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jueves, 8 de septiembre de 2022

Documaster - Muere la Reina Isabel II ,. / Al Médico - CORONAVIRUS: ¿Regreso al Medioevo? ,. / Tarde de café - Fútbol - Motín en La Roja: un grupo de jugadoras de la selección pide la destitución del entrenador Jorge Vilda,.

 

 TITULO:  Documaster -  Muere la Reina Isabel II ,.

 Muere la Reina Isabel II ,.

 

Muere la reina Isabel II de Inglaterra, referente de la monarquía europea,.

La soberana fallece a los 96 años, tras siete décadas al frente de la corona británica,.

 Muere la reina Isabel II de Inglaterra, referente de la monarquía europea |  Internacional | EL PAÍS

foto - Isabel II ha fallecido este jueves a los 96 años, en su residencia de Balmoral y rodeada por toda su familia, según ha anunciado el palacio de Buckingham. “La Reina ha muerto en paz en Balmoral esta tarde. El Rey [Carlos de Inglaterra] y la Reina Consorte [Camilla Parker-Bowles] permanecerán en Balmoral esta tarde y regresarán mañana a Londres. Jueves. 8 de septiembre de 2022″, ha señalado un sobrio comunicado sobre fondo negro en la página oficial del palacio.

“La muerte de mi querida madre, Su Majestad la Reina, es un momento de enorme tristeza para mí y para todos los miembros de mi familia. Lamentamos profundamente la muerte de una Soberana querida y una madre muy amada”, ha dicho Carlos III en su primer comunicado oficial como monarca.

La salud de la reina más longeva y popular del Reino Unido comenzó a declinar desde que muriera, en abril de 2021, su esposo, Felipe de Edimburgo. La monarca pudo presenciar en primera persona las celebraciones en todo el país en julio por sus 70 años de reinado —el Jubileo de Platino—, e incluso estuvo en condiciones, esta misma semana, de recibir en su residencia escocesa al primer ministro saliente, Boris Johnson, y de encargar a su sucesora, Liz Truss, la formación de un nuevo Gobierno en su nombre. Era el decimoquinto primer ministro que recibía una monarca que ha sido parte fundamental de la historia británica de la segunda mitad del siglo XX y de las dos primeras décadas del XXI. A pesar de las tormentas y contratiempos vividos por la Casa de los Windsor durante este tiempo, la popularidad de Isabel II se mantuvo robusta hasta el final de lo que los historiadores definen ya como la “segunda era isabelina”.

Fueron necesarias décadas de templanza, moderación, aprendizaje, torpezas corregidas y un anacrónico pero necesario sentido del deber para que Isabel II fuera la parte indispensable del paisaje de la que ningún británico estaba dispuesto a prescindir. Ella fue la razón de que una artista tan gamberra y provocadora como Tracey Emin, cuya obra de arte más conocida es una cama revuelta con las sábanas manchadas, se declarara una “monárquica secreta”. O de que Vivienne Westwood, la diseñadora británica de moda asociada a la estética del punk y de la new wave, declarara, como millones de mujeres en todo el mundo, ser “muy fan” de la reina.

Isabel II, el símbolo universal de lo que representa una casa real europea, fue la demostración más evidente de que la supervivencia de la institución monárquica depende siempre de la personalidad de quien ostenta la corona. Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre.

Clement Attlee, el socialdemócrata que construyó el Estado del bienestar en el Reino Unido y quitó a los suyos las ganas de flirtear con los sentimientos republicanos, escribió que “todos los monarcas, si están preparados para escuchar, adquieren a lo largo de los años un considerable inventario de conocimiento sobre los hombres, y sobre los asuntos humanos. Y si tienen además buen juicio, son capaces de ofrecer buenos consejos”. Setenta años de reinado proporcionaron a Isabel Alejandra María, la primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, la experiencia suficiente para seducir y granjearse el respeto de egos descomunales como Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson..

El tiempo jugó a favor de Isabel II, porque a medida que fueron pasando las décadas de su reinado, la monarquía británica fue perdiendo sus poderes discrecionales para convertirse en una institución más reglada y limitada. Heredó un imperio y se convirtió a los 25 años en la clave de bóveda de su arquitectura constitucional. Acabó siendo la representación visible y el anhelo de estabilidad y unidad de un país fragmentado. Con sus poderes ampliamente reducidos, pero con una influencia sobre el devenir de los británicos difícilmente alcanzable por cualquier figura política. En 1956, con la dimisión del primer ministro Anthony Eden; o en 1963, con la dimisión de Harold Mcmillan, la reina pudo ejercer su poder de designar un sucesor. En 1965, al imponer el Partido Conservador su propio método de elección interna de líder, quitó a la monarca esa prerrogativa. Afortunadamente, sugirieron los historiadores. “La monarquía se benefició de todas estas restricciones en los poderes de la reina, porque todo ejercicio de discreción tiende forzosamente a ser polémico”, defendía el profesor Vernon Bogdanor, el constitucionalista británico más prestigioso, en la conferencia que impartió en el Gresham College en 2016 para celebrar los 90 años de Isabel II.

El 6 de febrero de 1952, Jorge VI murió en la cama, a los 56 años. El hombre cuya tartamudez y ataques de ira le prefiguraban como un rey imposible; el joven que lloró en los hombros de su madre cuando el destino le impuso una responsabilidad inesperada; el monarca que se granjeó el respeto de los británicos al sufrir junto a ellos, en Londres, el bombardeo alemán de la II Guerra Mundial, había dispuesto que su primogénita, Isabel, tuviera la preparación constitucional para ser la reina que él nunca pudo tener. No solo aprendió de tutores particulares como el rector del prestigioso y elitista colegio de Eton, Henry Marten, los usos y costumbres parlamentarios de Gran Bretaña —como comprobaron con asombro varios de los primeros ministros con quienes despachó—, sino que memorizó de principio a fin la biblia a la que también se aferraron su abuelo, Jorge V, y su padre, para entender el difuso pero trascendental papel de la corona británica: The English Constitution (La Constitución Inglesa), el ensayo escrito por Walter Bagehot, legendario director del semanario The Economist. Defendía Bagehot que la Constitución —no escrita— de Inglaterra (en 1860 todo lo británico era inglés, y todo lo inglés, británico) tenía dos ramas: la solemne y la eficaz. Al Gobierno, al Parlamento y a la Administración correspondía la segunda. A la monarquía, “que simbolizaba al Estado a través de la pompa y la ceremonia”, le correspondía la primera.

Isabel II accedió al trono lejos del Reino Unido. Se enteró en Kenia de la muerte de su padre. Realizaba la primera etapa de una larga gira junto a su esposo, el duque de Edimburgo, por varios países de la Commonwealth. En la noche anterior, dormían ambos sobre la copa de una gigantesca higuera en el Parque Nacional de Aberdare. “Por primera vez en la historia de la humanidad, una joven subió a un árbol como princesa y bajó al día siguiente como reina”, escribió el naturalista británico Jim Corbett, que se hospedaba por entonces en el mismo hotel.

La noticia cambió su vida, pero, a diferencia de Jorge VI, ella ya estaba preparada para su destino. “Ante todos vosotros declaro que mi vida entera, sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio, y al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, había dicho la princesa por radio desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, un 21 de abril de 1947, al cumplir 21 años. Esa “familia imperial” se ha ido disolviendo durante los años más en una comunidad cultural y sentimental de naciones que en una organización internacional con voz y peso propio. Pero ha sido sobre todo la figura de Isabel II la razón última para que países como Canadá o Australia, de naturaleza republicana, mantuvieran a la reina como su jefa de Estado.

El peso de la familia

La Casa de los Windsor ha tenido sus abundantes raciones de drama. Y entraba dentro de lo normal que el drama familiar se convirtiera en nacional. Como la abdicación de Eduardo VIII, más tarde el duque de Windsor, por su amor a la divorciada estadounidense Wallis Simpson. O el romance imposible de la princesa Margarita, hermana de la reina, con el capitán Peter Towsend, héroe de guerra. En ambos casos, Isabel II pudo poner orden de acuerdo con las rígidas reglas heredadas de la institución monárquica.

El terremoto de Lady Di empujó a la reina y al palacio de Buckingham a una dimensión desconocida: el drama ya era global, y la monarca se vio obligada a lidiar con un concepto hasta entonces desconocido para ella: la cultura popular. Fue el 24 de noviembre de 1992, en un discurso en el que celebraba los 40 años de su ascensión al trono, cuando Isabel II definió aquel año como annus horribilis. Vistas en perspectiva, las desgracias de aquellos meses casi despiertan un sentimiento de ternura, comparadas con lo que vendría años después.

En 1992, se divorció el príncipe Andrés de su esposa, Sarah Ferguson. Treinta años después, su madre se vería obligada a pagar de su bolsillo parte de los más de 14 millones de euros que el duque de York tuvo que desembolsar para poner fin al oprobio de una acusación de abusar sexualmente de una menor. En 1992 también se airearon a través de libros o filtraciones a la prensa las infidelidades de Diana de Gales y de Carlos de Inglaterra. Cinco años después, la muerte de Lady Di puso en jaque todo el mundo construido alrededor de Isabel II. La isla de Mauricio eligió en 1992 abandonar la Commonwealth y convertirse en República. Veintidós años después, Escocia llevó hasta el precipicio, con un referéndum de independencia, al Reino Unido. Y dos años más tarde, el Brexit hundió al país en una crisis de identidad de la que apenas ha comenzado a recuperarse.

Isabel II estuvo presente en todos esos momentos. Discreta, a la hora de afrontar las desgracias familiares. Neutral, frente a la amenaza de fragmentación de su reino. “Espero que los votantes piensen cuidadosamente en su futuro”, se limitó a decir antes de que los escoceses se pronunciaran. Dice mucho sobre el respeto a su figura el hecho de que la propuesta de independencia del Partido Nacional Escocés de Nicola Sturgeon contemplara desde el primer momento que Isabel II continuara siendo la reina del nuevo país.

Su verdadera prueba de fuego no fueron ni las sucesivas crisis económicas que le tocó afrontar, desde su papel institucional, ni las guerras, ni el malestar social de los años setenta, ni el terrorismo del conflicto norirlandés. Su momento más delicado fue la muerte de Lady Di, cuando la voluntad de mantener en la esfera privada el duelo familiar —y su evidente escaso apego hacia la “princesa del pueblo”— chocó de bruces con un sentimiento popular de dolor que rozó la histeria, y culpó sin matices al palacio de Buckingham del desdichado final de quien hubiera podido ser ella misma reina.

El proceso de despertar y de redención de Isabel II quedó inmortalizado en la memoria de todos los que vieron The Queen (La Reina), la magistral película de Stephen Frears con la también magistral interpretación de Helen Mirren. Aquel momento en que la reina decidió finalmente regresar desde Balmoral (Escocia) a Londres, y recorrer a pie el manto de flores que miles de ciudadanos habían dejado frente a la verja del palacio de Buckingham, ha permanecido en la historia como el instante en que Isabel II se reconcilió con un pueblo que no renegaba de ella, sino que esperaba un mínimo gesto para perdonarla..

Lo contó Robert Lacey en su libro Monarquía: La Vida y Reinado de Isabel II: “Vestida de negro, mientras recorría la larga fila de ciudadanos dolientes, una niña de 11 años le ofreció cinco rosas rojas. ‘¿Quieres que las coloque junto a las otras?’, preguntó la reina. ‘No, majestad. Son para usted”, replicó la pequeña. “Escuchamos cómo la gente comenzaba tímidamente a aplaudir’, recordó uno de los ayudantes de palacio. ‘Y recuerdo que pensé: ¡buuf!, todo sigue en orden”.

Isabel II tuvo la virtud, a medida que avanzaba su reinado, de transmitir a los británicos, con su mera presencia, con su cumplimiento estricto del papel que le correspondía, esa sensación de que “todo estaba bien”. Aunque no lo estuviera. Sobre todo, porque no siempre supo gestionar correctamente los desmanes de los miembros de su familia. O no siempre le correspondieron sus descendientes con el respeto debido.

Aguantó hasta que resultó inaguantable la sórdida amistad de su hijo Andrés —el favorito, según han afirmado durante décadas los medios británicos— con el millonario pederasta estadounidense Jeffrey Epstein. Y solo decidió despojarle de títulos y honores, y apartarlo de la vida pública, cuando su proximidad se convirtió en un peligro para la institución. O decidió también despojar de rango y privilegios a su nieto Enrique cuando desde la distancia estadounidense emprendió una campaña de acusaciones de abuso y de supuesto racismo contra su esposa, Meghan Markle.

Ni una palabra de la reina en uno u otro caso. No existe ni una entrevista de la monarca durante 70 años de reinado. Las concedió su esposo, el príncipe Felipe de Edimburgo, fallecido el 9 de abril de 2021. Las dieron sus hijos Carlos o Andrés. Las han dado sus nietos, Guillermo o Enrique.

Isabel II fue a la vez un libro abierto y un misterio. Simple en sus aficiones: la naturaleza, la caza, y sobre todo los caballos. Simple en sus rutinas: terminó cada día de su vida con una breve anotación en un diario de lo realizado durante la jornada, pero, salvo que la historia arroje una sorpresa, sin grandes reflexiones ni juicios de valor sobre aquello de lo que escribía.

Fue uno de los actores principales del gran teatro del mundo, representando el papel que de ella esperaban miles de millones de espectadores. Recibió a 12 presidentes de Estados Unidos, a centenares de dignatarios internacionales, y se reunió con cuatro Papas. La cabeza de la Iglesia anglicana, que rezaba cada noche antes de acostarse y era una creyente devota, vio evolucionar con los tiempos la doctrina que comandaba al aceptar divorcios, o consagrar mujeres y homosexuales.

La reina y sus primeros ministros

La primera vez que Isabel II encargó la formación de un Gobierno en su nombre a un primer ministro más joven que ella fue en 1997. Era el laborista Tony Blair. Cuando accedió al trono, en 1952, no habían nacido ni la recién nombrada primera ministra Liz Truss, ni Boris Johnson, ni David Cameron ni el propio Blair.

Si la joven reina admiró y escuchó con humildad los consejos de Winston Churchill, con los años, fue ella la que pudo aconsejar desde su propia experiencia a muchos políticos víctimas de ese mal tan propio de la profesión, el adanismo. La creencia de que la historia comienza con ellos.

Aunque la mayoría de ellos dieron a la monarca el papel que le correspondía. Anthony Eden compartió con ella los planes secretos de aquella catástrofe que supuso en 1956 la invasión del canal de Suez. Y Margaret Thatcher la mantuvo al tanto de la guerra de las Malvinas contra Argentina.

El papel de la reina fue en todo momento el de expresar sus dudas o preocupaciones a través de preguntas, y para la historia ha quedado la convicción generalizada de que a Blair, en alguna de las audiencias previas a la invasión de Irak, le preguntaría si no merecía la pena dar algo más de tiempo a la iniciativa y buscar el respaldo de la ONU que nunca se obtuvo.

La pandemia y la muerte de Felipe

El reinado de Isabel II fue la imagen constante de una pareja cómplice e inseparable. Felipe de Edimburgo fue la única persona capaz de cantar a la reina las verdades del barquero, y de arrancarle en público la mayor de las sonrisas. “Ha sido, simplemente, mi fuerza y mi apoyo durante todos estos años (…) y tengo con él una deuda mucho mayor de la que nunca me reclamará, o de la que nunca nadie sabrá”, dijo de su esposo en 1997, al cumplir sus bodas de oro.

Cuando el 17 de abril de 2021 los británicos vieron a su reina sola, de negro, embozada en una mascarilla, velando el féretro del duque de Edimburgo en la capilla del castillo de Windsor, muchos percibieron el fin de una era. Por entonces, Isabel II llevaba más de un año confinada en ese castillo, junto a su esposo. Su agenda pública se había reducido drásticamente, y la incrementada presencia en primera línea de Carlos de Inglaterra, su hijo y heredero, o del príncipe Guillermo (segundo en la línea de sucesión) y su esposa, Kate Middleton, hacía pensar que la monarca iba entregando poco a poco el testigo a otra generación.

Pero la pandemia concluyó, e Isabel II fue incrementando su actividad oficial a medida que se acercaba la gran celebración del Jubileo de Platino, en 2022. La promesa de servicio a sus ciudadanos hasta el final de sus días, que realizó en su 21º cumpleaños, llevaba implícita la idea de que un monarca británico solo abandona el trono cuando fallece. Los últimos años de la reina estuvieron plagados de rumores sobre su retirada de la vida pública y la decisión de dar vía libre al reinado de su hijo Carlos. Nunca se confirmaron.

La descripción más cariñosa, y probablemente la más cercana al sentimiento y percepción general de su reina que tuvieron muchos británicos, la escribió el profesor de Política e Historia, Ben Pimlott, el autor de la biografía más equilibrada y honesta de Isabel II: “Siempre fue la niña pequeña en el palacio enorme, con su nariz aplastada contra el cristal de la ventana. Le gustaba pensar, y quizá acertó, que muchos de sus súbditos veían en ella a alguien muy parecido a ellos: prosaica, nada pretenciosa, la clase de persona que, en palabras de uno de sus admiradores, recorre la casa para ir apagando las luces que los niños se dejaron encendidas”.

 

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  CORONAVIRUS: ¿Regreso al Medioevo?,.

 

 CORONAVIRUS: ¿Regreso al Medioevo? | Opinión | EL PAÍS

La peste ha sido a lo largo de la historia una de las peores pesadillas de la humanidad. El coronavirus será una pandemia pasajera. Lo que no pasará es el miedo a la muerte, que nos acompaña como una sombra,.

foto / El coronavirus comienza a hacer estragos en España. O, mejor dicho, el espanto que causa ese virus proveniente de China ocupa todos los noticiarios y radios y periódicos, se cierran colegios y universidades, bibliotecas y teatros, se paralizan las Fallas de Valencia, se cancelan los plenos de las Cortes, los eventos deportivos se celebrarán sin público, pese a que los distribuidores dicen que habrá provisiones se ven semivacías las estanterías de los supermercados, lo que indica que la gente se carga de productos de primera necesidad para lo que entiende será un largo encierro, y, por supuesto, en las conversaciones privadas no se habla de otra cosa.

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Todo esto, en términos prácticos, es muy exagerado, pero no hay nada que hacer: España tiene miedo y los Gobiernos, el nacional y los de las autonomías, salen al frente de la pavorosa enfermedad con medidas cada vez más estrictas que, de una manera general, los españoles aprueban e, incluso, exigen que sean más extensas e intensas. Es por gusto que las estadísticas oficiales digan que, hasta el 11 de marzo, hay apenas 47 muertes por culpa de la pandemia y que, por ejemplo, la simple gripe es más asesina que ella, pues causa por lo menos seiscientas muertes anuales, y que son muchos más los que se recuperan del coronavirus que los que perecen por culpa de él, que España tiene uno de los sistemas de salud mejores en el mundo —por encima de la media europea— y que el trabajo que vienen realizando los médicos y sanitarios en todo el país es eficiente y está a la altura del desafío, etcétera.

Jamás las estadísticas han sido capaces de tranquilizar a una sociedad roída por el pánico y ésta es una buena ocasión de comprobarlo. En medio de la civilización ha reaparecido la Edad Media, lo que significa que muchas cosas han cambiado desde entonces, pero muchas otras no. Por ejemplo: el miedo a la peste. Y, a propósito, la literatura tiene un renacer inevitable en esos períodos de miedo colectivo: cuando no entiende lo que pasa, una sociedad va a los libros a ver si ellos se lo explican. La peor novela de Albert Camus, La peste, tiene un súbito renacimiento y tanto en Francia como en España se hacen reediciones y ese libro mediocre se ha convertido en un best seller.

Nadie parece advertir que nada de esto podría estar ocurriendo en el mundo si China Popular fuera un país libre y democrático y no la dictadura que es. Por lo menos un médico prestigioso, y acaso fueran varios, detectó este virus con mucha anticipación y, en vez de tomar las medidas correspondientes, el Gobierno intentó ocultar la noticia, y silenció esa voz o esas voces sensatas y trató de impedir que la noticia se difundiera, como hacen todas las dictaduras. Así, como en Chernóbil, se perdió mucho tiempo en encontrar una vacuna. Sólo se reconoció la aparición de la plaga cuando ésta ya se expandía. Es bueno que ocurra esto ahora y el mundo se entere de que el verdadero progreso está lisiado siempre que no vaya acompañado de la libertad. ¿Lo entenderán de una vez esos insensatos que creen que el ejemplo de China, es decir, el mercado libre con una dictadura política, es un buen modelo para el tercer mundo? No hay tal cosa: lo ocurrido con el coronavirus debería abrir los ojos de los ciegos.

La peste ha sido a lo largo de la historia una de las peores pesadillas de la humanidad. Sobre todo en la Edad Media. Era lo que desesperaba y enloquecía a nuestros viejos ancestros. Encerrados detrás de las recias murallas que habían erigido para sus ciudades, defendidos por fosos llenos de aguas envenenadas y puentes levadizos, no temían tanto a esos enemigos tangibles contra los que podían defenderse de igual a igual, enfrentarlos con espadas, cuchillos y lanzas. Pero la peste no era humana, era obra de los demonios, un castigo de Dios que caía sobre la masa ciudadana y golpeaba por igual a pecadores e inocentes, contra la que no había nada que hacer, salvo rezar y arrepentirse de los pecados cometidos. La muerte estaba allí, todopoderosa, y después de ella las llamas eternas del infierno. La irracionalidad estallaba por doquier y había ciudades que trataban de aplacar a la plaga infernal ofreciéndole sacrificios humanos, de brujas, brujos, incrédulos, pecadores sin arrepentir, insumisos y rebeldes. Cuando Flaubert viajó a Egipto, todavía vio leprosos que recorrían las calles tocando campanas para advertir a la gente que se apartara si no quería ver (y contagiarse) de sus llagas purulentas.

Por eso casi no aparece la peste en las novelas de caballerías que son otro aspecto, más positivo, del Medioevo: en ellas hay proezas físicas extraordinarias, el Tirant lo Blanc derrota él solo a gigantescos ejércitos. Pero los adversarios de los caballeros andantes son seres humanos, no diablos, y lo que el hombre medieval teme son los diablos, esos demonios que escondidos en el corazón de las epidemias golpean y matan sin discriminar a culpables e inocentes.

Ese viejo terror no ha desaparecido del todo, pese a los extraordinarios progresos de la civilización. Todo el mundo sabe que, como ocurrió con el SIDA o con el Ébola, el coronavirus será una pandemia pasajera, que los científicos de los países más avanzados encontrarán pronto una vacuna para defendernos contra ella y que todo esto terminará y será, dentro de algún tiempo, una noticia mustia que apenas recordarán las gentes.

Lo que no pasará es el miedo a la muerte, al más allá, que es lo que anida en el corazón de estos terrores colectivos que son el temor a las pestes. La religión aplaca ese miedo, pero nunca lo extingue, siempre queda, en el fondo de los creyentes, ese malestar que se agiganta a veces y se convierte en miedo pánico, de qué habrá una vez que se cruce aquel umbral que separa la vida de lo que hay más allá de ella: ¿la extinción total y para siempre?, ¿esa fabulosa división entre el cielo para los buenos y el infierno para los malvados de un dios juguetón que pronostican las religiones?, ¿alguna otra forma de supervivencia que no han sido capaces de advertir los sabios, los filósofos, los teólogos, los científicos? La peste saca de pronto a estas preguntas, que en la vida cotidiana normal están confinadas en las profundidades de la personalidad humana, al momento presente, y hombres y mujeres deben responder a ellas, asumiendo su condición de seres pasajeros. Para todos nosotros es difícil aceptar que todo lo hermoso que tiene la vida, la aventura permanente que ella es o podría ser, es obra exclusiva de la muerte, de saber que en algún momento esta vida tendrá punto final. Que si la muerte no existiera la vida sería infinitamente aburrida, sin aventura ni misterio, una repetición cacofónica de experiencias hasta la saciedad más truculenta y estúpida. Que es gracias a la muerte que existen el amor, el deseo, la fantasía, las artes, la ciencia, los libros, la cultura, es decir, todas aquellas cosas que hacen la vida llevadera, impredecible y excitante. La razón nos lo explica, pero la sinrazón que también nos habita nos impide aceptarlo. El terror a la peste es, simplemente, el miedo a la muerte que nos acompañará siempre como una sombra.

 TITULO:  Tarde de café  - Fútbol - Motín en La Roja: un grupo de jugadoras de la selección pide la destitución del entrenador Jorge Vilda,.

  Tarde de café  - Fútbol -   Motín en La Roja: un grupo de jugadoras de la selección pide la destitución del entrenador Jorge Vilda ,.     , fotos,.

 

Motín en La Roja: un grupo de jugadoras de la selección pide la destitución del entrenador Jorge Vilda,.

 Motín en La Roja: un grupo de jugadoras de la selección pide la destitución  del entrenador Jorge Vilda | Deportes | EL PAÍS

Luis Rubiales no prescindirá del técnico y este seguirá como mínimo hasta el Mundial de 2023,.

La selección española femenina de fútbol vive una rebelión de un grupo importante de jugadoras contra el seleccionador Jorge Vilda. Según adelantó El Confidencial y confirmó este periódico, las 

 

 

internacionales sublevadas han expresado al técnico su desacuerdo tanto con sus planteamientos tácticos como con su metodología y su gestión del grupo. Con anterioridad, además, habían solicitado a Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, la destitución de Vilda y Rafael del Amo, presidente del Comité de Fútbol Femenino y de la territorial navarra.

Sin embargo, la confianza del mandamás federativo en el técnico se mantiene intacta, según fuentes federativas con responsabilidad en la selección femenina. Vilda fue renovado hasta 2024 antes de la Eurocopa y cuenta con el respaldo de la dirigencia federativa. Este martes, en el homenaje a las recientes campeonas del mundo de la sub-20, Rubiales en su alocución tuvo palabras de apoyo para el cuestionado seleccionador. “Estoy muy orgulloso de ser presidente de la Federación. Hay que reconocer que se ha apostado por el femenino. Recuerdo una llamada de Vilda en plena pandemia para seguir invirtiendo en esta parcela. Y se hizo. Se tiene a los mejores entrenadores, los resultados llegan. Estoy seguro de que también llegarán en la absoluta”, afirmo Rubiales en el acto.

En la federación aseguran que no hay caso Vilda porque nunca las jugadoras van a ser las que decidan quién es el seleccionador. Afirman que esta es una competencia de las estructuras federativas y que la elección del responsable de cualquier selección no recae ni recaerá en los internacionales de cualquier selección ya sea femenina o masculina. Es más, desde Las Rozas aseguran que Vilda seguirá, como mínimo, hasta el Mundial de Australia que se disputa el próximo verano.

La rebelión venía cocinándose desde hace tiempo y ha terminado por estallar en esta concentración previa a los dos partidos valederos para la clasificación mundialista ante Hungría, el viernes, y Ucrania, el martes. Algunas de las futbolistas amotinadas sostienen que Vilda no mide bien cuándo debe disponer sesiones de entrenamiento exigentes y cuándo deben ser más relajadas. Algunas de ellas se quejan de que las sesiones preparatorias en sus clubes son más adecuadas que las que realizan cada vez que son llamadas a la selección. Tampoco consideran que sus planteamientos sean acertados y advierten de que la Eurocopa fue mala en general, salvo el partido de cuartos de final en el que cayeron ante Inglaterra (2-1). La sensación de las jugadoras contrarias a Vilda es que se podía haber logrado algo más en el Europeo con otro tipo de soluciones tácticas. También discrepan de sus criterios a la hora de confeccionar las convocatorias, en los onces titulares e incluso en su control sobre las apariciones mediáticas que deben atender cuando están concentradas con la selección.

El cisma ha estallado en pleno apogeo de las categorías inferiores del fútbol femenino con las recientes conquistas del Mundial sub-20 y del Europeo sub-19. En la federación, que admiten que puede haber diferencias, rebajan el conflicto con el argumento de que el seleccionador ha convocado a las capitanas del Barcelona que encabezan las quejas, Irene Paredes y Patri Guijarro, y a Jennifer Hermoso, recién fichada por el Pachuca de México.

 

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