Rubén Pozo,
barcelonés de Alameda de Osuna, el que fuera mitad de Pereza hasta su
disolución en 2011, cumple ya una década en solitario. Diez son los años
que van de la inconsciencia de su primer disco en solitario a la
madurez de este último, «Vampiro», que salió al mercado en 2022 y con el que retoma el artista a partir de marzo las giras. «En este “Vampiro”», cuenta, «sigue habiendo inconsciencia, como en aquel primero “Lo que más”, y sigue teniendo algunas imperfecciones,
las propias de lo hecho por una persona. A mí me gustan mucho las
imperfecciones en los discos. En general, en el arte y en la vida me
gustan. Esa humanidad de la imperfección, cuando un disco no la tiene,
me pone nervioso. Y ahora, que con la tecnología es fácil hacer
grabaciones absolutamente perfectas, a mí eso no me gusta. Somos
personas, no robots, y esa humanidad de lo hecho por el ser humano, es
lo que me gusta».
Y con ese imperfecto disco, como a él le gusta, retoma ahora la gira. «Ahora en breve empezaré a anunciar ya conciertos», dice, «porque empiezo en marzo. Habrá veces que será con la banda y otros más acústicos. Me encantan los directos.
A mí lo que me gusta de todo esto es tocar en directo. Tocar tus
canciones delante de un público que quiere vivir contigo esa
experiencia. Eso es genial». Y este último disco ha salido también con
Sony, la compañía con la que el músico lleva toda su carrera. «Ya
con Buenas Noches Rose estaba con ellos. Solo tengo palabras buenas
para ellos y de agradecimiento por la confianza». Y bromea: «Debo tener
algún tipo de récord mundial, no sé si habrá otro músico que lleve
tantos años con la misma compañía. Lo tengo que mirar».
Reconoce Rubén Pozo que se siente afortunado, consciente del privilegio de vivir de lo que le gusta y de la libertad de hacer aquello que ama:
«Tengo mucha suerte. Estoy ahí, me gano la vida con esto, hago lo que
quiero y lo disfruto. Al principio, nada más romperse Pereza, es una
sacudida el pasar de tener ese éxito rotundo, el estar en primera
división, a pasar a otra liga que es mucho más tranquila. Pero tras esa
sorpresa te das cuenta de que no te falta nada. Y me jode
contarlo, porque no mola nada decir que estás bien, que así eres feliz.
Pero es que yo soy muy feliz así, sin la responsabilidad de tener que
ser siempre sublime. Estoy muy contento en mi lugar».
Sus grandes referentes son tres: Joaquín Sabina, Sabino Méndez y Roberto Iniesta,.
Son para Rubén tres los grandes referentes musicales: Joaquín Sabina, Sabino Méndez y Roberto Iniesta.
«A mí, de la música», explica, «cada vez me interesa menos la parte de
la melodía y más lo que me están contando. Y yo, los discos de estos
señores, los escucharía, aunque solo fueran ellos ahí, con su voz y una
guitarra».
Son estos sus grandes referentes, pero lo escucha todo Rubén: «Escucho de todo.
Mira, acabo de mirar Spotify a ver qué era lo último que me había
puesto y es Sade. Me gusta mucho escuchar rock and roll, me gusta porque
me parece un ejercicio de humildad. En el sentido de que el tío que se
pone ahí y hace un rock and roll ya sabes que no está pensando en que
con eso se va a forrar. Y eso, esos tres acordes ahí, ya me parece
fresco y me gusta, pero escucho de todo. Y escucho desordenado.
Ahora estoy con Sade, pero tengo un día que me escucho media discografía
de los Rolling Stones y luego no los vuelvo a escuchar en un año. Soy
omnívoro escuchando música».
No siente Rubén la presión de una excesiva corrección política,
quizá porque él no se corta o quizá por no estar en la primera línea,
como apunta: «Yo creo que no tengo una posición tan relevante como para
que a alguien le pueda importar o molestar lo que yo diga. Nunca me he cortado.
Alguna vez he pensado si podría ofender con mis letras o algo, pero
luego nunca me corto. Porque además es que yo soy responsable de lo que
digo yo, no de lo que interprete otro que tú has dicho o has querido
decir. Así que no voy a estar pensando si le puede ofender algo que yo
quiero decir sin esa intención. De todos modos, creo que es todo cosa de las redes sociales y de que todo el mundo tiene un altavoz ahora.
Pero el arte, a veces, tiene que picar. Porque sí, hay un arte que es
más entretenimiento, más lúdico. Pero hay otro que puede servir para
abrir los ojos a alguien. Y otro que su finalidad es transgredir. Yo a
veces trasteo en las redes, y echo ahí un rato. Pero más como
herramienta de trabajo, para anunciar mis conciertos y esas cosas. Lo
malo es que son como un agujero negro. Entras ahí un rato a echarte unas
risas o leer algo y si te descuidas has perdido tres horas sin darte
cuenta. Y eso sí me gusta evitarlo. No por perder el tiempo, que a mí me
encanta a veces perderlo».
El que no descansa es el Rubén Pozo compositor: «Siempre estoy componiendo.
Voy haciendo canciones que me asaltan sin querer y luego, de pronto, un
día dices “hostia, ya tengo cinco nuevas”. Hay veces que me asalta una
idea y la apunto. Me digo “escribe un poquito más sobre eso, desarrolla
eso”. y a partir de ahí sigo escribiendo y sigo escribiendo. Y luego
tienes siete estrofas, y te quedas con cuatro. Y a veces no sale nada.
Pero siempre estás ahí con eso. Y cuando empieza a salirme algo que me
gusta, se me remueve todo y me dan ganas de dar las gracias al
universo».
UN POZO CON (MUCHO) FONDO
Por Javier Menéndez Flores
No
importa que los escenarios que ahora pisa tengan menores dimensiones
que los de hace quince años, porque todo escenario, grande o pequeño, es
una alfombra voladora. Da igual que la luz de los focos que lo alumbran
sea menos intensa, pues quema la piel, y lo que esta cubre, de la misma
forma. Y que el equipo de sonido sea más modesto y esté lejos de la
potencia de antaño es sólo una anécdota, un detalle minúsculo, una
fruslería. Ya que la voz de Rubén Pozo entra en quienes van a verlo como
si se tratara de algo sólido: un proyectil o una flecha. Y una vez
dentro, lo remueve todo, actúa sin piedad en el lugar en el que nacen
las emociones, ejecuta.
Hubo
un tiempo –parece que haya pasado un siglo– en el que los contornos de
los mortales se difuminaron. Había que bajar mucho el rostro y entornar
los ojos para distinguir esas formas en torpe movimiento. Qué fácil era
entonces sentirse el rey de la selva. El aire que invadía los pulmones
parecía otro, más puro, y las canciones pasaban por ser mejores de lo
que quizá eran porque cargaban el gen de la victoria.
Pero aquella
apoteosis, aquella orgía de aplausos y loas, fue lo anormal, y él
terminó entendiéndolo. A lo de ahora se le llama vivir de la música, y
eso es ya un premio altísimo, un regalo de los dioses. Aquello con lo
que el niño Rubén soñaba como quien sueña gestas que sólo acontecen en
la pantalla falaz y enteramente mágica de un cine. Y eso tiene que ver
con esa liturgia que consiste en subirse a un coche y viajar a una
ciudad que no es la tuya para ofrecer tu arte. Porque una serie de
personas a las que no conoces, a las que nunca has visto ni has hablado
con ellas, han pagado para escucharte. Porque lo que escribes y creas
les hace sentirse mejor; les lleva a lugares que tal vez no encuentran
en el mundo real, puede que porque no existan. O porque, de tan puros,
resultan inasequibles. Y eso, ese intercambio, tu mirada y el modo en
que ellos la perciben, es una forma inequívoca de amor –de amar y de ser
amado–, y es hermoso.
Su voz entra en quienes van a verlo como si fuera una flecha
Hay
que asimilar los cambios y hay que estar preparado para eventuales
terremotos. Y un día ves a tu padre y lo abrazas y te ríes con él, y
cuando os despedís desconoces que no habrá una siguiente vez porque la
covid lo asaltará a traición y lo aprisionará con la fuerza de una
anaconda. Y mientras él lucha por su vida entre las paredes sin poesía
de una UCI, tú terminas de afilar tu disco con nombre maldito. Y piensas
que cuando abra los ojos y abandone ese inframundo, se lo enseñarás y
le hará feliz. Pero eso no llega a ocurrir, puesto que esos párpados
nunca se despegaron, y la rabia y la tristeza reinaron durante meses. Y
con ellas una idea insistente que dolía más que un punzón en el
estómago: nadie debería apagarse sin despedirse antes de los suyos.
A
veces, cuando Rubén, junto a la compañía de una luz tenue y una
cerveza, investiga nuevos rincones con su guitarra, es como si volara,
él solo, en mitad de la noche. Y aunque únicamente fuera por haber
llegado a conocer esa paz, ha merecido la pena hacerse músico.
«Buenas
noches. Vamos a pasarlo bien». Y oyes ese aplauso que te sube por la
columna vertebral como si algo, un animal, trepara por ella. Y sabes que
ya está, que acabas de conjurar a los demonios. Que esa gente será tuya
durante hora y pico. Y el otro Rubén, el oculto, el que siempre te
vigila, sonríe de pronto. ¿No es eso ser afortunado?,.
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