Acercar la música clásica... con Félix Alcaraz / foto,.
Valladolid, 1976. Director técnico y
artístico de la Orquesta Nacional de España. Músico profesional, se pasó
a la gestión hace tres años. Desde 2012 ha hecho todo lo posible para
popularizar la música clásica.
XLSemanal. ¿Por qué tenemos en España un concepto tan solemne de la música clásica?
Félix Alcaraz. De
pequeños no estamos en contacto con ella música clásica. Además, se la
ha rodeado de una liturgia que le gusta mucho al público habitual, pero
que asusta al resto.
XL. Hombre, tanto como asustar...
F.A.
Les da la impresión de que es una cosa muy elitista, para entendidos.
De lo que se trata ahora es de venir, sentarse y disfrutar, como de
cualquier concierto o película.
XL. DJ en conciertos sinfónicos, música de videojuegos en las salas de concierto... ¿No arriesga mucho?
F.A. Nuestro
trabajo es experimentar. Derribar esas barreras mentales que tiene la
gente. Son nuevas maneras de aproximarnos al público, porque en realidad
¡a la gente ya le gusta la música clásica, pero no lo sabe!
XL. ¿No teme popularizar demasiado?
F.A.
En absoluto. No dejamos de hacer nuestros programas habituales.
Simplemente, hemos introducido algunos formatos en los que nos
intentamos acercar por primera vez a un público diferente, que tiene
miedo a venir a nuestros conciertos.
XL. Quizá se deberían poner los conciertos a precios populares...
F.A.
¡Nuestros precios son populares!: entradas para menores de 30 años de
último minuto a un euro; los conciertos mini, que son un nuevo formato, a
cinco euros... Y hemos abarrotado en las primeras convocatorias.
XL. Procede de una familia que no tenía ninguna vinculación con la música...
F.A. En mi casa no había afición. El primer disco llegó con un periódico, que lo regalaba, y me fascinó.
XL. ¿Escucha todo tipo de música?
F.A. Me gusta mucho la electrónica, el pop, el house, el rock más duro...
XL. ¿Por qué están los padres tan preocupados por que sus hijos lean y, sin embargo, no les preocupa que aprendan música?
F.A.
Creo que eso está cambiando poco a poco. Pero al no haber una
sensibilización o un conocimiento de la música clásica cuando eres
pequeño, tampoco se lo transmites a tus hijos. Además, la mayoría
desconoce los grandes beneficios que tiene la música.
XL. Diga, diga...
F.A. Está científicamente demostrado: desarrolla la inteligencia, la sensibilidad y la capacidad emocional.
XL. ¿Cómo debería enseñarse la música?
F.A.
No soy especialista, pero desde luego no a la antigua usanza. Eso es lo
que genera rechazo. Lo importante es acercarse a la música de una
manera natural.
XL. ¿Cómo?
F.A. Primero
hay que emocionar, disfrutar de ella, y luego intentar inculcar el
conocimiento. No al revés. Y aumentar el tiempo, más horas lectivas.
XL. ¿Ha encontrado resistencia a esta nueva manera de entender la música clásica?
F.A.
Siempre hay resistencias cuando uno innova. Pero en este caso han sido
mínimas. Los miembros de la orquesta están encantados de ver gente
nueva.
XL. ¿Qué es lo que mejor ha funcionado?
F.A.
La verdad es que todos los formatos han funcionado muy bien. Ahora, me
gustaría hacer conciertos multitudinarios al aire libre. Llegará.
XL. ¿Existe tanta diferencia entre escuchar música en directo y escucharla grabada?
F.A. No
tiene nada que ver. Sientes el sonido en la cara. Es tan espectacular,
tan emotivo... No se puede comparar. Es un espectáculo con un componente
visual. Estás viendo a doscientas personas crear algo en directo.
PREGUNTA A BOCAJARRO
¿En qué proyecto innovador está trabajando ahora?
En fusionar la música indie con la clásica. Sabemos que hay mucha más gente de la que parece interesada en esto. Es gente joven, que disfruta y aplaude de otra manera, entre movimiento y movimiento.
En fusionar la música indie con la clásica. Sabemos que hay mucha más gente de la que parece interesada en esto. Es gente joven, que disfruta y aplaude de otra manera, entre movimiento y movimiento.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA, Intelectuales: ni están ni se les espera,.
Foto - Reloj,.
Está siendo, en España, un año de intenso debate político. O
más bien de intenso bombardeo mediático dedicado a la política. La
palabra debate, como algunos la entienden, o la entendemos, es
otra cosa: un intercambio de ideas y programas distintos, opuestos a
veces, en un escenario común de inteligencia y respeto; en un territorio
donde el testigo, el público que cuando llegue la hora de las urnas
tomará decisiones de las que dependen su bienestar, su trabajo y su
futuro, obtiene material suficiente, argumentos serios que mejoren su
percepción del mundo como ciudadano y lo hagan, como votante eventual,
más responsable y más crítico. Más culto, políticamente hablando. Más
sabio.
Sin embargo, esa clase de debate, ese confrontar ideas y programas de una manera útil, esa opinión cualificada, estimulante, generadora de resultados positivos, no suele darse en nuestro país. No, al menos, en los medios de mayor impacto popular, que son la radio y la televisión. A algunos amigos míos extranjeros los sorprende mucho que, salvo pocas excepciones, en clara oposición al enorme número de tertulias radiofónicas y televisadas que aquí nos abruman, el nivel intelectual de nuestros debates, su argumentación práctica, sus conclusiones, sean siempre de un nivel extremadamente mediocre, limitado a un monótono tira y afloja entre periodistas y políticos, casi todos ellos, unos y otros, encuadrados ya desde el comienzo según sus medios e ideología. De lo que suelen resultar debates casi siempre reiterativos, maniqueos y previsibles.
En todas partes cuecen habas, claro. Pero otros países de nuestro entorno abren también puertas a otras cosas. En Francia, en Gran Bretaña, en Alemania, incluso en Italia, con su no siempre justa fama de frivolidad mediática, es frecuente encontrar en radio y televisión a personajes de talla intelectual, catedráticos, científicos, historiadores, expertos en asuntos sociales y políticos, opinando en profundidad, interviniendo en debates o completando informaciones que, gracias a ellos, alcanzan notable altura. En España, en cambio, esa importante tarea social recae siempre sobre los mismos: políticos previsibles hasta el hartazgo -y por lo general de una incultura, un discurso plano y unas maneras desoladoras-, que manejan casi como único argumento lo malos y perversos que son sus adversarios, y periodistas que salvo nobilísimas y escasas excepciones suelen encuadrarse en dos grupos: los sectarios que confunden periodismo con militancia, sea cual sea ésa, y los todoterreno capaces de opinar de todo y de todos, que igual se acuestan siendo expertos en economía griega que se levantan listos para ejercer, sin complejos, de críticos de arte moderno, especialistas en misiles o analistas del Kremlin.
En cuanto a los intelectuales, por llamarlos de algún modo, a los verdaderos expertos que han dedicado su vida a las materias que se debaten, política incluida, rara vez les vemos el pelo. Mientras en Italia para hablar de democracia dudosa se recurre, por ejemplo, a Luciano Canfora, o en Francia para hablar del bicentenario de Waterloo se pregunta a Alessandro Barbero o a Dominique de Villepin, aquí los especialistas, dicho sea entre comillas, sólo sirven para un fugaz corte de quince segundos en el telediario, donde nada dicen porque, entre otras cosas, poco se les pregunta o lo que dicen importa, en realidad, un carajo. Se meten allí para justificar, para vestir la cosa, igual que muchos de esos absurdos directos que nada aportan ni para nada valen. Aquí las voces lúcidas se silencian o se desprecian, relegadas por un grosero rifirrafe de consignas políticas, descalificaciones e insultos. Las figuras respetables del intelectual de derechas o de izquierdas, ambas necesarias, sus argumentaciones de peso, su conocimiento sereno de la materia que tratan, son ahogadas por el fragor mediático que pone etiquetas a todo, que exige simplificar hasta lo absurdo asuntos complejos que requieren mucha discusión y cordura. Aquí todo se reduce a fachas y progres. Aunque tampoco, es cierto, el público receptor anima a ello. Descorazona asomarse a las redes sociales y comprobar hasta qué punto la incultura, la limitación de ideas, la falta de comprensión lectora -que es uno de los grandes males de nuestro tiempo-, la fácil distinción entre ellos y nosotros, tan tristemente nuestra, ahoga las voces sensatas y necesarias. Y uno acaba preguntándose, desesperanzado, si en realidad periodistas y políticos no se limitan a encarnar, ante las cámaras y los micrófonos, los papeles que una España inculta, estúpida, elemental y nunca dispuesta a aprender de sí misma, exige de ellos.
