El Hormiguero Lunes -5- y Martes -6- Agosto - por Antena 3 a las 21:30, foto,.
El lector de ‘Moby Dick’ que cruzó el océano para pedir perdón a la ballena,.
La aventura del italiano Vittorio Fabris acabó en naufragio, pero ilustra la vigencia de la obra de Melville en el bicentenario de su nacimiento,.
Llámenle Vittorio. Hace más de un año, como el Ismael de Moby Dick,
pensó que se iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática
del mundo. Vittorio Fabris tenía 76 años y una modesta experiencia como
navegante cuando, el 26 de abril de 2018, zarpó de Venecia en su velero
de 30 pies, para emprender en solitario una travesía de más de 20.000
millas alrededor del mundo, inspirada por su obsesión con la gran novela
de la ballena de Herman Melville.
Las cosas no salieron de acuerdo a su plan. Pero la aventura de Vittorio permite celebrar la vigencia de un clásico de la literatura universal, así como la figura de un autor, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 200 años, al que Moby Dick, lejos de la gloria que le acabaría procurando muchos años después de muerto, no le proporcionó en vida más que cuatro décadas de oscuridad.
A la muerte del autor en 1891, Moby Dick no había vendido más de 3.715 copias, cinco veces menos que Taipi,
su primer libro, que impuso a Melville la condena del éxito temprano.
No fue hasta la Primera Guerra Mundial que se empezó a comprender que la
novela, como escribe Nathaniel Philbrick en su libro Por qué leer Moby Dick,
contenía poco menos que el código genético de Estados Unidos. Los
sueños y los conflictos que contribuyeron a una revolución y a una
guerra civil, y que siguen marcando el devenir de una nación. Liberada
de su momento histórico, Moby Dick se convirtió en el inagotable océano de contenido que es hoy.
“La gran ballena blanca simbolizaba la naturaleza y la inherente amenaza que representaba para el hombre”, explica, por ejemplo, Vittorio. “Pero hoy es el hombre el que supone una amenaza para la naturaleza. Trabajé 30 años en el puerto y vi cómo disminuía y empeoraba el pescado que llegaba. Hemos hecho un daño incalculable”. Por eso se embarcó Vittorio. Por eso adornó su viejo velero Mia con un cartel que resumía sus poéticas intenciones: “Voy a pedir perdón a la ballena”.
Y si uno busca a la ballena o, al menos, lo que ha sido su relación con el hombre, el primer destino es obligado: Nantucket. De esta pequeña isla en la costa de Massachussets zarparon el ficticio Pequod y también el real Essex, el 12 de agosto de 1819, cuyo hundimiento por una gigantesca ballena sirvió al autor de inspiración para el desenlace de la novela.
Nantucket dominó la industria ballenera en los siglos XVIII y XIX. Hoy, sus calles empedradas son hábitat de adinerados veraneantes y en sus muelles amarran yates de lujo. Pero la ballena sigue omnipresente en los logos de las finas boutiques y los caros restaurantes.
“Nantucket, sacad el mapa y miradla”, reclama Ismael. En el capítulo 14, titulado con el nombre de la isla, el narrador dedica una sucesión de chistes a su frágil naturaleza arenosa y su simbiosis con el océano, antes de proclamar: “Dos tercios de este globo terráqueo son de los habitantes de Nantucket, pues el mar es suyo, lo poseen como los emperadores poseen imperios”. Sucede que Melville ni siquiera había visitado la isla cuando escribió Moby Dick. Por eso el autor fue libre para recrear Nantucket, que representaba para él el afán expansivo de EE UU. En la isla, Melville no buscaba la historia, sino la mitología. Igual que Vittorio.
Bohemio, escritor aficionado y dueño de un restaurante frecuentado por artistas y poetas, Vittorio llevaba en su barco una escultura de una ballena, obra del artista italiano Carlo Pecorelli, que quería entregar como obsequio al Museo Ballenero de Nantucket. Esperaba cruzar el Atlántico y llegar a la isla en un mes. Pero dos meses después de zarpar, se encontraba aún al borde del Mediterráneo.
Atravesó el Estrecho de Gibraltar rumbo a las Azores, pero una
madrugada su embarcación fue golpeada por un extraño objeto. El percance
le hizo regresar a Gibraltar para reparar daños. Al poco de volver a
desplegar velas, sufrió una avería en el sistema automático de
dirección, que le llevó a dirigirse al sur, hacia las islas Canarias,
para solucionarla. Cuando el sistema estuvo arreglado, ya había llegado
la temporada de huracanes que desaconseja atravesar el Atlántico por el
Norte. Así que Vittorio emprendió la mucho más larga ruta del sur. Pasó
por Cabo Verde en enero, por Guadalupe en marzo y, en abril, un año
después de comenzar la travesía, llegó a Santo Domingo. Estaba a punto
de empezar lo peor.
Rumbo al norte, las tormentas casi ponen fin a su aventura en las Carolinas y, después, en Nueva Jersey. Las televisiones locales recogieron los espectaculares bandazos de aquel misterioso velero que decía dirigirse a pedir perdón a la ballena. “Fue una cosa romántica”, resume el marinero. Y 14 meses después de abandonar Venecia, al fin, las casas de madera gris de Nantucket ya estaban al alcance de la maltrecha vista de Vittorio.
“Veía las playas frente a mí. Ya había puesto el motor y, de pronto, se sobrecalentó y se paró”, recuerda. Sin tiempo para echar el ancla, la corriente arrastró al velero a aguas poco profundas. Una embarcación de rescate que estaba por allí escuchó la llamada de auxilio y remolcó al Mia hasta tierra firme. Desafortunadamente, no se trataba de un operario del puerto de Nantucket, sino de Cape Cod, en la costa continental estadounidense. El sueño de Vittorio quedaba varado al otro lado de las playas que buscaba. Y el anciano marinero, condenado a tratar de explicar al mundo civilizado, con ese absoluto desconocimiento del idioma inglés del que solo los latinos son capaces, qué demonios hacía aquí solo en un pequeño velero con ese extraño cartel.
La ballena y el capitán Ahab. La naturaleza y el hombre. Lo salvaje y la civilización. Vittorio Fabris y el joven agente Opie que, sentado con él en una mesa del club de yates de Falmouth, se rasca la cabeza rapada mientras hojea atónito los documentos que le entrega Vittorio, algunos de ellos manuscritos, mientras este trata de explicarle en italiano que el velero es suyo, que se lo compró a un hombre en 1973 y que gracias a que el barco es tan viejo está Vittorio hoy aquí, pues ya no los fabrican tan resistentes.
Seb Agapite, comodoro adjunto del puerto, inmigrante italiano de
segunda generación, ayuda a Vittorio con estas gestiones mundanas. La
comunidad italiana de Cape Cod se ha volcado con él. Una comunidad
que ni siquiera era consciente de serlo hasta que este viejo marinero
apareció en sus costas. “Yo no conocía a nadie, y nos hemos hecho muy
amigos”, explica Agapite. “Cada uno le ayuda como puede. Tiene suerte de
estar vivo. Está casi ciego de un ojo, no habla una palabra de inglés,
su equipamiento no funcionaba bien. Hay algo de suerte, pero también es
carisma”.
Los dueños de un restaurante italiano local le proporcionaron comida. Y otros pusieron en marcha una campaña de micromecenazgo para financiar el regreso de Vittorio, que habría de ser en avión. Nantucket era solo el principio. Después, Vittorio planeba poner rumbo al sur, doblar el cabo de Hornos y seguir las rutas balleneras del Pacífico donde la gran ballena blanca hizo naufragar al Essex.
Pero no pudo ser. Y no importa. Tampoco el capitán Ahab logró llevar al Pequod a buen puerto, ni el propio Melville consiguió que aquella novela en la que tanto confiaba convenciera a los críticos o le proporcionara un sustento para su familia.
Vittorio pudo, al menos, entregar la escultura de la ballena al museo de Nantucket. Preguntado sobre lo que más echó de menos en el mar, dibujaba con sus manos las curvas de una mujer. “Llevo más de un año sin ver a mi pareja”, lamentaba. El 17 de julio, Vittorio embarcaba en un avión de regreso a Italia. Terminaba la que ha sido una “experiencia fundamental” en su vida: “La próxima vez que quiera decir algo a la ballena,le mandaré un correo electrónico”.
Se estaba fraguando, en el propio Herman Melville, por entonces ya lector voraz y ambicioso, la idea misma de literatura (norte)americana, sin que él tuviera forma de sospecharlo. Acababa, Melville, de regresar de un viaje a Europa, e influido por todo lo que había leído, más las conversaciones que mantenía con su vecino, Nathaniel Hawthorne, empezó escribir algo que a la vez comprimía lo vivido y lo elevaba a algo más que mera experiencia. Cuesta creerlo pero hasta Moby Dick, la literatura americana no había sido capaz de convertir la experiencia de lo americano en profunda y alegórica obra de ficción universal. Así que podría decirse que Herman Melville fue el hombre que pintó por primera vez el espíritu americano y que lo hizo exprimiendo un yo aventurero que no podía ser sino americano, trazando así el hasta entonces más certero esbozo de lo que, en 1868, John William De Forest daría en llamar gran novela americana.
El propio Hawthorne, y, años más tarde, Mark Twain —Las aventuras de Tom Sawyer llegaron una década después del artículo de De Forest—, figuran entre los padres de aquella nueva novela americana, aunque es a Melville y a su Moby Dick, la ballena blanca que le inspiró una de las montañas que divisaba desde aquella granja de Pittsfield, a quien Estados Unidos y su clase literaria, debe la expansión del alcance de la novela como algo más que mera peripecia. Fue Melville quien antes que nadie hizo de la novela americana fascinante método de investigación artístico filosófica, a la manera en que los europeos lo hacían ya. Expandió los límites de una hasta entonces poco reflexiva narrativa que fue creciendo también dentro de su propia obra —si en 1851 publicaba Moby Dick, dos años después lo hacía Bartleby, el escribiente, su otra cima—, e hizo de América por primera vez el cuadro y la pintura.
Las cosas no salieron de acuerdo a su plan. Pero la aventura de Vittorio permite celebrar la vigencia de un clásico de la literatura universal, así como la figura de un autor, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 200 años, al que Moby Dick, lejos de la gloria que le acabaría procurando muchos años después de muerto, no le proporcionó en vida más que cuatro décadas de oscuridad.
“La gran ballena blanca simbolizaba la naturaleza y la inherente amenaza que representaba para el hombre”, explica, por ejemplo, Vittorio. “Pero hoy es el hombre el que supone una amenaza para la naturaleza. Trabajé 30 años en el puerto y vi cómo disminuía y empeoraba el pescado que llegaba. Hemos hecho un daño incalculable”. Por eso se embarcó Vittorio. Por eso adornó su viejo velero Mia con un cartel que resumía sus poéticas intenciones: “Voy a pedir perdón a la ballena”.
Y si uno busca a la ballena o, al menos, lo que ha sido su relación con el hombre, el primer destino es obligado: Nantucket. De esta pequeña isla en la costa de Massachussets zarparon el ficticio Pequod y también el real Essex, el 12 de agosto de 1819, cuyo hundimiento por una gigantesca ballena sirvió al autor de inspiración para el desenlace de la novela.
Nantucket dominó la industria ballenera en los siglos XVIII y XIX. Hoy, sus calles empedradas son hábitat de adinerados veraneantes y en sus muelles amarran yates de lujo. Pero la ballena sigue omnipresente en los logos de las finas boutiques y los caros restaurantes.
“Nantucket, sacad el mapa y miradla”, reclama Ismael. En el capítulo 14, titulado con el nombre de la isla, el narrador dedica una sucesión de chistes a su frágil naturaleza arenosa y su simbiosis con el océano, antes de proclamar: “Dos tercios de este globo terráqueo son de los habitantes de Nantucket, pues el mar es suyo, lo poseen como los emperadores poseen imperios”. Sucede que Melville ni siquiera había visitado la isla cuando escribió Moby Dick. Por eso el autor fue libre para recrear Nantucket, que representaba para él el afán expansivo de EE UU. En la isla, Melville no buscaba la historia, sino la mitología. Igual que Vittorio.
