TITULO: 80 cm' -Yo fui Luis Tosar ,.
Martes -10- Diciembre a las 20:30 horas en La 2, fotos.
Yo fui Luis Tosar ,.
El pastor granadino que fue Luis Tosar en Intemperie: «Ha sido un milagro»
Ángel Martínez enseñó a los actores a moverse con soltura en el campo y con los animales, asistió al director para hacer más creíbles las escenas, fue doble del protagonista y se ganó el cariño de todo el equipo para siempre,.
El
viejo atrapa una oveja entre sus piernas y con un rápido chas le siega
el cuello, del que brota la sangre como si estuviera estrujando una
morcilla. «¡Corten!». Benito Zambrano medita en
silencio sobre la escena que acaban de rodar. Tiene a todo su equipo
pendiente, abrasado por el sol de agosto que bombea sobre el Cortijo El Comunal, en Galera.
Hay algo que no le encaja en el movimiento del viejo, en el chas, en el
brotar. De repente, los ojos del director chasquean y miran a ambos
lados: «¿Y Ángel, dónde está? ¡Traed a Ángel!».
De los 10.950 días ininterrumpidos que Ángel Martínez (Orce, 1967) lleva guardando ovejas en El Comunal, hay 45 que no olvidará nunca. «Un milagro», dirá más tarde. Su padre era ganadero y su abuelo trashumante, huellas visibles en su rostro de arrugas tempranas cocidas a la intemperie. La Intemperie, precisamente, es su milagro: «Yo fui Luis Tosar», dice con una sonrisa pícara mientras estrecha la mano, fuerte y rugosa. «Sí», insiste, para no dejar duda, «yo fui su doble en siete escenas». Ángel está donde siempre, en El Comunal, el imponente escenario donde se rodó 'Intemperie', la película que se estrena este fin de semana. Su película.
Hace
casi dos años, un grupo de cineastas liderado por Benito Zambrano
apareció en el cortijo con muchas preguntas. «Les enseñé la finca, los
animales, la casa», recuerda el ganadero. A los días, volvieron por
allí. «Oye, Ángel –le dijeron–, es que estamos buscando animales pero no
encontramos lo que queremos». Ángel sabía exactamente lo que buscaban: estrío.
«Aquí se le dice así a las ovejas más feas, a las que sólo sirven para
matadero. Eran las ovejas que habría en aquella época (la posguerra)».
Acertó, era lo que estaban buscando. Y así fue como Zambrano contrató a las ovejas más feas de Ángel y a su perro para ser estrellas de cine.
«Hicimos amistad», recuerda Ángel. «Todavía, de vez en cuando, nos guaseamos –explica mientras saca el móvil que, en mitad del campo, rodeado del tintineo de los cascabeles de las cabras, parece fuera de lugar–. Le felicité cuando fue padre. Y él me mandó recuerdos hace poco». Fumadores los dos, actor y doble compartieron muchos momentos de charlas y risas allí, a la intemperie. Una vez, cuenta, mientras esperaban para entrar en escena, le preguntó si sabía lo que eran las creíllas, un manjar derivado de la trufa difícil de encontrar en los resquebrajos de la tierra. «Pues la vas a catar esta noche, en casa», le dijo al actor. Su mujer, Ana María, que también trabajó en el rodaje como cocinera, preparó una tortilla «que se te saltan las lágrimas».
Del otro protagonista, el niño, interpretado por Jaime López,
no pudo ser el doble. Pero sí maestro. «Su madre, los primeros días, me
decía que veremos a ver, que las cabras le daban miedo. Nos fuimos al
campo y le dije al zagal que los animales tenían que comer de su mano. Tú, muy tranquilo –le susurraba al niño–; como yo haga, tú lo haces».
Dos días más tarde, Jaime era un experto ganadero que controlaba a los
animales con soltura y seguridad. «Ese zagal es una joya, deberían darle
muchos premios. Aprendió rápidamente, como Luis Tosar. Son dos
profesionales».
