La divertidísima entrevista de Zach Galifianakis a Brad Pitt - foto
Brad Pitt acudió al programa de entrevistas “Between Two Ferns”, que presenta Zack Galifianakis, para promocionar su última película, ‘Fury’ (en España se titula ‘Corazones de Acero’ y se estrenará próximo el 16 de enero).
El programa de entrevistas de Galifianakis, por el que han pasado personalidades como Barack Obama, cantantes como Justin Bieber y actores como Sean Penn, Will Smith, Ben Stiller o Wil Ferrell, es uno de los más populares de la red, gracias a su emisión en el famoso sitio web Funny or Die.
La entrevista de Zach Galiafianakis a Brad Pitt se centró más en la vida personal del actor que en la propia película en sí, y dejó momentos brillantes, casi todos consecuencia de las preguntas del actor de ‘Resacón en Las Vegas’ y la compostura de Pitt. Fue quizás una de las entrevistas más divertidas del programa.
A continuación, traducimos algunos highlists:
-“Qué edad tenías cuando perdiste la virginidad? 0 años?”
-“Las duchas. Por qué no las usas?”
-“Es difícil mantener tu moreno?” preguntó Galiafianakis a Pitt, “Por eso de que vives a la sombra de tu mujer“.
-“Cuéntame cómo fue la primera vez que te fijaste en Angelina“, dijo Galiafinakis. “Fue como en esas clásicas historias de amor, como cuando Ross vio por primera vez a Rachel? Conoces esos show, ‘Friends’?”
-Instantes después, Galiafianakis pulsó un botón que interpretaba la canción principal de ‘Friends’ que protagonizaba Jennifer Aniston, ex-mujer de Brad Pitt.
-Louis C.K también hizo una pequeña aparición a mitad de la entrevista, al volverse la situación algo aburrida por las explicaciones de Pitt sobre su colaboración con organizaciones humanitarias.
-La pregunta final de Galiafianakis: “Crees que la gente se centra demasiado en tu aspecto y no se dan cuenta de que en realidad eres un actor de mierda?“, a lo que Pitt contestó escupiendo el chicle en la mesa de su anfitrión y Galiafianakis le replicó con un intercambio.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LVI ),.
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Para vergüenza de los españoles de su tiempo y del de ahora -porque no sólo se hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando VII murió en la cama, tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo XIX que iban a ser de indiscutible progreso industrial, económico y político (tendencia natural en todos los países más o menos avanzados de la Europa de entonces), pero desastrosos en los hechos y la estabilidad de España, con guerras internas y desastre colonial como postre. Un siglo, aquél, cuyas consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el XX, y del que la guerra civil del 36 y la dictadura franquista fueron lamentables consecuencias. Todo empezó con el gobierno de la viuda de Fernando, María Cristina; que, siendo la heredera Isabelita menor de edad -tenía tres años la criatura-, se hizo cargo del asunto. Con eso empezó la bronca, porque el hermano del rey difunto, don Carlos (que sale de jovencito en el retrato de familia de Goya), reclamaba el trono para él. Esa tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina regente y al pretendiente despechado las ambiciones de unos y las esperanzas de buen gobierno o de cambio político y social de otros. La cosa terminó siendo, como todo en España, asunto habitual de bandos y odios africanos, de nosotros y ellos, de conmigo o contra mí. Se formaron así los bandos carlista y cristino, luego isabelino. Dicho a lo clásico, conservadores y liberales; aunque esas palabras, pronunciadas a la española, estuvieran llenas de matices. El bando liberal, sostenido por la burguesía moderna y por quienes sabían que en la apertura se jugaban el futuro, estaba lejos de verse unido: eso habría sido romper añejas y entrañables tradiciones hispanas. Había progres de andar por casa, de objetivos suaves, más bien de boquilla, próximos al trono de María Cristina y su niña, que acabaron llamándose moderados; y también los había más serios, incluso revolucionarios tranquilos o radicales, dispuestos a dejar a España que en pocos años no la conociera ni la madre que la parió. Éstos últimos eran llamados progresistas. En el bando opuesto, como es natural, militaba la carcundia con solera: la España de trono y altar de toda la vida. Ahí, en torno a los carlistas, cuyo lema Dios, Patria, Rey -con Dios, ojo al dato, siempre por delante- acabaría resumiéndolo todo, se alinearon los elementos más reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se apuntaron la Iglesia (o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en Navarra, País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la cosa, pretendían mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales de origen medieval, y llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza arriba a toda modernización unitaria del Estado, pese a que eso era lo que entonces se estilaba en Europa. Esto acabó alumbrando las guerras carlistas -de las que hablaremos otro día- y una sucesión de golpes de mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España en ascuas durante la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su reinado, que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de este desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales. Y lo hizo al principio en los más moderados, con lo que los radicales, que mojaban poco, montaron el cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos disturbios sociales con quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se acabó pariendo en 1837 una nueva Constitución que, respecto a la Pepa del año 12, venía sin cafeína y no satisfizo a nadie. De todas formas, uno de los puntazos que se marcó el bando progresista fue la Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que, echándole pelotas, hizo que el Estado se incautara de las propiedades eclesiásticas que no generaban riqueza para nadie -la Iglesia poseía una tercera parte de las tierras de España-, las sacara a subasta pública, y la burguesía trabajadora y emprendedora, que decimos ahora, pudiera adquirirlas para ponerlas en valor y crear riqueza pública. Al menos, en teoría. Esto, claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana y reforzó la fobia antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o menos, era el paisaje mientras los españoles nos metíamos de nuevo, con el habitual entusiasmo, en otra infame, larga y múltiple guerra civil de la que, tacita a tacita, fueron emergiendo las figuras que habrían de tener mayor peso político en España en el siglo y medio siguiente: los espadones. O sea, el ejército y sus generales.
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