Bohemio, escritor aficionado y dueño de un restaurante frecuentado por artistas y poetas, Vittorio llevaba en su barco una escultura de una ballena, obra del artista italiano Carlo Pecorelli, que quería entregar como obsequio al Museo Ballenero de Nantucket. Esperaba cruzar el Atlántico y llegar a la isla en un mes. Pero dos meses después de zarpar, se encontraba aún al borde del Mediterráneo.
Rumbo al norte, las tormentas casi ponen fin a su aventura en las Carolinas y, después, en Nueva Jersey. Las televisiones locales recogieron los espectaculares bandazos de aquel misterioso velero que decía dirigirse a pedir perdón a la ballena. “Fue una cosa romántica”, resume el marinero. Y 14 meses después de abandonar Venecia, al fin, las casas de madera gris de Nantucket ya estaban al alcance de la maltrecha vista de Vittorio.
“Veía las playas frente a mí. Ya había puesto el motor y, de pronto, se sobrecalentó y se paró”, recuerda. Sin tiempo para echar el ancla, la corriente arrastró al velero a aguas poco profundas. Una embarcación de rescate que estaba por allí escuchó la llamada de auxilio y remolcó al Mia hasta tierra firme. Desafortunadamente, no se trataba de un operario del puerto de Nantucket, sino de Cape Cod, en la costa continental estadounidense. El sueño de Vittorio quedaba varado al otro lado de las playas que buscaba. Y el anciano marinero, condenado a tratar de explicar al mundo civilizado, con ese absoluto desconocimiento del idioma inglés del que solo los latinos son capaces, qué demonios hacía aquí solo en un pequeño velero con ese extraño cartel.
La ballena y el capitán Ahab. La naturaleza y el hombre. Lo salvaje y la civilización. Vittorio Fabris y el joven agente Opie que, sentado con él en una mesa del club de yates de Falmouth, se rasca la cabeza rapada mientras hojea atónito los documentos que le entrega Vittorio, algunos de ellos manuscritos, mientras este trata de explicarle en italiano que el velero es suyo, que se lo compró a un hombre en 1973 y que gracias a que el barco es tan viejo está Vittorio hoy aquí, pues ya no los fabrican tan resistentes.
Los dueños de un restaurante italiano local le proporcionaron comida. Y otros pusieron en marcha una campaña de micromecenazgo para financiar el regreso de Vittorio, que habría de ser en avión. Nantucket era solo el principio. Después, Vittorio planeba poner rumbo al sur, doblar el cabo de Hornos y seguir las rutas balleneras del Pacífico donde la gran ballena blanca hizo naufragar al Essex.
Pero no pudo ser. Y no importa. Tampoco el capitán Ahab logró llevar al Pequod a buen puerto, ni el propio Melville consiguió que aquella novela en la que tanto confiaba convenciera a los críticos o le proporcionara un sustento para su familia.
Vittorio pudo, al menos, entregar la escultura de la ballena al museo de Nantucket. Preguntado sobre lo que más echó de menos en el mar, dibujaba con sus manos las curvas de una mujer. “Llevo más de un año sin ver a mi pareja”, lamentaba. El 17 de julio, Vittorio embarcaba en un avión de regreso a Italia. Terminaba la que ha sido una “experiencia fundamental” en su vida: “La próxima vez que quiera decir algo a la ballena,le mandaré un correo electrónico”.
