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TITULO: Cartas en el tiempo - Discriminación ,.
Cartas en el tiempo ,.
Miércoles - 20 , 27 - Marzo a las 20:00 en La 2 / foto,.
Discriminación,.
Se
trata de una cuestión cultural. En Roma no hubo racismo, pero después
nació con violencia. La trágica muerte de George Floyd, recordada ayer
con multitudinarias marchas en todo Estados Unidos, ha desencadenado una
ola para acabar de una vez con esta lacra,.
Los
acontecimientos violentos en Estados Unidos tras el asesinato de George
Floyd han reavivado la cuestión del racismo. La raza es una
construcción cultural para colectivizar a un grupo de personas por sus
rasgos físicos. El motivo de «racializar» (palabra que procede del
inglés «racialization») a las personas es para tener una justificación
biológica para la discriminación y la hegemonía fundándose en prejuicios
y tópicos pseudocientíficos o políticos. La idea de la existencia de
razas proviene, al menos, de la Grecia Antigua. Aristóteles nos dejó en
su obra «Política» el concepto de raza como un pueblo con una misma
biología, que, según su observación, correspondía con un nivel de
civilización determinado. Aristóteles apuntaba una jerarquía de razas según su nivel científico, cultural y político.
Así, quienes habitaban lugares fríos de Europa eran «faltos de
inteligencia y de técnica», pero con coraje, y, por tanto, estaban «sin
organización política o incapacitados para mandar en sus vecinos». Los
asiáticos, al contrario, eran inteligentes y técnicos pero sin coraje,
por lo que eran proclives a la esclavitud. La «raza helénica» era «a la
vez valiente e inteligente», y por eso «vive libre y es la mejor
gobernada y la más capacitada para gobernar a todos». En definitiva, la
raza superior tenía la capacidad para esclavizar y dominar a las
inferiores. Este planteamiento que ligaba rasgos físicos con
inteligencia y, por ende, con la civilización, la organización social,
el nivel cultural, la fortaleza militar o el tipo de religión se mantuvo
durante siglos. El gran salto se produjo a finales del siglo XVIII.
Inmanuel Kant tomó el concepto de raza para explicar la evolución de la
Humanidad vinculando la biología con la civilización, y la inteligencia
heredada con la hegemonía. De ahí concluía en su obra «Geografía
física» (1804) que «la Humanidad existe en su mayor perfección en la
raza blanca», porque los blancos encarnaban todos los talentos
necesarios para la «cultura de la civilización». Las ideas de
civilización e imperio desde el siglo XV, y el surgimiento del
nacionalismo y del romanticismo a finales del XVIII, acabaron por
perfilar el racismo con una base pseudocientífica. Thomas Malthus
publicó en 1838 «Ensayo sobre el principio de la población» en el que
argumentaba que los recursos naturales eran limitados y que la población
lucharía por ellos, sobreviviendo solo los más aptos. Sobre este
planteamiento Charles Darwin dio a la imprenta dos obras básicas para la
teoría de la evolución en la naturaleza: «El origen de la especies»
(1859) y «El origen del hombre» (1871).
Razas salvajes
Darwin sostuvo que las «naciones civilizadas», las intelectualmente superiores, se imponían a las «bárbaras». La
diferencia estaba en la inteligencia y en su aplicación: ciencia, arte,
economía y política. La superioridad genética se transmitía, por lo que
«dentro de algunos siglos a buen seguro las razas civilizadas habrán
eliminado y suplantado a las razas salvajes en el mundo entero». Estos
postulados estaban en la corriente general del poligenismo: cada raza
tenía un origen genético distinto, lo que justificaba la desigualdad. Al
tiempo, la antropometría se inauguró como una disciplina que
justificaba las diferencias raciales. Fue la base del «racismo
científico». El francés Gobineau causó gran impacto con su «Ensayo sobre
la desigualdad de las razas humanas» (1853). El hombre blanco no podía
aspirar a «civilizar al negro», decía. La mezcla de sangre solo podía
dar una raza que imitase a los blancos, pero no acabaría con «la
desigualdad de las inteligencias entre las diferentes razas». La
civilización provenía siempre del hombre blanco. La genética garantiza
la inteligencia por lo que, sentenciaba, había que mantener la pureza
racial para progresar. Las ideas de Darwin encantaron a Marx, otro
racista, al punto de mandarle en 1873 un volumen de «El Capital»
dedicado: «su sincero admirador». El alemán escribió una carta a Engels
en 1862 en la que decía de Lassalle, un adversario, que por «la forma de
su cráneo y de su pelo» era claro que descendía de los «negros de
Egipto, suponiendo que su madre o su abuela no se mezclaran con la
negrada». Los negros eran para Marx una raza inferior, como los
mexicanos. Por eso la guerra de Estados Unidos contra México para la
anexión de California había sido «en interés de la civilización. ¿O es
una desgracia que la espléndida California fuera arrebatada a los vagos
mexicanos, que no sabían qué hacer con ella». Los judíos también eran
una raza despreciable para Marx. En su obra «La cuestión judía» (1844),
el alemán decía que la mejor forma de acabar con el capitalismo y
conseguir la emancipación era erradicar el «fundamento secular del
judaísmo». ¿Con qué caracterizaba Marx a la raza judía? Con el «interés
egoísta» y la usura, porque «su dios secular» era el dinero. No en vano,
Adolph Hitler se reclamaba anticapitalista. Marx no se detenía ahí.
Escribió que había en Europa «excrementos de pueblos» que eran
«portadores fanáticos de la contrarrevolución». Se refería a los
gaélicos en Escocia, a los bretones en Francia, y en «España, los
vascos». Esas razas reaccionarias habrían de «desaparecer de la faz de
la Tierra» en la «próxima guerra mundial”. Y concluía: «Lo cual también
es un progreso».
Igualdad política y social
Dos
abolicionistas clásicos cayeron también en el racismo. El primero,
Abraham Lincoln. El 18 de septiembre de 1858, en la campaña electoral en
Illinois, en su cuarto debate contra Stephen Douglas, dijo que no había
estado nunca «a favor de ningún modo de la igualdad social y política
entre las razas blanca y negra». No era partidario de «los negros
votantes o miembros de un jurado, ni de cualificarlos» para que tuvieran
«un oficio, de ni de su matrimonio con gente blanca». Lincoln, en un
alarde de racismo, añadió que había una «diferencia física entre las
razas blanca y negra» que «prohibirá por siempre que convivan en
términos de igualdad política y social». En el caso de vivir juntas,
sentenciaba Lincoln, «estoy a favor de que la posición superior se
asigne a la raza blanca». El otro abolicionista que cayó en el racismo
fue el británico Charles Dickens. Una cosa era abolir la esclavitud por
indigna, y otra considerar la igualdad racial. En 1868 dijo que era
absurdo «otorgar a los negros el derecho al voto». Como buen británico
victoriano, su racismo también era con los habitantes de la India. En
una carta llegó a escribir: «Ojalá fuese el comandante en jefe en la
India. Haría todo lo posible por exterminar a esa raza y borrarla de la
faz de la Tierra». El siglo XX fue la explosión del racismo por el
nacionalismo tardío, con consecuencias bastante sangrientas,
especialmente a manos de nazis, soviéticos y japoneses. Posteriormente
se produjo la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, el
asesinato de Luther King y la integración plena. Esto no puso punto
final al racismo en el mundo. Ernesto Che Guevara, por ejemplo, dijo
que los negros eran «magníficos ejemplares de la raza africana que han
mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño».
El negro era inferior, sostenía el comunista, por «indolente y
soñador», mientras que «el europeo tiene una tradición de trabajo y de
ahorro». No era más que la repetición de nuevo de las ideas del XIX, el
siglo que puso las bases de un racismo del que aún continuamos viendo
reminiscencias.
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