Los dos, el pastor y el niño, Tosar y López, hicieron llorar a Ángel en más de una ocasión. Verán, Ángel, desde el primer día, se ganó el cariño de todo el equipo de la película. Para que se hagan una idea: era el único que tenía todas las puertas abiertas; el único al que llamaban cuando no sabían qué hacer; el único que siempre respondía lo que hacía falta. Ángel fue, durante el mes y medio que duró el rodaje, el espíritu de la película. Por eso, la tarde en la que Tosar y López rodaron una de las escenas más duras y emotivas de 'Intemperie', Ángel pudo entrar a la carpa, ponerse unos cascos y escuchar a los dos intérpretes, en directo. «Lloré. Parecía verdad. Unos minutos antes estaba hablando y fumando con Luis. Y de repente... Todavía no sé cómo pueden cambiar tanto de un momento a otro. Parecía verdad. Lloré como si fuera verdad».
Pero que no es una exageración lo de Ángel. No sólo le querían. Le admiraban. Su hijo mayor, que también se llama Ángel, recuerda cómo una noche quisieron ir a ver cómo rodaban una escena. «Allí no dejaban entrar a nadie y el guarda nos paró. Le dijimos que íbamos con Ángel. ¿Ángel, el pastor? –les preguntó el guarda– Ahora mismo, pasad».
«¡Corten!». El grito paraliza el rodaje. Alguien se acerca a Ángel y le dice que vaya, por favor, que Benito le necesita. Por el camino, todos le sonríen y le saludan con complicidad. «Dile que está bien, que estamos reventados», le cuchichean los cámaras. «Mira, Ángel –gesticula Zambrano–, perdona que te moleste otra vez, es que me parece que esta escena está mal, ¿no te parece que le corta el cuello muy rápido?». Ángel lo ve todo: la escena, el director y las caras del equipo. «Benito –responde Ángel, finalmente–, es normal. Si le va a cortar el cuello no va a ir tranquilamente. Va alborotado. Y al ir alborotado echa mano de la navaja y corta rápido». Zambrano le echa el brazo por encima y asiente. «Venga, Ángel, en la próxima tú gritas el corten».
Cuando
era niño, soñaba con ser guardia urbano. Entonces, no se llamaban
policías municipales y no vestían con ropas ajustadas tipo Robocop ni
eran musculosos y altos, tampoco había mujeres en el cuerpo. Se llamaban
guardias urbanos, reñían a los niños que jugaban al balón en la calle,
eran normales, o sea, como nuestros padres, algo rechonchos y no muy
altos, vestían en invierno con un abrigón grandote que les llegaba a los
pies y se tocaban con un quepis blanco de estilo colonial que los
caracterizaba: aquella gorra cilíndrica y cónica los convertía
definitivamente en personajes.
Pero yo no quería ser guardia urbano por el uniforme ni por el quepis, sino por los regalos de Navidad. Los mayores de 50 quizás recuerden la escena: un guardia urbano solo ante el peligro, en medio de la plaza de Minayo de Badajoz o en plena Cruz de los Caídos de Cáceres, dirigiendo el tráfico con un silbato, unas posturas y unos movimientos de manos, decenas de coches circulando a su lado y ellos a pie firme, lloviera, cayera el sol a plomo o ululara la ventisca.
Al llegar la Navidad, había una costumbre entrañable que consistía en detener el coche junto al guardia y dejar a su lado un regalo. La imagen era inenarrable: un señor con un pedazo de abrigo hasta el suelo, un quepis blanco, un silbato estridente, levantando manos, girando, mandando y haciéndolo todo rodeado de botellas de vino y de champán (entonces no se llamaba cava), tabletas de turrón, bolsas de peladillas y, sobre todo, botellas de Anís del Mono y de coñac Fundador (entonces no se llamaba brandy).
En Navidad, la calidad del turrón, del vino y del jamón es importante, pero lo que de verdad tiene encanto es que te los regalen o que te toquen en un sorteo. A veces pienso que si me tocara una cesta, superada la emoción inicial, quedaría la realidad de los turrones de tercera, los vinos de pelea y los anisettes que nunca beberé. Por eso busco cestas que reúnan la gracia de la ilusión y la calidad. Pero no es fácil.
Desde hace unos años, se han puesto de moda las macrocestas que incluyen coches, motocicletas, cruceros, ordenadores, consolas, dinero y, además, la consabida selección de productos navideños. En Extremadura, hay dos muy famosas: la que sortean en el Complejo Leo de la autovía de la Plata en Monesterio y la que rifan en la churrería San Blas de Cáceres.
De todas maneras, estas cestas desmedidas son tan tremendas que da como miedo que te toquen. ¿Qué voy a hacer yo con tanta cosa?, te preguntas y entonces buscas la cesta ideal, la que reúna ilusión y calidad, la razonable, la que te puedas llevar a casa en el coche, la que te va a permitir sentir las mismas emociones que cuando soñabas con ser guardia urbano para tener regalos.
He descubierto esa cesta leyendo el HOY. Me fijé en una propuesta de Oferplan y, por curiosidad, me detuve a ver los productos de una cesta de Navidad que se llama Orgullo de Extremadura y que se puede conseguir simplemente con inscribirse en Oferplan, si no lo estás ya, y 'comprar' un cupón gratuito. Lo que me gusta de esa cesta es que, viendo los productos que contiene, parece que estuviera dibujando un mapa de los viajes que hago para escribir esta sección: 'Un país que nunca se acaba'.
De los 15 lotes de exquisiteces extremeñas que contiene, he visitado y escrito sobre 10. En la cesta está el mejor foie del mundo, que viene de Pallares, el cava más nuestro, elaborado en Fuente del Maestre, la ginebra más premiada, que se hace en Zarza de Granadilla, la mermelada más natural, que viene de Valdecaballeros, el queso de Almoharín, la cerámica de Salvatierrra y las cestas de mimbre de Trujillo. Y hay chacina de Los Santos, turrón de Castuera, vino de Cañamero, aceite cacereño, almendras de Corte de Peleas, legumbres de Badajoz y miel de Herrera del Duque. Nunca seré guardia urbano, pero igual me toca esta cesta de Navidad.
De los 10.950 días ininterrumpidos que Ángel Martínez (Orce, 1967) lleva guardando ovejas en El Comunal, hay 45 que no olvidará nunca. «Un milagro», dirá más tarde. Su padre era ganadero y su abuelo trashumante, huellas visibles en su rostro de arrugas tempranas cocidas a la intemperie. La Intemperie, precisamente, es su milagro: «Yo fui Luis Tosar», dice con una sonrisa pícara mientras estrecha la mano, fuerte y rugosa. «Sí», insiste, para no dejar duda, «yo fui su doble en siete escenas». Ángel está donde siempre, en El Comunal, el imponente escenario donde se rodó 'Intemperie', la película que se estrena este fin de semana. Su película.
Doble y maestro
Luis Tosar llegó una mañana. Quería que Ángel le enseñara lo de los animales. «¡Eso no se enseña de un día para otro!», gritó divertido el ganadero, una semana antes, cuando le propusieron la idea. Pero Ángel lo había preparado todo para la llegada del actor. Había entrenado a un grupo de diez ovejas para que se comportaran con la visita. «Le amarré una cabra nada más llegar. Se vino conmigo y le mostré cómo se trataban los animales, cómo llamarlos y cómo educarlos para que fueran detrás de él». Ángel le enseñó, incluso, a ordeñar como los antiguos, con la mano en forma de 'u' y la saliva escupida en los dedos.
«Quisieron afeitarme la cabeza. Pero eso, les dije, tenía un precio»
Por aquel entonces, el ganadero ya estaba
contratado como figurante, como otros doscientos vecinos de Orce y
Galera. Sin embargo, allí sentado al lado de Tosar, surgió una idea:
esas cejas, esa mandíbula, ese porte, la altura... «Se acercaron y me
dijeron oye, ¿quieres ser el doble de Luis para las escenas con animales?
¡Pues venga!». Cuando vean la película, fíjense bien, porque sale en
siete escenas. «Suena hasta mi voz, el que le habla al burro soy yo».
Ángel se dejó barba, que le pintaban cada mañana de negro, para que
fuera exactamente como la de Tosar. También le vestían igual y le
maquillaban con las mismas heridas, con las mismas cicatrices.
«Quisieron afeitarme la cabeza. Pero eso, les dije, tenía un precio»,
bromea mientras enseña el sombrero con el que escondió su melena.«Hicimos amistad», recuerda Ángel. «Todavía, de vez en cuando, nos guaseamos –explica mientras saca el móvil que, en mitad del campo, rodeado del tintineo de los cascabeles de las cabras, parece fuera de lugar–. Le felicité cuando fue padre. Y él me mandó recuerdos hace poco». Fumadores los dos, actor y doble compartieron muchos momentos de charlas y risas allí, a la intemperie. Una vez, cuenta, mientras esperaban para entrar en escena, le preguntó si sabía lo que eran las creíllas, un manjar derivado de la trufa difícil de encontrar en los resquebrajos de la tierra. «Pues la vas a catar esta noche, en casa», le dijo al actor. Su mujer, Ana María, que también trabajó en el rodaje como cocinera, preparó una tortilla «que se te saltan las lágrimas».
Los dos, el pastor y el niño, Tosar y López, hicieron llorar a Ángel en más de una ocasión. Verán, Ángel, desde el primer día, se ganó el cariño de todo el equipo de la película. Para que se hagan una idea: era el único que tenía todas las puertas abiertas; el único al que llamaban cuando no sabían qué hacer; el único que siempre respondía lo que hacía falta. Ángel fue, durante el mes y medio que duró el rodaje, el espíritu de la película. Por eso, la tarde en la que Tosar y López rodaron una de las escenas más duras y emotivas de 'Intemperie', Ángel pudo entrar a la carpa, ponerse unos cascos y escuchar a los dos intérpretes, en directo. «Lloré. Parecía verdad. Unos minutos antes estaba hablando y fumando con Luis. Y de repente... Todavía no sé cómo pueden cambiar tanto de un momento a otro. Parecía verdad. Lloré como si fuera verdad».
Pero que no es una exageración lo de Ángel. No sólo le querían. Le admiraban. Su hijo mayor, que también se llama Ángel, recuerda cómo una noche quisieron ir a ver cómo rodaban una escena. «Allí no dejaban entrar a nadie y el guarda nos paró. Le dijimos que íbamos con Ángel. ¿Ángel, el pastor? –les preguntó el guarda– Ahora mismo, pasad».
El vacío
El Comunal, que en la película es la casa del tullido, guarda ese aroma inolvidable del campo, mezcla de tierra mojada, lumbre, animales y boñigas. Dentro hay poco: una silla, unos papeles, algo de ropa, un calendario. Nada que ver con el aspecto de bodegón abarrotado que luce en la película. «Mirad –Ángel muestra unas imágenes en su móvil de la misma pared que tenemos en frente, durante el rodaje–. Y ahora así, vacía». Un vacío que todavía ruge en su estómago, como el que añora la infancia mientras ve las fotografías de su décimo cumpleaños. «Cuando se fueron, al ver esto así, vacío, pasé unos días muy malos. Acostumbrado a tener esto lleno, no podía cascar con nadie». Volvía a estar solo, como el resto de los 10.905 días ininterrumpidos que lleva guardando cabras.
«Venía a las 5.00 para trabajar el ganado, antes de rodar. Para mí ha sido como unas vacaciones»
ÁNGEL MARTÍNEZ, GANADERO
«Para ellos fue un rodaje duro, pero yo estoy acostumbrado a tirarme 15 o 16 horas aquí, haga frío o calor.
Si empezábamos a grabar a las 9.00, yo me venía a las 5.00 para
trabajar con el ganado y luego hacía aquí lo que hiciera falta. Para mí
ha sido como unas vacaciones. Yo me quedaba aquí todo el rato, viendo el
cine. Lo que he vivido ha sido un milagro». Ángel
vendió hace poco la mayor parte de su ganado. Quiere dedicarse a otra
cosa. Quiere un trabajo para vivir: «En 30 años no he perdido ni un día.
He venido aquí muriéndome. Quiero un fin de semana libre de vez en
cuando. Que la vida se vive una vez nada más». «¡Corten!». El grito paraliza el rodaje. Alguien se acerca a Ángel y le dice que vaya, por favor, que Benito le necesita. Por el camino, todos le sonríen y le saludan con complicidad. «Dile que está bien, que estamos reventados», le cuchichean los cámaras. «Mira, Ángel –gesticula Zambrano–, perdona que te moleste otra vez, es que me parece que esta escena está mal, ¿no te parece que le corta el cuello muy rápido?». Ángel lo ve todo: la escena, el director y las caras del equipo. «Benito –responde Ángel, finalmente–, es normal. Si le va a cortar el cuello no va a ir tranquilamente. Va alborotado. Y al ir alborotado echa mano de la navaja y corta rápido». Zambrano le echa el brazo por encima y asiente. «Venga, Ángel, en la próxima tú gritas el corten».
Estreno en primera fila y en exclusiva para todo el pueblo
El 15 de septiembre, Benito Zambrano y Juan Gordon, director y productor de 'Intemperie', organizaron un estreno muy especial en Orce. Montaron un auténtico cine para que los 200 vecinos que trabajaron en el rodaje pudieran ver la película en exclusiva. A Ángel Martínez le dijeron que se pusiera en primera fila, que era «uno de los importantes». «Yo soy igual que todos –dice él–, pero me cogieron cariño. Y yo a ellos». Antes de empezar la proyección, Zambrano agradeció ante todos los asistentes el papel que había desempeñado Ángel durante el mes y medio en El Comunal. Al terminar la película, se tomaron unas cervezas y unos vinos y charlaron como viejos amigos, de sus batallitas en el rodaje. «Me gustó la película. Sí. Pero quiero ir al cine porque allí, en la calle, con el ruido y las campanas de la iglesia sonando, no es lo mismo. Quiero verla más».TITULO: La cesta de Navidad,.
De niño, quería ser guardia urbano para que me regalaran turrones,.
Pero yo no quería ser guardia urbano por el uniforme ni por el quepis, sino por los regalos de Navidad. Los mayores de 50 quizás recuerden la escena: un guardia urbano solo ante el peligro, en medio de la plaza de Minayo de Badajoz o en plena Cruz de los Caídos de Cáceres, dirigiendo el tráfico con un silbato, unas posturas y unos movimientos de manos, decenas de coches circulando a su lado y ellos a pie firme, lloviera, cayera el sol a plomo o ululara la ventisca.
Al llegar la Navidad, había una costumbre entrañable que consistía en detener el coche junto al guardia y dejar a su lado un regalo. La imagen era inenarrable: un señor con un pedazo de abrigo hasta el suelo, un quepis blanco, un silbato estridente, levantando manos, girando, mandando y haciéndolo todo rodeado de botellas de vino y de champán (entonces no se llamaba cava), tabletas de turrón, bolsas de peladillas y, sobre todo, botellas de Anís del Mono y de coñac Fundador (entonces no se llamaba brandy).
En Navidad, la calidad del turrón, del vino y del jamón es importante, pero lo que de verdad tiene encanto es que te los regalen o que te toquen en un sorteo. A veces pienso que si me tocara una cesta, superada la emoción inicial, quedaría la realidad de los turrones de tercera, los vinos de pelea y los anisettes que nunca beberé. Por eso busco cestas que reúnan la gracia de la ilusión y la calidad. Pero no es fácil.
Desde hace unos años, se han puesto de moda las macrocestas que incluyen coches, motocicletas, cruceros, ordenadores, consolas, dinero y, además, la consabida selección de productos navideños. En Extremadura, hay dos muy famosas: la que sortean en el Complejo Leo de la autovía de la Plata en Monesterio y la que rifan en la churrería San Blas de Cáceres.
De todas maneras, estas cestas desmedidas son tan tremendas que da como miedo que te toquen. ¿Qué voy a hacer yo con tanta cosa?, te preguntas y entonces buscas la cesta ideal, la que reúna ilusión y calidad, la razonable, la que te puedas llevar a casa en el coche, la que te va a permitir sentir las mismas emociones que cuando soñabas con ser guardia urbano para tener regalos.
He descubierto esa cesta leyendo el HOY. Me fijé en una propuesta de Oferplan y, por curiosidad, me detuve a ver los productos de una cesta de Navidad que se llama Orgullo de Extremadura y que se puede conseguir simplemente con inscribirse en Oferplan, si no lo estás ya, y 'comprar' un cupón gratuito. Lo que me gusta de esa cesta es que, viendo los productos que contiene, parece que estuviera dibujando un mapa de los viajes que hago para escribir esta sección: 'Un país que nunca se acaba'.
De los 15 lotes de exquisiteces extremeñas que contiene, he visitado y escrito sobre 10. En la cesta está el mejor foie del mundo, que viene de Pallares, el cava más nuestro, elaborado en Fuente del Maestre, la ginebra más premiada, que se hace en Zarza de Granadilla, la mermelada más natural, que viene de Valdecaballeros, el queso de Almoharín, la cerámica de Salvatierrra y las cestas de mimbre de Trujillo. Y hay chacina de Los Santos, turrón de Castuera, vino de Cañamero, aceite cacereño, almendras de Corte de Peleas, legumbres de Badajoz y miel de Herrera del Duque. Nunca seré guardia urbano, pero igual me toca esta cesta de Navidad.
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