El escritor que expandió la narrativa estadounidense
LAURA FERNÁNDEZ
Podría decirse que la literatura americana se fundó en una granja de
Pittsfield, Massachusetts, alrededor de los años 50 del siglo XIX. Hasta
entonces, nada había dolido ni pretendido demasiado. Todo lo que había
hecho la literatura americana era intentar encontrar su lugar siguiendo
los pasos, cada vez menos torpemente, de la literatura europea, para
entonces, ya compleja y fecunda. Pero ocurrió que un tipo de frondosa
barba y espíritu irremediablemente aventurero —pues, dada la crisis de
la época, no fue capaz de encontrar un trabajo en tierra firme—, al que
incluso había apresado y vendido una tribu caníbal, decidió que iba a
tomarse en serio como escritor. Después de un estrepitoso e inesperado
fracaso —su último libro de viajes, una autoficción sobre sus peripecias
en distintos balleneros en los Mares del Sur, no había funcionado como
esperaba—, se trasladó a una granja en Pittsfield, decidido a escribir
algo nuevo.Se estaba fraguando, en el propio Herman Melville, por entonces ya lector voraz y ambicioso, la idea misma de literatura (norte)americana, sin que él tuviera forma de sospecharlo. Acababa, Melville, de regresar de un viaje a Europa, e influido por todo lo que había leído, más las conversaciones que mantenía con su vecino, Nathaniel Hawthorne, empezó escribir algo que a la vez comprimía lo vivido y lo elevaba a algo más que mera experiencia. Cuesta creerlo pero hasta Moby Dick, la literatura americana no había sido capaz de convertir la experiencia de lo americano en profunda y alegórica obra de ficción universal. Así que podría decirse que Herman Melville fue el hombre que pintó por primera vez el espíritu americano y que lo hizo exprimiendo un yo aventurero que no podía ser sino americano, trazando así el hasta entonces más certero esbozo de lo que, en 1868, John William De Forest daría en llamar gran novela americana.
El propio Hawthorne, y, años más tarde, Mark Twain —Las aventuras de Tom Sawyer llegaron una década después del artículo de De Forest—, figuran entre los padres de aquella nueva novela americana, aunque es a Melville y a su Moby Dick, la ballena blanca que le inspiró una de las montañas que divisaba desde aquella granja de Pittsfield, a quien Estados Unidos y su clase literaria, debe la expansión del alcance de la novela como algo más que mera peripecia. Fue Melville quien antes que nadie hizo de la novela americana fascinante método de investigación artístico filosófica, a la manera en que los europeos lo hacían ya. Expandió los límites de una hasta entonces poco reflexiva narrativa que fue creciendo también dentro de su propia obra —si en 1851 publicaba Moby Dick, dos años después lo hacía Bartleby, el escribiente, su otra cima—, e hizo de América por primera vez el cuadro y la pintura.
- El Hormiguero Miercoles -7 - Jueves -8- Agosto - por Antena 3 a las 21:30, foto,.
Elvira Lindo lleva al escenario la dura infancia de su padre,.
La escritora recrea la posguerra española en un cuento musical que interpreta ella misma,.
Este es un cuento protagonizado por un niño llamado Manuel, nacido en Albacete en 1930, que a los nueve años es enviado por su familia a Madrid para vivir con su tía, enfermera, porque sus padres tienen demasiadas bocas que alimentar. Pero la enfermera resulta ser una mujer de mano dura y el pequeño, huyendo de ella, pasa muchas horas solo deambulando por las calles. Así que este, en realidad, es el cuento de un niño perdido en una ciudad destruida por una guerra, uno de tantos que siempre quedan desamparados después de cualquier contienda. Empieza así: “Madrid, 1939. Se respira el aliento de los muertos por la calle. Los que cayeron bajo las bombas, los fusilados que a diario siguen desplomándose en las vallas del extrarradio, los muertos de hambre, de tuberculosis, las muertes de malos partos, de miseria, de infecciones, de miedo. Los muertos de miedo”. Acababa de terminar la Guerra Civil española.
El cuento se titula El niño y la bestia y es obra de dos descendientes de Manuel: la escritora Elvira Lindo (su hija) y la oboísta María Lindo (nieta de otra pariente que lo acogió después de la enfermera). Y las dos juntas se subirán esta noche al escenario del Auditorio de San Lorenzo del Escorial (y mañana en la antigua iglesia de San Juan de los Caballeros de Segovia) para contarlo en directo. Una con palabras y la otra por medio de la música, junto con el sexteto instrumental alemán Linien Ensemble.
El niño y la bestia es un espectáculo que no es ni un concierto ni un monólogo teatral, pues fue concebido como las dos cosas a la vez: la letra fue escrita para la música y la partitura, al unísono, para la historia. Se estrenó el pasado noviembre en Berlín, como broche de los actos de conmemoración del 30º aniversario del hermanamiento entre la capital alemana y la española, y este verano por fin se estrena en España.
“La historia tiene resonancias en cualquier país. Allí donde ha habido una guerra, ha habido niños solos, abandonados, perdidos. Así que cuando lo presentamos en Alemania el público se identificó perfectamente. Pero lo cierto es que nuestro sueño era también interpretarlo en Madrid, que es donde suceden los hechos”, confiesa la escritora. Del 22 de noviembre al 15 de diciembre se representará además en el teatro Fernán Gómez de esta ciudad.
En Berlín, en todo caso, fue emocionante. “Lo fue tanto para mí como para mi familia. Por supuesto que conocíamos todos la historia de nuestro padre, pero nunca la habíamos escuchado completa, sino con recuerdos sueltos. Verla montada, con todo eso hilado, fue como una revelación para mis hermanos. Es un episodio muy duro, que marcó realmente su vida, por eso lo he hecho cuando él ya no está. Habría sido quizá demasiado fuerte para él”, recuerda Lindo.
No es la primera vez que la escritora se sube a un escenario, pues en el pasado ha interpretado varios monólogos y ha participado como actriz en una decena de películas, sin olvidar la interpretación radiofónica que hizo de su célebre personaje Manolito Gafotas. Pero ¿cómo vive el hecho de recrear ahora una historia tan personal? “Me siento muy arropada por el ensemble. Además de ser unos músicos buenísimos, son también artistas inquietos, les gusta experimentar, romper con los formatos convencionales de los conciertos. No se limitan a hacer acompañamiento, sino que interpretan la historia conmigo. Este es un espectáculo verdaderamente híbrido y la historia se va contando tanto con las palabras como con la música. Es decir, no es que yo hable un rato y después me callo para que se escuche la música, sino que esta está presente todo el tiempo”, responde la autora.
La partitura ha sido desarrollada por el compositor finlandés Jarkko Riihimäki a partir de la idea original de María Lindo, ambos miembros del Linien Ensemble. Es muy colorida y evocadora de la época: notas de jazz, cuplé, músicas de películas de la posguerra se funden para seguir los pasos de Manuel por una ciudad llena de mujeres enlutadas, colas para conseguir comida, mutilados de guerra y personajes diversos.
TITULO: Por el mundo a los 80 - Antena 3,.
LOS JUEVES -1- Agosto A LAS 22:45 HORAS EN ANTENA 3,.
Por el mundo a los 80': El sueño japonés de María,.
Este jueves 1 de agosto, a las 22.45, Antena 3 emite una nueva entrega de 'Por el mundo a los 80', presentado por Arturo Valls y con seis octogenarios como protagonistas.
En el segundo programa de Por el mundo a los 80, Arturo Valls sigue al frente de la expedición que forma junto a seis soñadores octogenarios que han decidido apuntarse al viaje de sus vidas. En esta ocasión, el próximo destino está en Asia, concretamente en Tokio, donde María podrá cumplir el sueño de su vida.
La aventura continúa en una ciudad tumultuosa en la que los jubilados convivirán con sus más de cuarenta y cinco millones de habitantes, tecnología punta, idioma indescifrable, cultura milena-ria y su puntito ‘friki’. Un país en el que se encontrarán un fuerte contraste cultural.Tras doce horas de vuelo nocturno y nueve mil kilómetros de distancia recorrida desde su anterior parada, aterrizan en Tokio, una ciudad que no se parece a ninguna otra. Edificios futuristas, templos tradicionales, alta tecnología, coches que no se pitan unos a otros y un movido ambiente callejero.
Su primer contacto será inevitablemente gastronómico, porque llegan justo a la hora del desayuno. En esta aventura visitarán uno de los lugares de culto más desconocidos y secretos para los turistas de Tokio: el templo Kanda Miojin. También toman contacto con la cultura del cosplay. Descubrirán que en Japón les encanta disfrazarse y que son muy serviciales.
En este destino se le presentará a María la oportunidad de cumplir uno de sus sueños: soltar adrenalina a raudales. Para ello visitan un parque de atracciones con una de las montañas rusas más rápidas del mundo. ¿Se atreverá a subirse?,.
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