Viernes - 20 - de Septiembre a las 22:00 en La 1, foto.
Rosa Montero: Qué orgullosos los veo,.
La democracia consiste en intentar domesticar al monstruo que nos
habita, pero hay gente que parece haberse puesto de acuerdo en
cultivarlo,.
DIRÉ, PARAFRASEANDO a Martin Luther King, que en los últimos tiempos
tengo una pesadilla. Una intuición de peligro. Hace poco leí en EL PAÍS
una interesante entrevista de Gil Alessi con un fiscal militar de la dictadura brasileña,
ese tiempo de plomo que comenzó hace medio siglo y que trajo la cosecha
habitual de torturados, asesinados y desaparecidos, aunque ahora
Bolsonaro sostenga que fue una revuelta necesaria para impedir una
dictadura comunista. El fiscal en cuestión, Durval de Araújo, fue al
parecer uno de los peores tiburones: según testigos, ayudó a encubrir
centenares de torturas y muertes. En la entrevista, en fin, este hombre
feroz proclamaba con orgullo: “No me arrepiento de nada, presté
servicios relevantes al país”.
Araújo, todo hay que decirlo, tiene 99 años. A esa edad ya no hay filtros mentales, me parece: pueden soltar cualquier barbaridad. Aun así, su ufanía al hablar del cruento pasado ha hecho sonar un timbre en mi cabeza. Porque él estará mayor y descontrolado, pero tendrá familia. Hijos y nietos que, en otros tiempos, le hubieran aconsejado no recibir a un periodista. Ahora, en cambio, imagino a todo el cónclave familiar sacando pecho en torno al anciano. Vanagloriándose de la antigua violencia alentados por el extremismo de Bolsonaro.
Lo veo a mi alrededor. Conocidos y familiares de amigos que de golpe y porrazo se exacerbotan, un genial palabro inventado por el escritor Julio Llamazares. Quiero decir que de la noche a la mañana parecen haberse convertido en gremlins muy mojados, ansiosos de soltar sonoros bufidos. El otro día iba en un Car2Go, esos pequeños vehículos eléctricos de alquiler. Estaba en una esquina intentando incorporarme a una estrecha calle llena de coches, porque el semáforo apenas dejaba pasar tres o cuatro antes de cerrarse. Arrimé el hocico al auto que quedaba a mi altura, a la espera de que la luz cambiara a verde, y entonces un todoterreno enorme y novísimo aceleró corriendo y se pegó al coche para impedir mi paso. El conductor quedó frente a mí; enarqué las cejas con gesto de fastidiada incredulidad, porque las normas no escritas de educación viaria aconsejan alternar el paso de los vehículos, y entonces sucedió: el tipo enloqueció. Empezó a vociferar y a agitar los puños en el aire, mientras, a su lado, una mujer de su mismo pelaje se volcaba sobre él desde el asiento contiguo para acercarse a la ventanilla y sumar sus bramidos. Teníamos los cristales subidos y yo escuchaba música, así que no los oí. Pero les observé pasmada, agitándose como dementes en el encierro de su caro habitáculo, desenfrenados y desencajados, hasta que cambió el semáforo y arrancaron. El siguiente conductor, como es natural, me dejó pasar. Entonces, y sólo entonces, salí de mi asombro y empecé a tener miedo de esos energúmenos. De su delirante agresividad, de su primitiva explosión de inquina. Y todo por no esperar el microsegundo de la incorporación de mi diminuto vehículo a la fila.
Era una pareja en la cuarentena, con esa pinta un tanto repulida que tópicamente asociamos a la derecha. Claro que también podrían ser de cualquier otra ideología, salvo quizá podemitas, a quienes hay que reconocer que son pertinaces en sus vestimentas. No sé, quizá me equivoque, pero tuve la intuición, casi el convencimiento, de que pertenecían a la nueva camada de la derecha radical, sobre todo por el perfecto trabajo conyugal de equipo, la familia unida hasta en el furor babeante. Y pensando en esto tuve aún más miedo, un temor apenado ante los pequeños pero abundantes signos de crispación que veo a mi alrededor (no sólo de ellos, desde luego: también hay especímenes rabiosos en el independentismo y otros extremismos). La democracia consiste en intentar domesticar al monstruo que nos habita, pero hay gente que parece haberse puesto de acuerdo en cultivar al bicho. En mimarlo, alimentarlo y sacarlo a pasear con fatua ostentación. Es como si, de repente, se les estuviera incendiando la cabeza y empezaran a inventarse no sé qué históricos agravios, qué venganzas. Y se vanagloriaran no de la convivencia, sino de la violencia. No de los valores de la civilidad, sino del enfrentamiento. Qué orgullosos los veo de su odio.
