TITULO: Atención obras - Cine - Cinco minutos de aplausos y un bis de coro: el Teatro Real vive una noche histórica con el ‘Nabucco’ ,. . Jueves -18, 25 - Agosto,.
Jueves -18, 25 - Agosto a las 20:00 horas en La 2, foto,.
Cinco minutos de aplausos y un bis de coro: el Teatro Real vive una noche histórica con el ‘Nabucco’.
En Madrid, como en Milán en 1842, el coro ‘¡Va pensiero!’ fue repetido en la representación de la ópera de Verdi,.
Noche histórica en el Teatro Real. Nabucco vuelve a triunfar, como lo hizo hace 180 años en Milán, cuando Verdi era un joven dispuesto a dejar la composición. En ese éxito resonaba el latido de la ópera romántica, el vigor de un compositor que se veía desahuciado y, sobre todo, el pulso del coro, convertido en el alma de un lamento que condensa la injusticia y el abatimiento del pueblo. Ayer en Madrid, como en Milán en 1842, el coro ¡Va pensiero! fue repetido. En Milán estaba prohibido por las autoridades austriacas de ocupación. Ahora, en Madrid, simplemente no era costumbre. De hecho, es la primera vez que esto ocurre en la moderna historia del Teatro Real. ¡Un bis del coro! Pero, en ambas ocasiones, se ha producido lo inesperado, aquí han sido cinco minutos de aplausos, que habrían sido más si el maestro Luisotti no cede. En el colmo de la rememoración histórica, alguien gritó ¡Viva Verdi!, el grito del Risorgimento italiano para camuflar el ¡Vittorio Emmanuele Re d’Italia!,.
La vibrante y embarullada historia de Nabucodonosor II es un magnífico ejemplo de tergiversación histórica. Nabucodonosor fue el líder más grande de Babilonia; sus jardines colgantes, sus templos, sus victorias militares y su largo reinado lo atestiguan. Pero, el pueblo judío fue una de sus víctimas, destruyó el Templo de Jerusalén y mandó al destierro a su pueblo; y los judíos tenían un arma temible, la Biblia, por lo que hay dos Nabuccos proyectados hacia la eternidad. Pero Temistocle Solera, el libretista aventurero italiano que adaptó a su pluma fácil para el verso una historia de Bourgeois y Cornue, añade una tercera. En su Nabucco, éste termina nada menos que adhiriéndose a la religión hebrea. En 1840, con el romanticismo pidiendo marcha, esta clase de disparates históricos eran casi una necesidad, lo importante era crear personajes en conflicto, dramas siempre al límite de la vida y la muerte, fuego cruzado entre el laberinto de pasiones que era la historia.
El libreto de Solera sobre Nabucco dio unas cuantas vueltas por el despacho del director de La Scala de Milán, Merelli, hasta que un último rechazo de Otto Nicolai, compositor maldito por haberse metido donde no le llamaban, llevo al astuto director a pensar en un joven deprimido por un drama familiar de magnas proporciones y un fracaso en lo que había sido su segunda ópera. El joven era tozudo en su voluntad de no repetir en el maldito teatro, pero Merelli era astuto y, a su modo, generoso.
La historia por la cual Giuseppe Verdi terminó aceptando volver a componer y terminar firmando el éxito más fabuloso de la ópera italiana se ha contando mil veces. Las fuentes son sólidas, vienen de las declaraciones, aunque muy posteriores, del propio compositor, pero son demasiado teatrales para ser totalmente ciertas, al menos en el detalle. En todo caso, no hay otras, y la historia es bonita. Verdi se negaba en redondo a seguir componiendo, Merelli lo sacude y adula a la vez, al final el libreto de la discordia termina en manos del compositor herido y, ¡oh milagro! cae abierto por la página del celebérrimo verso ¡Va pensiero!
Y, el mismo público que había silbado y hecho sangre con esa lamentable ópera, Un giorno di regno, apenas un par de años antes, cae rendido ante lo que interpreta como una exaltación del anhelo italiano de libertad, sometido por los austriacos.
Ópera de cantantes
Nabucco tiene, una cierta relación con nuestro país y, de modo especial, con el Teatro Real. Se dice que sonó en las pruebas acústicas del Real antes de su apertura, en 1850, y, en todo caso, llegó a su escenario en 1853. Además, el inefable Temistocle Solera llegó a ser nada menos que director del Teatro Real por esos mismos años. Con todo, Nabucco se interpretó en el Real por última vez en 1871, por lo que su presentación actual cubre un vacío de 151 años.
Cada época tiene que redefinir su relación con los clásicos, los públicos cambian y no es sencillo gustar siempre a todos. Toca pensar qué dice Nabucco en pleno siglo XXI. Para los operófilos y los conocedores de Verdi, Nabucco les interesará por sus vigorosos diseños dramáticos que ya están aquí presentes y que reverberarán en toda su amplia obra: esa Abigail perversa que prefigura a Lady Macbeth y a otras mujeres fuertes de su catálogo; el propio Nabucco, tan cercano a Felipe II en su Don Carlo, y en general, esa antología de barítonos que le dan un tono casi ruso. En fin, las calidades son numerosas, no siendo la menor una orquesta poderosa que narra y puntúa el crescendo dramático de la ópera. En fin, son muchos los detalles que aun sorprenden a los que no conozcan este título, y, cómo no, ese coro que terminaría convirtiéndose en el alma de la historia.
Y es que ¡Va pensiero! es pieza clave. Un modesto coro a una voz de apenas unos minutos, cuya popularidad parece haber soportado toda la ópera. Para todos los que conozcan de memoria este coro, como si se tratara de un anuncio comercial, les recomiendo que lo oigan en su contexto, porque explica toda la grandeza de Verdi, no solo artística si no moral. Que, en medio de desgarros de guardarropía que uno se cree por convención, aparezca un coro que representa a un colectivo humano oprimido de verdad, víctimas colaterales del drama histórico, y a ese colectivo, un coro de esclavos desterrados, Verdi les conceda lo único que puede darles, la palabra para expresar un lamento tan profundo como habitualmente poco escuchado, esto convierte a esta ópera en modernísima, siempre actual, porque lo único que nunca ha faltado son daños colaterales sufridos por colectivos inocentes y desamparados. ¡Va pensiero!, muestra un dolor real y nunca extinguido. Eso es ópera, lo ha sido y lo seguirá siendo.
El actual montaje de Nabucco que presenta el Real, de la mano musical de Nicola Luisotti y la teatral de Andreas Homoki, es poderoso. Mucho más en lo musical que en lo teatral. El coro Intermezzo, muy bien preparado por Andrés Máspero, está sublime, y no solo en ¡Va pensiero! Por su parte, la orquesta vuela de la mano de Luisotti, quien presenta sus credenciales en este título verdiano que reclama cada vez más atención. Al director alemán Andreas Homoki le toca lidiar con la más fea, dar sentido a una historia que solo es buena para ponerle música. Su opción era sensata: nada de Babilonia ni Judea, todo discurre en la Italia del Risorgimento; no está mal la apuesta, pero los choques de realidad son tantos que terminan difuminando cualquier otro acierto. Aún así, no creo que Homoki y su equipo merezca las descalificaciones del respetable, que parecen ya casi una tradición en el Real cuando se trata de puesta en escena. Había que hacer algo y dejar la historia en Babilonia es ya inaceptable.
Pero, Nabucco es una ópera de cantantes. Empezando por el titular de la historia. En el primer reparto ha brillado con luz propia el barítono Luca Salsi, perfecto de ajuste vocal y de teatralidad. Como este montaje triplica el reparto, queda esperar que el resto no desmerezca. El segundo papel tiene mucho morbo, Abigaille, la mala de la historia, una soprano con un registro especial, dramático, pero con extensiones de voz temibles, al agudo y al grave. Abigaille, además, fue el papel que asumió en su estreno la soprano Giusepinna Strepponi, la que terminaría siendo segunda mujer de Verdi y de la que algunos aseguran que este papel le quemó la voz. Es indemostrable, pero echa mucha sustancia al personaje para cualquier verdiano. La soprano Anna Pirozzi se lanza con fuerza a un papel que, aun difícil, ya no pilla desprevenida a una cantante. Ambos fueron los triunfadores vocales de la noche. En el triángulo de protagonistas, merece atención el barítono Dmitry Belosselsky, que cuenta con un instrumento robusto y bien articulado, aunque los temibles graves del personaje de Zaccaria quedan un poco desvaídos. Para cerrar el capítulo, buenas prestaciones de la pareja de la soprano Silvia Tro Santafé y el tenor Michael Fabiano. Pero, aún a riesgo de repetirme, fue la noche del Coro
Intermezzo.
TITULO: Detrás del instante -Una ‘Salome’ descafeinada y descolorida enfría Aix-en-Provence ,.
Miércoles -17, 24, 31 - Agosto a las 20:00 horas en La 2 / foto,.
Una ‘Salome’ descafeinada y descolorida enfría Aix-en-Provence,.
Una elección errada de la cantante protagonista y una dirección desenfocada de Andrea Breth lastran el primer gran estreno operístico del festival provenzal,.
Mélisande, Salome, Elektra o la monologuista sin nombre de Erwartung, de Arnold Schönberg, fueron, en el arranque mismo del siglo XX, algunas de las hijas putativas de Isolde, la obra que abrió el camino a mujeres que asumen por fin un protagonismo indubitado y son personajes con una entidad y con perfiles propios, inequívocos, independientes de sus contrapartes masculinas. Salome y Elektra son, quizá, las secuelas naturales de Tristan und Isolde, si bien el tema de ambas, escabroso y mucho más físico que metafísico, animó a Strauss a tomar unos derroteros tan transgresores que nunca más volvería a aventurarse por esta senda cuasiexpresionista, sino más bien a remansarse en una estética y un lenguaje mucho más complacientes y acordes con su innato talante burgués. En su Filosofía de la música moderna, Theodor Adorno se refirió a Erwartung —y es una definición para enmarcar— como “el registro sismográfico de un shock traumático” y, escuchada la obra de Schönberg, que confesó haberse propuesto “representar a cámara lenta todo lo que sucede durante un único segundo de máxima agitación espiritual, estirándolo hasta media hora”, parece difícil no mostrarse de acuerdo con ambos. Su protagonista, como habían hecho anteriormente Isolde y Salome, canta —o declama, o exclama— un largo soliloquio con la sola compañía —real o imaginada— de su amado muerto, pero el discurso ideado por Marie Pappenheim, de raigambre freudiana, es entrecortado, confuso e inconsciente, anticipando así el monólogo interior que consagraría la novela del siglo XX.
Salome, sin necesidad de filtro amoroso, es presa de un amor irracional y desbocado por el profeta Jokanaan, encerrado en una cisterna por su padrastro, Herodes, por haber denunciado a su incestuosa madre, Herodias. En la famosa escena en que ambos están frente a frente, Salome lo ensalza para, tras ser rechazada, denostarlo: “Estoy enamorada de tu cuerpo, Jokanaan. Tu cuerpo es blanco como los lirios de un campo que no conoció la hoz. Tu cuerpo es blanco como la nieve de las montañas de Judea. Las rosas del jardín de la Reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo”. Y al poco: “Tu cuerpo es espantoso como el cuerpo de un leproso. Es como un muro pintado donde han reptado víboras y los escorpiones han hecho su nido”. El proceso, muy ben consonancia con los postulados estéticos de Oscar Wilde, se repite tal cual con los cabellos del profeta: “De tus cabellos estoy enamorada, Jokanaan. Tus cabellos son como uvas. Como racimos de uvas negras en los viñedos de Edom. Tus cabellos son como los grandes cedros del Líbano que dan sombra a leones y ladrones. Las largas noches negras, cuando la luna se oculta y las estrellas están temerosas, no son tan negras como tus cabellos”. Y, tras ser nuevamente imprecada: “Tus cabellos son horribles. Están llenos de polvo e inmundicia. Son como una corona de espinas sobre tu cabeza. Son como un nudo de serpientes enroscadas alrededor de tu cuello”. Por fin, y ello nos prepara para la gloriosa última escena de la ópera, la boca: “Es tu boca lo que deseo, Jokanaan. Tu boca es como una cinta escarlata sobre una torre de marfil. Es como una granada cortada con un cuchillo de plata. Las flores de granado en los jardines de Tiro, que son más ardientes que las rosas, no son tan rojas. Las rojas fanfarrias de trompetas que anuncian la llegada de reyes y amedrentan al enemigo no son tan rojas como tu boca roja. [...] Nada hay en el mundo tan rojo como tu boca”. Narraboth, enamorado de la princesa, incapaz de soportar lo que oye y ve, se clava un puñal y su cuerpo exangüe cae entre Salome y Jokanaan. El suelo se tiñe de rojo con su sangre.
Salome plantea, por tanto, un tema nuevo con relación a Tristan und Isolde: ella quiere poseer a Jokanaan, pero ve frustrado su deseo. Por eso, incluso ante su cabeza muerta, se dirige a él como si estuviera vivo, rebelándose a aceptar la evidencia de que no podrá hacerlo suyo carnalmente. Es solo muy avanzado el monólogo cuando le dice: “Yo sigo viva, pero tú estás muerto, y tu cabeza, tu cabeza me pertenece”. Salome paga su perversión necrofílica con la muerte: “¡Matad a esa mujer!”, ordena Herodes a sus soldados al final mismo de la ópera, y Strauss acompaña todo este complejo muestrario psicológico, todo este amplio catálogo de patologías, que en el caso de su protagonista van de la perversión (o neurosis) a la psicosis (o locura), con su infalible talento teatral, recurriendo a la técnica de los Leitmotive aprendida de Wagner y dejando que la orquesta —que desempeña un papel crucial a lo largo de toda la ópera— toque de manera retrospectiva la música asociada previamente con la protagonista. No en vano el propio Strauss definió su ópera como “un scherzo con una conclusión fatal”.
Pierre Audi, el director del Festival de Aix-en-Provence, ha confiado la dirección de Salome a una figura histórica del teatro alemán, Andrea Breth, que jamás ha ocultado sus propios trastornos psicológicos, sus profundas depresiones, sus ingresos hospitalarios apartada del mundo o sus recurrentes pensamientos suicidas. Es un bagaje completo para comprender el comportamiento de la princesa, una adolescente seductora, caprichosa y obsesiva que logra invertir las tornas de una tradición operística secular y ser por fin ella, una mujer, quien trate a un hombre como un mero objeto de deseo, y no viceversa. La sexualidad y la capacidad de amar de Salome han entrado en erupción y, como afirma la propia Breth, ello le impide comportarse de manera razonable o sensata.
Sin embargo, su montaje es pródigo en incongruencias, algunas demasiado ostensibles, como la cercanía física entre Salome y Jokanaan durante su extenso diálogo o confrontación inicial, lo cual choca de lleno con lo que afirma ella en su monólogo final: “Bien, has visto a tu Dios, Jokanaan, pero a mí, a mí, a mí nunca me has visto. Si me hubieras visto, ¡me habrías amado!”. Breth parece retratar el amor romántico inicial de Narraboth por Salome y el del paje por el capitán de la guardia con un tableau vivant del cuadro Dos hombres contemplando la luna, de Caspar David Friedrich. Ambos aparecen enmarcados en un pequeño rectángulo en un extremo del escenario que va desplazándose lentamente de izquierda a derecha. A partir de ahí, otra luna, mucho más grande, impositiva casi, parece moverse y adquirir vida propia, guiando las acciones de los personajes, en el escenario principal, un suelo negro e irregular en el que se abre la cisterna donde está encerrado Jokanaan.
Las escenas de palacio quedan circunscritas a un comedor angosto, sin apenas fondo, pegado al proscenio, en otro tableau vivant que se diría una recreación de la Última Cena (hay doce personajes vivos, trece si contamos el cadáver de Narraboth, que se ha suicidado poco antes –en un espacio diferente: imposible saber cómo ha llegado hasta allí– y que está tendido bajo la mesa), si bien la muerte inminente que se anuncia aquí como una premonición es la de Jokanaan, cuya cabeza asoma por un agujero de la propia mesa. La escena del encendido debate teológico de los cinco judíos es el momento mejor planteado y más convincentemente escenificado por Andrea Breth, que impone, sin embargo, a Herodias tanto ahora como en la posterior reaparición de esta escenografía (con la mesa ahora desvencijada y las sillas tiradas por el suelo) multitud de poses y movimientos innecesarios, cuando no grotescos. En la Danza de los Siete Velos, mucho más onírica que real, vemos a hasta cuatro bailarinas diferentes como sosias de Salome: una se agarra a los pies de un Narraboth resucitado, otra abraza al Primer Nazareno (que poco antes había estado besándose con su madre), otra es trasladada en lo alto cual cadáver por los judíos y una cuarta, tras intentar ser ahogada por Jokanaan (remedando lo que ya había sucedido en la realidad durante la larga escena de ambos) acaba estrangulándose a sí misma.
Para la escena final, Breth se vale de otro espacio angosto, de nuevo sin apenas fondo, quizás parte de la cisterna o baño subterráneo de azulejos blancos que acogía al profeta, cuya cabeza cortada se encuentra en el interior de un barreño sucio y manchado de sangre (nada de bandeja de plata, por supuesto). Allí, a solas y sin trabas por fin con su objeto de deseo, o con parte de él, Salome se lanza a su monólogo enloquecido hasta que, ya muy avanzado su monólogo, hunde su cabeza en el barreño y besa la ansiada boca de Jokanaan. Tampoco vemos ejecutarse enonces la orden de Herodes (invisible y agapazado en la oscuridad circundante, como Herodias), sino que, antes de que baje el telón, Salome se acurruca en un rincón detrás del barreño, aguardando quizás a que la atraviese la espada.