Sin embargo, esa clase de debate, ese confrontar ideas y programas de una manera útil, esa opinión cualificada, estimulante, generadora de resultados positivos, no suele darse en nuestro país. No, al menos, en los medios de mayor impacto popular, que son la radio y la televisión. A algunos amigos míos extranjeros los sorprende mucho que, salvo pocas excepciones, en clara oposición al enorme número de tertulias radiofónicas y televisadas que aquí nos abruman, el nivel intelectual de nuestros debates, su argumentación práctica, sus conclusiones, sean siempre de un nivel extremadamente mediocre, limitado a un monótono tira y afloja entre periodistas y políticos, casi todos ellos, unos y otros, encuadrados ya desde el comienzo según sus medios e ideología. De lo que suelen resultar debates casi siempre reiterativos, maniqueos y previsibles.
En todas partes cuecen habas, claro. Pero otros países de nuestro entorno abren también puertas a otras cosas. En Francia, en Gran Bretaña, en Alemania, incluso en Italia, con su no siempre justa fama de frivolidad mediática, es frecuente encontrar en radio y televisión a personajes de talla intelectual, catedráticos, científicos, historiadores, expertos en asuntos sociales y políticos, opinando en profundidad, interviniendo en debates o completando informaciones que, gracias a ellos, alcanzan notable altura. En España, en cambio, esa importante tarea social recae siempre sobre los mismos: políticos previsibles hasta el hartazgo -y por lo general de una incultura, un discurso plano y unas maneras desoladoras-, que manejan casi como único argumento lo malos y perversos que son sus adversarios, y periodistas que salvo nobilísimas y escasas excepciones suelen encuadrarse en dos grupos: los sectarios que confunden periodismo con militancia, sea cual sea ésa, y los todoterreno capaces de opinar de todo y de todos, que igual se acuestan siendo expertos en economía griega que se levantan listos para ejercer, sin complejos, de críticos de arte moderno, especialistas en misiles o analistas del Kremlin.
En cuanto a los intelectuales, por llamarlos de algún modo, a los verdaderos expertos que han dedicado su vida a las materias que se debaten, política incluida, rara vez les vemos el pelo. Mientras en Italia para hablar de democracia dudosa se recurre, por ejemplo, a Luciano Canfora, o en Francia para hablar del bicentenario de Waterloo se pregunta a Alessandro Barbero o a Dominique de Villepin, aquí los especialistas, dicho sea entre comillas, sólo sirven para un fugaz corte de quince segundos en el telediario, donde nada dicen porque, entre otras cosas, poco se les pregunta o lo que dicen importa, en realidad, un carajo. Se meten allí para justificar, para vestir la cosa, igual que muchos de esos absurdos directos que nada aportan ni para nada valen. Aquí las voces lúcidas se silencian o se desprecian, relegadas por un grosero rifirrafe de consignas políticas, descalificaciones e insultos. Las figuras respetables del intelectual de derechas o de izquierdas, ambas necesarias, sus argumentaciones de peso, su conocimiento sereno de la materia que tratan, son ahogadas por el fragor mediático que pone etiquetas a todo, que exige simplificar hasta lo absurdo asuntos complejos que requieren mucha discusión y cordura. Aquí todo se reduce a fachas y progres. Aunque tampoco, es cierto, el público receptor anima a ello. Descorazona asomarse a las redes sociales y comprobar hasta qué punto la incultura, la limitación de ideas, la falta de comprensión lectora -que es uno de los grandes males de nuestro tiempo-, la fácil distinción entre ellos y nosotros, tan tristemente nuestra, ahoga las voces sensatas y necesarias. Y uno acaba preguntándose, desesperanzado, si en realidad periodistas y políticos no se limitan a encarnar, ante las cámaras y los micrófonos, los papeles que una España inculta, estúpida, elemental y nunca dispuesta a aprender de sí misma, exige de ellos.
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