Araújo, todo hay que decirlo, tiene 99 años. A esa edad ya no hay filtros mentales, me parece: pueden soltar cualquier barbaridad. Aun así, su ufanía al hablar del cruento pasado ha hecho sonar un timbre en mi cabeza. Porque él estará mayor y descontrolado, pero tendrá familia. Hijos y nietos que, en otros tiempos, le hubieran aconsejado no recibir a un periodista. Ahora, en cambio, imagino a todo el cónclave familiar sacando pecho en torno al anciano. Vanagloriándose de la antigua violencia alentados por el extremismo de Bolsonaro.
Lo veo a mi alrededor. Conocidos y familiares de amigos que de golpe y porrazo se exacerbotan, un genial palabro inventado por el escritor Julio Llamazares. Quiero decir que de la noche a la mañana parecen haberse convertido en gremlins muy mojados, ansiosos de soltar sonoros bufidos. El otro día iba en un Car2Go, esos pequeños vehículos eléctricos de alquiler. Estaba en una esquina intentando incorporarme a una estrecha calle llena de coches, porque el semáforo apenas dejaba pasar tres o cuatro antes de cerrarse. Arrimé el hocico al auto que quedaba a mi altura, a la espera de que la luz cambiara a verde, y entonces un todoterreno enorme y novísimo aceleró corriendo y se pegó al coche para impedir mi paso. El conductor quedó frente a mí; enarqué las cejas con gesto de fastidiada incredulidad, porque las normas no escritas de educación viaria aconsejan alternar el paso de los vehículos, y entonces sucedió: el tipo enloqueció. Empezó a vociferar y a agitar los puños en el aire, mientras, a su lado, una mujer de su mismo pelaje se volcaba sobre él desde el asiento contiguo para acercarse a la ventanilla y sumar sus bramidos. Teníamos los cristales subidos y yo escuchaba música, así que no los oí. Pero les observé pasmada, agitándose como dementes en el encierro de su caro habitáculo, desenfrenados y desencajados, hasta que cambió el semáforo y arrancaron. El siguiente conductor, como es natural, me dejó pasar. Entonces, y sólo entonces, salí de mi asombro y empecé a tener miedo de esos energúmenos. De su delirante agresividad, de su primitiva explosión de inquina. Y todo por no esperar el microsegundo de la incorporación de mi diminuto vehículo a la fila.
Era una pareja en la cuarentena, con esa pinta un tanto repulida que tópicamente asociamos a la derecha. Claro que también podrían ser de cualquier otra ideología, salvo quizá podemitas, a quienes hay que reconocer que son pertinaces en sus vestimentas. No sé, quizá me equivoque, pero tuve la intuición, casi el convencimiento, de que pertenecían a la nueva camada de la derecha radical, sobre todo por el perfecto trabajo conyugal de equipo, la familia unida hasta en el furor babeante. Y pensando en esto tuve aún más miedo, un temor apenado ante los pequeños pero abundantes signos de crispación que veo a mi alrededor (no sólo de ellos, desde luego: también hay especímenes rabiosos en el independentismo y otros extremismos). La democracia consiste en intentar domesticar al monstruo que nos habita, pero hay gente que parece haberse puesto de acuerdo en cultivar al bicho. En mimarlo, alimentarlo y sacarlo a pasear con fatua ostentación. Es como si, de repente, se les estuviera incendiando la cabeza y empezaran a inventarse no sé qué históricos agravios, qué venganzas. Y se vanagloriaran no de la convivencia, sino de la violencia. No de los valores de la civilidad, sino del enfrentamiento. Qué orgullosos los veo de su odio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario