TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA -YUSTE,.
foto reloj,.
Este verano visité el monasterio de Yuste, viniendo desde Jarandilla de la Vera,
en cuyo castillo Carlos I pasó tres meses, hospedado por el conde de
Oropesa, mientras le preparaban su retiro. Podemos imaginarnos al
Emperador en aquella última jornada, subiendo por la cuesta pedregosa
que conduce desde Cuacos al monasterio, donde lo aguardarían el prior y
toda la comunidad jerónima, que besarían su mano baldada por el reúma,
antes de acompañarlo hasta la iglesia, para cantar un Te Deum de acción
de gracias. A partir de ese momento, el Emperador vivió apartado de los frailes, excepto cuando compartía sus oraciones y oficios religiosos, o cuando escuchaba los sermones de los predicadores que él mismo había designado.
«En el momento de poner Carlos I el pie en el umbral de Yuste escribe Azorín, se
considera definitivamente separado del resto de Europa, separado de
América, separado del mundo, separado del poder, separado de las
riquezas, separado de la ambición, separado de las pasiones, separado de
la gloria». Separado, en efecto, de todo, menos de Dios.
Impresiona mucho la austeridad de los aposentos reales en Yuste;
impresiona mucho que el hombre que era amo del mundo renunciase de modo
tan extremo a las pompas mundanas para recluirse en habitaciones tan
despojadas. Le gustaba pasearse, herido por la gota, por los jardines
del monasterio, mientras contemplaba el ameno paisaje de la Vera
o las crestas lejanas de Gredos. Tal vez entonces recordara, arañado
por las lágrimas, a la emperatriz Isabel, de la que tan enamorado
estuvo, muerta veinte años atrás.
Se hacía leer meditaciones de San Agustín; y ordenó que el matemático Juanelo Turriano le trajese varios relojes.
Sabemos que en su despacho de Yuste el Emperador se pasaba las noches
de claro en claro con los relojes, que están hechos para medir y
recordar el tiempo, aunque a él le sirviesen paradójicamente para
olvidarlo, tal vez para mejor acordarse de la eternidad. Mientras los
destripaba y volvía a componer, contemplando absorto la perfecta armonía
de engranajes y ruedecillas dentadas, tal vez el Emperador añorase la
armonía de una edad dorada que soñó con volver a instaurar, en donde las
ruedas de la milicia, la política, la ciencia y las artes se
conjuntaban para anunciar la hora exacta de la Buena Nueva. A
Yuste le llevó su mayordomo Luis de Quijada a un muchacho vestido de
paje, más guapo que un doblón de oro, al que llamaban Jeromín.
Cuando el Emperador lo vio no puedo evitar emocionarse; y recordó
entonces la memoria en carne viva aquellos lentos crepúsculos de
Ratisbona, cuando su corazón viudo y amargado por las intemperancias de
los luteranos halló consuelo con una joven llamada Bárbara Blomberg. El
anciano Emperador se contempló en la mirada de águila del apuesto
Jeromín; y supo que mantendría viva su gloria guerrera.
Desprendido
por completo de las pompas mundanas, el Emperador tenía siempre muy
cerca de su lecho una imagen del Juicio Final del Tiziano, pintor
por el que siempre había sentido predilección. Y quiso celebrar por
anticipado sus exequias fúnebres, en la propia iglesia del monasterio.
No lo movía la extravagancia macabra, sino el deseo piadoso de reunirse
pronto con su Hacedor; y, fuera de sus devociones, su única
participación durante la larga vigilia que duró toda la noche y la
posterior misa de réquiem consistió en entregar al celebrante la
palmatoria encendida, en un acto simbólico de absoluta modestia. Antes
de morir, pidió que lo enterrasen en el altar de la iglesia de Yuste, no
debajo del altar («por ser lugar exclusivo de los santos») sino detrás,
de modo que el sacerdote, al oficiar, pisase «la cabeza y los pechos»
de su cadáver. Murió en su alcoba, en una cama más bien angosta de tablas de castaño que el visitante aún puede contemplar. Desde
la cabecera de la cama, el Emperador podía escuchar misa por una gran
abertura practicada en la pared frontera que comunicaba con la iglesia.
Sus últimas palabras fueron tan sobrias como los últimos meses de su
vida; y las formuló en una voz apenas perceptible, en el idioma que
aprendió siendo ya talludito, el idioma que según él mismo dijo en
cierta ocasión parecía creado para hablar con Dios: «Luis de Quijada, ya
veo que me voy acabando muy poco a poco: de lo que doy muchas gracias a
Dios, pues es su voluntad... Ya es tiempo».
Era el dueño del mundo; pero murió como un monje. Sólo los buenos vasallos se merecen tan buenos señores. En Yuste, por cierto, ya no quedan frailes.
TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR - EL ADIOS DE HÉCTOR,.
foto reloj de bolsillo,.
Estoy leyendo tranquilo, disfrutando una vez más del viejo amigo
Homero, y de pronto me detengo cuando Héctor, consciente de que va a la
muerte bajo los muros de Troya, se despide, armado para el combate, de
Andrómaca, su mujer, y de su hijo Astianacte: «Inclinóse gritando el niño, asustado por el aspecto del padre / pues lo aterraban el bronce y el penacho de crin de caballo». Leo de nuevo esas dos líneas del canto VI de la Ilíada,
recorro con la mirada los lomos de los libros alineados en los estantes
de la biblioteca y pienso que a veces la vida concede extraños
privilegios. Curiosas coincidencias. Traduje del griego esos mismos
versos en el colegio hace ya casi cincuenta años -recuerdo que mi
traducción, más literaria que rigurosa, decía «el casco de bronce de tremolante penacho»-,
ignorante, todavía, de que no demasiado tiempo después iba a ver a
Héctor despedirse de Andrómaca en la vida real. Y no una, sino muchas
veces.
Fueron los libros los que me ayudaron, desde el principio, a mirar el mundo con aplomo.
A moverme por él con la certeza creciente de que cuanto veía o iba a
conocer ya estaba, de alguna forma, en lo que había leído antes. Cuando
con poco más de veinte años vi arder Beirut, o mucho más tarde Sarajevo,
reconocí en ellas, sin dificultad, las llamas de Troya; del mismo modo
que en cierta ocasión en Eritrea, primavera de 1977, cuando me vi entre
cientos de hombres desesperados tras un terrible desastre militar,
intentando regresar a casa por un territorio hostil donde derrota
equivalía a aniquilación, reconocí en ellos, y también en mí mismo, a
los mercenarios griegos que en la Anábasis pelean intentando
llegar al mar y a sus hogares. En cierto modo, todo eso lo había visto
ya. Lo había leído. Estaba, en cierto modo, preparado para comprenderlo y
asumirlo. Para extraer lecciones prácticas de vida, rentabilizándolo en
una mirada sobre el mundo y sobre mí mismo. Y es con todo eso, con la
mirada que tales libros y vida me dejaron, con lo que ahora escribo
novelas. Con lo que hoy hablo de Héctor despidiéndose de Andrómaca. O lo
recuerdo.
Lo vi muchas veces, como digo. Lo vi despedirse en
diferentes lugares, con rostros y nombres distintos, aunque siempre era
la misma escena. La primera vez que fui consciente de eso fue en Chipre
en 1974, cuando abrí la ventana de mi hotel en Nicosia y vi el cielo
lleno de paracaidistas turcos. Bajé a la calle con mis cámaras colgadas
del cuello, y por el camino me crucé con docenas de hombres
despidiéndose de sus mujeres e hijos para acudir al combate: griegos
morenos, bigotudos, que con el rostro desencajado abrazaban a sus
familias y corrían luego en grupos, vecinos, parientes y amigos, hacia
los centros de reclutamiento. En los siguientes veinte años tuve ocasión
de ver a los mismos hombres -siempre son los mismos hombres- en
diversos lugares de la extensa geografía de las catástrofes por la que
yo transitaba entonces: Sáhara, Líbano, Salvador, Chad, Nicaragua, Iraq,
Angola, los Balcanes... Incluso presencié una escena cuya semejanza con
el texto de Homero me estremeció, y todavía lo hace. Entre otras cosas
porque su protagonista se llamaba Elie Bou Malham, y era y sigue siendo
amigo mío.
Fue en Beirut, todavía en plena guerra. Elie era oficial de una unidad de élite. Yo, que entonces aún era reportero del diario Pueblo,
iba a acompañarlo en una misión. Pasábamos por delante de su casa, y
quiso ver a su mujer y a su hijita de tres años. Mi amigo iba equipado
con casco, cinchas con cargadores, granadas y fusil de asalto colgado al
hombro. Llegamos arriba, besó a su mujer, y se acercó a ver a la niña,
que estaba en la cuna. La misión iba a ser difícil y la mujer -una de
las guapas hermanas Sneifer- lo sabía. Hablaron un rato en voz baja.
Después Elie se inclinó sobre la cuna. Llevaba el casco puesto; y la
niña, que dormía, despertó sobresaltada al verlo y rompió a llorar. En
ese momento, ante mis ojos fascinados, él se quitó el casco, la cogió en
brazos, y la niña se calmó y empezó a acariciarle el rostro murmurando
«Elie, Elie...». Y entonces fue él, un soldado duro como el pedernal,
curtido en años de guerra, quien se echó a llorar. Y yo me retiré
despacio, discretamente, y bajé a esperarlo en la calle.
Sé que a
Elie no le gustará que cuente esto, si se entera -con Internet hay
pocos secretos-, pero hoy no puedo evitarlo. Homero, el tremolante casco
y todo eso. Ya saben: canto VI de la Ilíada. Contarles a
ustedes una de esas veces en las que vi a Héctor despedirse de los
suyos. Y gracias a los libros leídos, pude reconocerlo.
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