la independencia, Nuakchot, la ciudad que estaba destinada a ser la capital, simplemente no existía. Era solo una duna en un desierto de fondo marino —conchas y arena— con una pequeña fortificación construida por los franceses en la que se alojaban 15 soldados al mando de un sargento. Hoy, 60 años después, Nuakchot es la ciudad más grande del Sahel.
¿Por qué se decidió construir la ciudad en un lugar inhóspito, venteado, sin agua, sin una sola casa y ninguna historia que contar? El primer presidente, Moktar Ould Daddah, quería que el Estado creado sobre un territorio colonizado por los franceses empezara de cero. Romper con el pasado. Construir una identidad nacional hasta entonces inexistente. Podía haber escogido como capital la ciudad de Port-Étienne, hoy Nuadibú, o la ciudad de Rosso, junto al río. Pero la primera quedaba demasiado al norte, y la segunda, demasiado al sur. En el norte domina el mundo árabe bereber; en el sur, el mundo negro africano. Construir la capital en un punto intermedio era una manera de conciliar la diversidad cultural del nuevo Estado donde todo estaba por hacer.
Dejamos Nuakchot en dirección al sur. Viajamos ahora con el biólogo madrileño José Manuel Baldó, Mané. Una fuerte tormenta de arena nos acompaña. En Tiguent encontramos a Ivan y Goran. Uno es serbio. El otro croata. Viajan en bicicleta. Quieren hacer la ruta de los migrantes y por eso se desplazan desde el sur hacia el norte, con el viento de cara. En contradirección, dicen, porque así se llama su proyecto, Contra dirección, que es precisamente lo que hacen al unirse un croata y un serbio que quieren llamar la atención sobre el horror de la guerra y deciden emprender el camino de los que, como les pasó a ellos durante su infancia, viven hoy nuevas guerras.
En el cruce de Legweichich nos paramos a charlar con unos jóvenes topógrafos y topógrafas de los talleres escuela de la Organización Internacional del Trabajo. Están construyendo una carretera para facilitar el transporte de la pesca. Sus padres, explican, son agricultores y nómadas. Ellos quieren otra vida. Binta habla de las dificultades que tienen las mujeres en un mundo dominado por los hombres. Al principio de hacerse topógrafa no lo tenía muy claro. Ahora, dice, ama la topografía porque le permitirá ser independiente. Ya está proyectando una vida donde ella tomará sus propias decisiones.
—No quiero ser esposa en una familia polígama.
Navegamos por el delta del río en medio de una vegetación de manglares y todo tipo de pájaros. Si se gestionara bien, dice Mané, estos manglares serían un buen negocio para las poblaciones locales que podrían alquilarlos —tal como se prevé en los acuerdos de Kioto— como reservas naturales a las empresas contaminantes.
Una familia de pescadores avanza sin motor, aprovechando el viento con una vela hecha con recortes de una jaima que lleva bordada en la tela la palabra amor. Nos saludan con la mano. Al final del delta, en pleno parque natural, China ha empezado a construir un gran puerto. El secretismo sobre esta obra faraónica, que incluye un puerto militar, uno comercial y otro de pesca, es absoluto. Una barra de pan regalada a uno de los guardias nos permite acceder hasta la obra. Vemos un barco militar. Grandes edificios en construcción. Pequeñas casitas para los trabajadores. Un inmenso campo de energía fotovoltaica.
Mar adentro, justo delante del delta, se ha encontrado una inmensa bolsa de gas. El temor es ahora que esta riqueza natural que se repartirá con Senegal, tan necesaria para ambos países, no sea una maldición, fomente la corrupción y modifique el equilibrio del delta, sin respeto por el medio ambiente. Mauritania, con solo cuatro millones de habitantes, tiene hoy suficientes recursos —oro, hierro, pesca, gas— para ser una Noruega del sur. Todo dependerá del buen uso que se haga de estas riquezas.
N’Diago es la última ciudad mauritana antes de cruzar el río Senegal. Una ciudad wólof, de pescadores tradicionales. El mar ha subido tanto estos últimos meses que se ha llevado la primera línea de casas. No hay donde dormir, así que nos vamos hasta Kajara, un hermoso pueblito situado entre dunas blancas y palmeras. Amadou nos ofrece una casa. Necesitamos lavarnos. Un chaval va a buscar unos bidones de agua. ¿Se puede comer? Nos dirigimos hasta la casa del jefe del pueblo y este nos presenta a una mujer que nos vende un pollo. ¿Quién lo va a cocinar? Sin problema. Encontramos a la mujer que se ocupará de desplumarlo y meterlo en la cacerola. ¿Con cebollas les parece bien? Perfectamente. Cuando nos despertamos, allí está Amadou con la bandeja del té; en unos días volverá a la pesca, explica, es capitán y tiene su propia piragua. Quizás venga a visitarnos a España.
—Me gustaría mucho —dice al despedirse.
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