Ariadne Artiles: "Hay cierta mafia en torno a las modelos"
Pocas 'tops' hablan con tanta claridad.
Esta mujer de carácter, capaz de decir que no a grandes popes del
negocio, denuncia sin tapujos algunas tiranías del mundo de la moda.
Metida ahora a diseñadora, se desnuda para 'XLSemanal'... en esta
entrevista.
* Biquini, de Louis Vuitton; brazalete, de Swarovski y sandalias, de Aquazzura.
XLSemanal. Dejó su casa con 17 años...
Ariadne Artiles. Con 16. Vino la agencia Elite a Canarias y salí elegida junto con Laura Sánchez y Helen Lindes, que ahora somos muy amigas. Fui finalista en el concurso nacional, pero no di el paso y regresé a casa. Mi madre me dijo: «Tienes que salir». Yo no quería. Mis amigas, mi novio..., pero mi madre me empujó y ya no volví.
XL. Ahí empezó su carrera.
A.A. El trabajo más importante fue la campaña de Abercrombie, con el fotógrafo Bruce Weber. No tenía ni idea de moda. Ni siquiera sabía quién era él. Me aconsejó que me fuera unos años a Miami. Llegué de Roma y a los tres días hice las maletas.
XL. ¿Siempre ha viajado sola?
A.A. Siempre.
* Top biquini, de Ariadne Artiles para Yamayay; short vaquero, de Boohoo; botines, de Geox para Patrik Cox; y pulseras, de Claires y Guanábana.
XL. Se enfrentaba a un mundo nada fácil para una chica tan joven.
A.A. La verdad es que tienes que aprender rápido para que no se te vayan las cosas de las manos.
XL. Hay tentaciones, propuestas, dinero, lujo, fiestas...
A.A. Siempre fui muy recta. Nunca iba a fiestas, pensaba que no era parte de mi trabajo. Siempre pensé que, si no me sentía cómoda en un trabajo o con un fotógrafo, no tenía por qué hacerlo. En la campaña de Bruce Weber, por ejemplo, me pidió que me pusiera en topless. Me lo habían puesto como un trabajo muy importante, pero lo tenía clarísimo y le dije que ni de broma. Se moría de la risa. A otras no les apetecía, pero se desnudaron. Y yo hice la campaña, pero vestida.
* Biquini, de Chanel; pulseras, de Louis vuitton; y collar, de Market Place.; y gafas, de Chanel.
XL. Hay que tener un par de narices.
A.A. Tener las cosas claras. Muchas veces es importante decir que no. No me arrepiento de nada. Aunque he aprendido también a base de palos, sobre todo en temas de agentes...
XL. ¿En qué sentido?
A.A. Hay cierta mafia, un control absoluto sobre las modelos. Nosotras confiamos en nuestros agentes como si fueran nuestros padres, pero no vemos nunca un contrato. No sabemos lo que vamos a cobrar, siempre a la espera de lo que tu agente te va a dar. Ahora tengo oficina en Madrid y agentes por todo el mundo, y soy yo quien controla las cosas. Pero hablo con muchas modelos y les pregunto: «¿Por qué no pides tu contrato?». «Es que me da vergüenza». Lo normal en cualquier trabajo es algo a lo que las modelos no están acostumbradas.
XL. ¿De dónde le viene esa fuerza?
A.A. Siempre he tenido carácter. Mis padres se separaron cuando tenía nueve años y eso te hace madurar.
XL. ¿Qué siente cuando lee que es la mujer más sexy del mundo?
A.A. Lo veo como una muestra de cariño. Pero me siento, sobre todo, buena persona.
* Top, de Lacoste; Slip de baño, de Quicksilver; Pulseras, de Agatha; Reloj, de Swarovski; y tabla de surf, de Roxy.
XL. Parece tan centrada que es difícil imaginársela hecha una furia...
A.A. No soy de enfadarme mucho. Soy, más bien, cabezota. Pero cuando me hacen daño o me engañan...
XL. Una chica casi perfecta. ¿A veces esa imagen puede perjudicar?
A.A. Puede ser que te perjudique para ciertos trabajos. Por eso, aunque separo mi vida personal de la profesional, me gusta ser abierta en las redes sociales, mostrar lo que pienso, lo que apoyo, ir más allá de una portada perfecta.
Efectivamente, nada de vida privada. Ante la pregunta de si es fácil la estabilidad de una pareja con su ritmo de trabajo, un sucinto «creo que todo el mundo encuentra la manera para estar bien» es la única pista que da sobre su relación con el empresario José María García Fraile, hijo del conocido periodista, con el que lleva cuatro años. De su matrimonio con el piloto Fonsi Nieto, en 2005, y de su divorcio, tres años después, no quiere hablar. «Ni de nada relacionado con eso. Es por respeto a mí misma», susurra.
XL. ¿Recuerda una infancia feliz?
A.A. Sí, somos una familia muy grande. Pero la separación de mis padres fue un trauma, me costó mucho aceptarlo. Le di muchos problemas a mi madre.
XL. No me lo imagino.
A.A. [Risas]. Llegaba tarde, estaba todo el día fuera. Con diez años y tus padres separados, juegas mucho con eso para hacer lo que se te antoje.
XL. ¿Ejerce con su hermana Aída, también modelo, de hermana mayor?
A.A. Nos llevamos seis años y tenemos una buenísima relación. Ella dice que soy como una segunda madre.
XL. ¿Nunca ha habido celos?
A.A. Nunca. Somos muy diferentes, dos cánones de belleza distintos. Y de carácter. Ella es muy tranquila.
XL. Dice que algún día parará...
A.A. Acabo de sacar una colección de baño, voy a sacar otra, tengo un montón de proyectos que me aportan creativamente y que me gustan mucho. Todavía no es el momento.
XL. Pero si quiere formar una familia, quizá tenga que elegir...
A.A. Sí, pero con 33 años me veo muy joven. Tengo margen todavía.
XL. ¿Renunciaría a su carrera?
A.A. No, eso no.
Makeup & Hair: Sonia Marina para MAC y Moroccanoil. Asistente fotografía: Jamal Jeniah. Asistente estilismo: Estefanía Toldos Y Frank Jymz.
Fotografía de portada: Mario Sierra. Ariadne Artiles luce Trikini de flecos, de red Point; y pulseras, de Hermès.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA , Abuelos, batallas y sables,.
foto
De vez en cuando saco brillo a los sables. Cojo
limpiametales y una lata de cera y me siento con uno de ellos a pulir la
hoja y la vaina. Cada uno lleva cosa de media hora. Con el tiempo reuní
varios que no están mal: unos son herencias o regalos de amigos y otros
los adquirí en anticuarios. Alguno tiene para mí un significado
especial, como el de cosaco de la Revolución Rusa: una buena pieza de
hoja recia, que lleva el cuño de la estrella soviética. Otro que aprecio
es el sable de abordaje inglés de Trafalgar: una herramienta tosca, de
hoja ancha, que sólo sirve, o sirvió, para dar tajos. Muy lejos de las
piezas elegantes que se lucían en paseos y salones.
Tengo otros sables más bonitos o historiados -uno me lo regaló el muy querido actor Sancho Gracia-, aunque mis favoritos son los de caballería, como el modelo Puerto Seguro, con el que el regimiento Alcántara cargó en Annual: hoja recta y cazoleta cerrada. Gracias a mi amigo el pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau, y sobre todo al anticuario Lluc Sala y la formidable tienda de armas originales que tiene en Olot -catalán de toda la vida, Lluc es el más joven y brillante experto en armas antiguas que tenemos en España- , he podido reunir, documentándolos bien, todos los modelos de sable de caballería que se utilizaron aquí en el siglo XIX, desde el inglés de hoja ancha de 1796 hasta los que se batieron en América y en las guerras carlistas. Son piezas soberbias con gavilanes de bronce, que todavía te estremecen con su sonido metálico cuando se deslizan fuera de la vaina. Herramientas perfectas en su género, fabricadas para la más bestial tarea de la que el hombre tiene memoria. Para combatir a sablazos.
Otra de esas piezas resulta especial, no por el sable en sí -un sólido modelo francés de caballería-, sino por el lugar donde está colocado: junto a un busto de bronce de Napoleón, una medalla militar, un marco con flores secas y un viejo retrato. En el retrato figura un anciano corpulento, con la misma medalla colgada en la solapa, fotografiado en Cartagena, España, donde la vida acabó llevándolo. Se llamaba Jean Gal y era abuelo de mi bisabuela Adela Replinger Gal. La medalla es la de Santa Helena, concedida en 1857 a los veteranos supervivientes de las campañas del emperador; y en cuanto a las flores secas, proceden del campo de batalla de Waterloo, donde, dentro de cuatro días -18 de junio- hará doscientos años justos, ese anciano de anchos hombros, que entonces tenía dieciséis y era granadero en un regimiento de infantería de línea, combatió durante todo el día contra los ingleses de Wellington antes de que, derrotado el ejército, deshecho su regimiento, tuviera que huir por los bosques y caminos embarrados, perseguido por la caballería prusiana.
Visité Waterloo por primera vez siendo aún muy joven, un día de llovizna y bruma gris. Fui allí con las historias familiares frescas en el recuerdo, tras haber releído algunos libros para estar a tono -aún llevaba La cartuja de Parma de Stendhal en la mochila-, y recorrí los viejos lugares de aquel campo de batalla, del paisaje que el amor de los belgas por su Historia y su memoria ha mantenido casi idéntico al de 1815. Estuve en el camino alto, donde los cuadros ingleses resistieron las cargas de caballería y el ataque de la Vieja Guardia, en Hougoumont, donde se peleó por cada ladrillo de la casa, y en la Haie Sainte, que acabó incendiada. Pisé la hierba mojada que pisó el abuelo y me retiré con él por el camino de Charleroi, imaginando a aquel muchacho, alistado sólo un par de meses antes, tras su primer y último combate, huyendo de los húsares prusianos que acuchillaban sin piedad a los fugitivos. En aquel melancólico paseo de recuerdos familiares y lecturas -después tendría mis propios libros y mis propios recuerdos- me detuve conmovido bajo la lluvia que arreciaba, junto al monumento del águila herida, donde el último cuadro hizo frente a los ingleses. Quizás al granadero Jean Gal le habría gustado saber que uno de sus nietos estuvo allí, recordándolo. Y que sigue haciéndolo cada vez que vuelve a Waterloo, o cuando limpia viejos sables y piensa en los hombres singulares que los manejaron. En chiquillos de dieciséis años que tal vez gritaron, con ellos en la mano, su miedo y su valentía en antiguos campos de batalla, cuando los hombres todavía no mataban de lejos, apretando cobardes botones, sino mirándose a los ojos, de cerca y cara a cara. Asumiendo el riesgo y el horror de sus actos. Próximos a la responsabilidad, la compasión y el remordimiento que ya en la vejez, al recordar, aún les arrancaban lágrimas.
Tengo otros sables más bonitos o historiados -uno me lo regaló el muy querido actor Sancho Gracia-, aunque mis favoritos son los de caballería, como el modelo Puerto Seguro, con el que el regimiento Alcántara cargó en Annual: hoja recta y cazoleta cerrada. Gracias a mi amigo el pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau, y sobre todo al anticuario Lluc Sala y la formidable tienda de armas originales que tiene en Olot -catalán de toda la vida, Lluc es el más joven y brillante experto en armas antiguas que tenemos en España- , he podido reunir, documentándolos bien, todos los modelos de sable de caballería que se utilizaron aquí en el siglo XIX, desde el inglés de hoja ancha de 1796 hasta los que se batieron en América y en las guerras carlistas. Son piezas soberbias con gavilanes de bronce, que todavía te estremecen con su sonido metálico cuando se deslizan fuera de la vaina. Herramientas perfectas en su género, fabricadas para la más bestial tarea de la que el hombre tiene memoria. Para combatir a sablazos.
Otra de esas piezas resulta especial, no por el sable en sí -un sólido modelo francés de caballería-, sino por el lugar donde está colocado: junto a un busto de bronce de Napoleón, una medalla militar, un marco con flores secas y un viejo retrato. En el retrato figura un anciano corpulento, con la misma medalla colgada en la solapa, fotografiado en Cartagena, España, donde la vida acabó llevándolo. Se llamaba Jean Gal y era abuelo de mi bisabuela Adela Replinger Gal. La medalla es la de Santa Helena, concedida en 1857 a los veteranos supervivientes de las campañas del emperador; y en cuanto a las flores secas, proceden del campo de batalla de Waterloo, donde, dentro de cuatro días -18 de junio- hará doscientos años justos, ese anciano de anchos hombros, que entonces tenía dieciséis y era granadero en un regimiento de infantería de línea, combatió durante todo el día contra los ingleses de Wellington antes de que, derrotado el ejército, deshecho su regimiento, tuviera que huir por los bosques y caminos embarrados, perseguido por la caballería prusiana.
Visité Waterloo por primera vez siendo aún muy joven, un día de llovizna y bruma gris. Fui allí con las historias familiares frescas en el recuerdo, tras haber releído algunos libros para estar a tono -aún llevaba La cartuja de Parma de Stendhal en la mochila-, y recorrí los viejos lugares de aquel campo de batalla, del paisaje que el amor de los belgas por su Historia y su memoria ha mantenido casi idéntico al de 1815. Estuve en el camino alto, donde los cuadros ingleses resistieron las cargas de caballería y el ataque de la Vieja Guardia, en Hougoumont, donde se peleó por cada ladrillo de la casa, y en la Haie Sainte, que acabó incendiada. Pisé la hierba mojada que pisó el abuelo y me retiré con él por el camino de Charleroi, imaginando a aquel muchacho, alistado sólo un par de meses antes, tras su primer y último combate, huyendo de los húsares prusianos que acuchillaban sin piedad a los fugitivos. En aquel melancólico paseo de recuerdos familiares y lecturas -después tendría mis propios libros y mis propios recuerdos- me detuve conmovido bajo la lluvia que arreciaba, junto al monumento del águila herida, donde el último cuadro hizo frente a los ingleses. Quizás al granadero Jean Gal le habría gustado saber que uno de sus nietos estuvo allí, recordándolo. Y que sigue haciéndolo cada vez que vuelve a Waterloo, o cuando limpia viejos sables y piensa en los hombres singulares que los manejaron. En chiquillos de dieciséis años que tal vez gritaron, con ellos en la mano, su miedo y su valentía en antiguos campos de batalla, cuando los hombres todavía no mataban de lejos, apretando cobardes botones, sino mirándose a los ojos, de cerca y cara a cara. Asumiendo el riesgo y el horror de sus actos. Próximos a la responsabilidad, la compasión y el remordimiento que ya en la vejez, al recordar, aún les arrancaban lágrimas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario