TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, LA CARTA DE LA SEMANA, Una historia de España (XLV),.
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Además de feo -lo llamaban Narizotas- con una expresión torva y
fofa, Fernando VII era un malo absoluto, tan perfecto como si lo
hubieran fabricado en un laboratorio. Si aquí hubiéramos tenido un
Shakespeare de su tiempo nos habría hecho un retrato del personaje que
dejaría a Ricardo III, por ejemplo, como un traviesillo cualquiera, un
perillán de quiero y no puedo. Porque además de mal encarado -que de eso
nadie tiene la culpa-, nuestro Fernando VII era cobarde, vil, cínico,
hipócrita, rijoso, bajuno, abyecto, desleal, embustero, rencoroso y
vengativo. Resumiendo, era un hijo de puta con ático, piscina y garaje. Y
fue él, con su cerril absolutismo, con su perversa traición a quienes
en su nombre -estúpidos y heroicos pardillos- lucharon contra los
franceses creyendo hacerlo por la libertad, con su carnicera persecución
de cuanto olía a Constitución, quien clavó a martillazos el ataúd donde
España se metió a sí misma durante los dos siglos siguientes, y que
todavía sigue ahí como siniestra advertencia de que, en esta tierra
maldita en la que Caín nos hizo el Deneí, la infamia nunca muere. Por
supuesto, como aquí suele pasar con la mala gente, Narizotas murió en la
cama. Pero antes reinó durante veinte desastrosos años en los que nos
puso a punto de caramelo para futuros desastres y guerras civiles que,
durante aquel siglo y el siguiente, serían nuestra marca de fábrica.
Nuestra marca España. Sostenido por la Iglesia y los más cerriles
conservadores, apoyado en una camarilla de consejeros analfabetos y
oportunistas, aquel Borbón instauró un estado policial con el objeto
exclusivo de reinar y sobrevivir a cualquier precio. Naturalmente, los
liberales habían ido demasiado lejos en sus ideas y hechos como para
resignarse al silencio o el exilio, así que conspiraron, y mucho. España
vivió tiempos que habrían hecho la fortuna de un novelista a lo Dumas
-Galdós era otra cosa-, si hubiéramos tenido de esa talla:
conspiraciones, desembarcos nocturnos, sublevaciones, señoras guapas y
valientes bordando banderas constitucionales... No faltó de nada.
Durante dos décadas, esto fue un trágico folletín protagonizado por el
clásico triángulo español: un malo de película, unos buenos heroicos y
torpes, y un pueblo embrutecido, inculto y gandumbas que se movía según
le comían la oreja, y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un
poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa
dominical o una arenga en la plaza del pueblo a condición de que el
tabaco se repartiera gratis. Las rebeliones liberales contra el
absolutismo regio se fueron sucediendo con mala fortuna y reprimidas a
lo bestia, hasta que, en 1820, la tropa que debía embarcarse para
combatir la rebelión de las colonias americanas (de eso hablaremos en
otro capítulo) pensó que mejor verse liberal aquí que escabechado en
Ayacucho, y echó un órdago con lo que se llamó sublevación de Riego, por
el general que los mandaba. Eso le puso la cosa chunga al rey, porque
el movimiento se propagó hasta el punto de que Narizotas se vio
obligado, tragando quina Catalina, a jurar la Constitución que había
abolido seis años antes y a decir aquello que ha quedado como frase
hecha de la doblez y de la infamia: «Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional».
Se abrió entonces el llamado Trienio Liberal: tres años de gobierno de
izquierda, por decirlo en moderno, que fueron una chapuza digna de Pepe
Gotera y Otilio; aunque, siendo justos, hay que señalar que al desastre
contribuyeron tanto la mala voluntad del rey, que siguió dando por saco
bajo cuerda, como la estupidez de los liberales, que favorecieron la
reacción con su demagogia y sus excesos. Los tiempos no estaban todavía
para perseguir a los curas y acorralar al rey, como pretendían los
extremistas. Y así, las voces sensatas, los liberales moderados que
veían claro el futuro, fueron desbordados y atacados por lo que
podríamos llamar extrema derecha y extrema izquierda. Bastaron tres años
para que esa primavera de libertad se fuera al carajo: los excesos
revolucionarios ofendieron a todos, gobernar se convirtió en un
despropósito, y muchos de los que habían apoyado de buena fe la
revolución respiraron con alivio cuando las potencias europeas enviaron
un ejército francés -los 100.000 Hijos de San Luis- para devolver los
poderes absolutos al rey. España, por supuesto, volvió a retratarse: los
mismos que habían combatido a los gabachos con crueldad durante siete
años los aclamaron ahora entusiasmados. Y claro. El rey, que estaba
prisionero en Cádiz, fue liberado. Y España se sumió de nuevo, para
variar, en su eterna noche oscura.
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