Ha sorprendido a propios y extraños la elección de Elsa Dreisig para encarnar a la protagonista de la ópera de Strauss. La joven soprano franco-danesa tiene el físico y la edad perfectos para el papel, pero no la voz. En Salzburgo deslumbró a todos en el festival demediado de 2020 encarnando a una sobresaliente Fiordiligi y hace tres meses meses fue aplaudidísima, con todo merecimiento, en la Staatsoper de Berlín en el doble papel de la Condesa en Le nozze di Figaro y Donna Elvira en Don Giovanni, este último estrenado entonces. Es imposible que una soprano lírica como ella, por rebosante que sea su talento, y el suyo lo es, pueda encarnar de manera vocalmente satisfactoria a estos personajes mozartianos y a la princesa imaginada por Oscar Wilde y convertida en personaje operístico por Richard Strauss.
Como técnica e inteligencia no le faltan, Dreisig adecua admirablemente el personaje a su voz, que no viceversa. Aunque no hay frase que no cante con musicalidad y con intención, desde el principio queda claro que está fuera de lugar, lejos de su zona de confort, y que este no es —al menos de momento— su territorio. Gran actriz, la dirección de Andrea Breth tampoco le favorece y teatralmente su Salome, excesivamente contenida y complaciente, se queda también a medio camino. Ojalá que esta arriesgada incursión en territorio hostil no le pase factura, porque Dreisig es, sin duda, una de las mejores sopranos de su generación.
Tan solo con la tardía aparición en escena de Herodias y Herodes la ópera cobra por fin auténtico vuelo dramático. Angela Denoke (gran intérprete ella misma de Salome en el pasado), aun lejos de su esplendor vocal, y, sobre todo, John Daszak sí que poseen voces adecuadas para sus respectivos papeles. La soprano alemana se lleva la peor parte en el aspecto teatral, ya que Breth la obliga a realizar a menudo poses y movimientos innecesarios, o abiertamente ridículos, tanto en la escena de los judíos como en la que comparte con su marido y su hija previa a la Danza de los Siete Velos. El tenor británico, al que hemos admirado en el Teatro Real en papeles exigentísimos en Bomarzo de Ginastera y Death in Venice de Britten, es quien mejor logra elevarse por encima de las adversidades, componiendo un Herodes blando (ante su hijastra) y autoritario (con todos los demás), a la par que abiertamente repulsivo en su lascivia.
El Narraboth de Joel Prieto y el Jokanaan de Gábor Bretz se quedan también a medio camino por falta de empaque vocal. Y, desde el foso, Ingo Metzmacher ofrece una lectura más impresionista que expresionista, más atenta a los colores que a la intensidad, sobre todo cuando está pendiente de mimar y no tapar la voz de su protagonista, lo que en más de un caso consigue solo a medias por pura imposibilidad física. Aunque la Orquesta de París no es la más straussiana de las formaciones, es seguro que puede expresarse con mayor contundencia, como acababa de demostrar el día anterior en el estadio de Vitrolles. El gran mérito de Metzmacher, que es un gran músico y un consumado especialista en el repertorio moderno, es conseguir que la inmensa orquesta straussiana suene con una transparencia inusitada: “Hasta oír Salome, [Paul Dukas] pensaba que sabía de orquestación, pero luego se dio cuenta claramente de que no era así”, escribe Romain Rolland, que también da cuenta de cómo Maurice Ravel “quedó impresionado por la riqueza inigualada de los ritmos y de la orquestación”. Fue quizás en la Danza de los Siete Velos, magníficamente concebida y traducida por Metzmacher, liberado en estos compases de cualquier preocupación relacionada con los cantantes, donde orquesta y director dieron lo mejor de sí,.Salome (Elsa Dreisig), con un barreño que contiene la cabeza de Jokanaan, en el pequeño espacio en que canta su extenso monólogo al final de la ópera.BERND UHLIG
Aunque el contraste entre un escenario principal nocturno y otro interior acotado, opresivo, poblado de traumas, deseos insatisfechos, patologías varias y bañado por una luz mortecina y cenicienta, es una idea que podría haber producido buenos resultados, el conjunto no funciona, fundamentalmente debido al lastre —una carga muy pesada— de una protagonista vocalmente inadecuada y a una dirección de actores desvaída, algo sorprendente en una experimentadísima directora teatral como lo es Andrea Breth.
Tras la sacudida de conciencias del día anterior con el espectáculo ideado por Romeo Castellucci a partir de la Segunda Sinfonía de Mahler, esta Salome (también admiradísima por Berg, Webern y Schönberg, que incluyó cuatro compases de la partitura como ejemplo de “tonalidad expandida” en su libro Funciones estructurales de la armonía y dos ejemplos más de “melodías vocales progresivas” en sus Fundamentos de composición musical) podría haber ejercido de complemento ideal, pero lo ha hecho únicamente sobre el papel, porque la calurosa Aix-en-Provence de estos días se enfrió irremediablemente durante la representación de un espectáculo con destellos aislados de calidad, pero desprovisto de emociones fuertes y fallido en su conjunto.
TITULO:TARDE DE CINE CON - Romeo Castellucci escenifica su personal resurrección de los muertos en Aix-en-Provence,.
Romeo Castellucci escenifica su personal resurrección de los muertos en Aix-en-Provence,.
El director italiano se vale de la ‘Segunda Sinfonía’ de Gustav Mahler para reflexionar sobre cómo devolver simbólicamente la vida a las víctimas de la violencia, la pobreza y el olvido,.
foto / “Gustav Mahler era un santo”. Así comenzaba el artículo que Arnold Schönberg escribió para el número monográfico que la famosa revista Der Merker publicó en mayo de 1912 tras la muerte, pocos meses antes, del compositor. “Cualquiera que lo conociese, siquiera ligeramente, debe de haber tenido ese sentimiento”, prosigue Schönberg. “Quizá solo unos pocos lo entendieron. E incluso entre esos pocos los únicos que lo honraron fueron los hombres de buena voluntad. Los otros reaccionaron ante el santo como los absolutamente malvados han reaccionado siempre ante la bondad y la grandeza absolutas: lo martirizaron. Llevaron las cosas tan lejos que este gran hombre dudó de su propia obra. Ni una sola vez se le permitió que pasara de él ese cáliz. Tuvo que tragar incluso el más amargo: la pérdida, si bien sólo temporalmente, de la fe en su obra”. Nada podía dolerle más al autor de los Gurrelieder que el hecho de que los adversarios de Mahler, “uno de los más grandes compositores de todos los tiempos”, le hicieran dudar del camino elegido.
Schönberg se tuvo por un hombre con un destino irrenunciable marcado de antemano, y por eso era especialmente sensible a cualquier manifestación de incoherencia. En lo que fue casi la plegaria fúnebre por su amigo muerto insiste más en este punto, arremetiendo contra sus enemigos (“¿Qué puede esperarse, pues, de los menos buenos y los absolutamente impuros? ¡Obituarios! Contaminan el aire con sus obituarios, esperando disfrutar al menos de un momento más de importancia propia; porque esos son los momentos en que la suciedad se halla en su elemento”), que en las virtudes del compositor, reducidas a elogios inconcretos (sus obras habitan en un “aire puro” y son “inmortales”) pero encendidos. Un análisis más técnico de su música quedaría reservado para una conferencia impartida pocos meses después, en octubre de 1912.
“He estado atravesando los gloriosos paisajes que enviaron a Gustav Mahler a éxtasis similares muy poco antes de su muerte. Las montañas completamente cubiertas de nieve hasta las estribaciones, luego verdes praderas, campos pardos, y ese cielo: casi insoportablemente hermoso, ojalá pudieras haberlo visto, habrías olvidado todas las penalidades del viaje. Pero ahora debo observar toda esta magnificencia triste y solo y [...] la tristeza no me dejará hasta mañana. El estado de ánimo perfecto, realmente, para La canción de la Tierra y la Segunda Sinfonía”, escribe Alban Berg a su flamante esposa, Helene, en 1911, camino del estreno muniqués de la primera de las dos obras citadas. La admiración del compositor por Mahler llegó hasta el punto de la identificación personal. Acudió a varios estrenos de sus obras y en la primera audición vienesa de la Cuarta Sinfonía en 1902, por ejemplo, osó robar la batuta del director, que conservó como un tesoro durante toda su vida. En 1907, cuando Mahler abandonó Viena para emprender su exilio en Nueva York, Berg acudió a la estación a despedirlo y allí se produjo, por fin, el primer encuentro entre ambos.
En 1910, Berg preparó para la editorial Universal el arreglo para piano a cuatro manos de la Octava Sinfonía y, junto con su amigo Anton Webern, que se convertiría en un director asiduo de las obras de Mahler y que fue otro admirador incondicional del hombre y del artista, viajó meses después a Múnich para asistir al estreno de Das Lied von der Erde dirigido por Bruno Walter. La impresión lo dejó “sin habla” y, en una carta dirigida a Schönberg, es ahora Webern quien recuerda cómo, sentado junto a Alma Mahler, “me dejó que siguiera con ella la partitura manuscrita de Mahler. No puedo decirle lo feliz que eso me hizo. La esposa del inmortal me animó a seguir con ella la partitura escrita por el propio Mahler. Sólo ella y yo la leíamos. A veces la tuve yo solo. Esas son horas que cuento entre las cosas que fueron y que me son más queridas”. De regreso en Viena, Webern le tocó la obra de Mahler a su maestro y, esta vez en una carta a Berg, le confesó que ambos quedaron también “sin habla”. “La obra de arte condensa, desmaterializa; lo fáctico se disuelve, la idea permanece; así es como son estas canciones”, escribe extasiado.
Conviene comenzar recordando testimonios como estos para tener presente cuán grande fue la influencia que tuvo Gustav Mahler —vivo y muerto— en los tres grandes representantes de la Segunda Escuela de Viena y otros tantos pioneros, por tanto, de la modernidad musical. Las dos obras citadas por Berg (la Segunda Sinfonía y La canción de la Tierra) tienen a la muerte como sustancia última: la primera comienza con un extenso movimiento que, en su existencia autónoma inicial, llevaba el título de Todtenfeier (Ritos fúnebres) y concluye con otro de no menor envergadura que pone música a las dos primera estrofas de un poema de Friedrich Klopstock titulado Auferstehung (Resurrección), mientras que la segunda se cierra con un extenso movimiento bautizado como Der Abschied (La despedida). La primera se ha convertido ahora, más de un siglo después, en el punto de partida de lo que casi podría calificarse de una instalación de Romeo Castellucci en la inauguración del Festival de Aix-en-Provence, segunda parte de un díptico iniciado aquí mismo con su luminosa escenificación hace tres años del Réquiem de Mozart (y que pudo verse también hace unos meses en el Palau de les Arts de Valencia). Al italiano, que no teme a los grandes retos, por insólitos que sean, y se ha atrevido incluso a montar una trilogía basada en la Commedia de Dante, el director del festival provenzal, Pierre Audi, le ha encomendado un escenario inusual: un antiguo estadio deportivo construido cerca de Vitrolles (no lejos del aeropuerto de Marignane, a pocos kilómetros de Marsella) para el equipo de balonmano local, inaugurado en 1994 y abandonado desde el año 2000. El consiguiente deterioro y las sucesivas okupaciones del edificio son patentes para cualquiera que se acerque hasta esta especie de gran sarcófago de hormigón gris oscuro, plagado de pintadas y grafitis, que se yergue solitario sobre una colina a un costado de la autopista.
Volver a utilizarlo, a habitarlo, fue, por tanto, el pasado lunes la primera “resurrección”, que es el tema explícito de la Segunda Sinfonía de Mahler. Ello ha supuesto realizar no pocos esfuerzos logísticos, como el no menor de trasladar a buena parte del público en autocares desde Aix-en-Provence hasta este casi no-lugar. Pero esta vez no se vio un partido de balonmano, sino un espectáculo desasosegante y profundo para unos, o aburrido, reiterativo y superficial para otros. Con la Orquesta de París visible solo en parte e instalada en una suerte de foso, con su coro escindido —femenino y masculino— flanqueándola a uno y otro lado, Castellucci nos muestra al comienzo, con un silencio roto únicamente por el canto de los pájaros, a un enorme caballo blanco (imposible no recordar el imponente toro de su montaje de Moisés y Aarón de Schönberg que pudo verse hace seis años en el Teatro Real) que entra, aparentemente perdido, por una de las rampas que dan acceso al escenario desde el exterior.
La antigua cancha de balonmano acoge ahora solo tierra mojada, charcos que sirven al caballo para abrevar aquí y allá y que, sobre todo, transmite abandono. Cuando, por la otra rampa, llega su cuidadora, llama con su móvil para informar de que ha encontrado por fin al caballo, pero, antes de irse, algo llama poderosamente su atención: una mano, un brazo, que asoman en el centro del escenario. Por sus gestos, adivinamos que hay un hedor terrible de cadáveres descompuestos. Hace otra llamada de teléfono para informar de su siniestro descubrimiento y es ahí cuando empieza a sonar la Sinfonía de Mahler.
Durante la interpretación del primer movimiento (esos antiguos Ritos fúnebres) van llegando primero personas y luego tres furgonetas y una pequeña excavadora. Las primeras se equipan con mascarillas, guantes y monos blancos y empiezan, con sus manos, a apartar la tierra y a exhumar cadáveres: uno, dos, cuatro, siete, doce, veintidós, treinta y cinco, así hasta llegar poco a poco a casi un centenar. Aparecen también bebés, niños y, algo apartada del resto, una enorme fosa común con los cuerpos desnudos literalmente entrelazados y apilados unos sobre otros. Todos ellos son depositados cuidadosamente sobre grandes bolsas blancas que servirán de improvisados sudarios. Dos personas fotografían y filman en vídeo todo el proceso, coordinado por tres encargados cuyos equipos de protección llevan, al igual que las furgonetas, el logotipo del ACNUR (UNHCR por sus siglas en inglés), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Poco a poco, mientras la música sigue sonando, vamos atando los siniestros cabos.Cadáveres ya tapados y otros esperando serlo al final de la exhumación de una gran fosa común.MONIKA RITTERSHAUS
Aclara el Festival de Aix-en-Provence en una nota que Castellucci concibió este espectáculo antes de que se iniciara la invasión de Ucrania: no era necesario. Las fosas comunes, los muertos anónimos e indistinguibles, han sido y siguen siendo una constante en la historia de la humanidad. Es cierto que hace poco nos estremecieron las que se encontraron en Bucha tras la llegada de las tropas rusas, pero antes fueron las de Srebrenica y la antigua Yugoslavia, y hace nada las autoridades marroquíes se han apresurado a enterrar en un descampado de Nador a los migrantes que murieron aplastados en su intento de saltar la valla de Melilla, por no hablar del gigantesco depósito de cadáveres anónimos en que se ha convertido el Mediterráneo para quienes quieren entrar en Europa. Y aún siguen supurando un pus viscoso y hediondo las heridas de los muchos eriales y cunetas con cuerpos hacinados desde nuestra Guerra Civil: la historia interminable.
Mientras los operarios realizan meticulosamente su trabajo, el interior del estadio de Vitrolles, a fuer de removerla, va impregnándose también cada vez más de un fuerte olor a tierra mojada. Los ojos se acostumbran a la aparición de nuevos cadáveres, de nuevos jirones de ropa, de cuerpos desvencijados pero aún no reducidos a la condición de meros esqueletos. Tras cerrar las bolsas, van trasladándose al interior de las furgonetas. Tan solo la primera intervención de la contralto (la magnífica Marianne Crebassa, algo nerviosa al comienzo, pero honda y emocionante después) en el cuarto movimiento (“¡Oh, rosa roja! / ¡El hombre vive en la mayor miseria! / ¡El hombre vive en el mayor tormento!”) parece tener un efecto catártico, interrumpiendo la frenética actividad en el descampado: todos los trabajadores se quedan de golpe inmóviles, petrificados casi, como si escucharan campanas que tocasen a muerto. Al comienzo del quinto y último movimiento, cuando suenan las trompas y trompetas fuera de escena, vuelve a producirse otro momento de inactividad, esta vez con todos los operarios agrupados, de pie, junto a una de las furgonetas.
Para cuando se produce la segunda intervención del metal fuera de escena, seguida de un pequeño solo de flauta (“como la voz de un pájaro”, escribe Mahler en el número 29 de la partitura), el escenario ya está vacío. Muy poco después entra por primera vez el coro con el texto del poema de Klopstock cantado a la manera de un coral luterano: “¡Resucitarás, sí, resucitarás, / polvo mío, tras un breve descanso! / Vida inmortal / te dará aquél que te llamó. / ¡Sembrado eres para volver a renacer! / El Señor de la cosecha va / y recoge las gavillas / de quienes hemos muerto!”. Esta sección sinfónico-coral que cierra la sinfonía, con intervenciones puntuales de una soprano (Golda Schultz, contenida e intensa) y una contralto solistas, se encuentra entre las músicas más trascendentes y genuinamente espirituales jamás compuestas. El Mahler tantas veces digresivo y repetitivo aquí se esencializa, quizá porque el tema le tocaba muy de cerca y porque, como ahora sabemos, en esta obra estaba preparando el camino para su posterior conversión al cristianismo, el paso que consideraba imprescindible, como ahora sabemos con cuasicerteza, para poder aspirar con garantías a la dirección de la Ópera de Viena, el puesto que más anhelaba y al que no podía aspirar como judío.
Durante este tramo final esperamos que en el escenario, idéntico al del comienzo, pero ahora con toda su tierra removida y despojado de los cadáveres que escondía, suceda algo. Sin embargo, salvo una operaria que, antes de la entrada del coro, sigue apartando frenéticamente la tierra con sus manos en busca de nuevos cadáveres o jirones de ropa, y a la que finalmente convencen para que abandone el lugar, no sin antes depositar extendido su mono de protección blanco como un poderoso símbolo de lo que acaba de acontecer, no sucede nada más. Castellucci evita un gesto de autor o un coup de théâtre innecesarios, porque la resurrección, tal y como él la entiende, ya se ha producido ante nuestros ojos. Ya no hay nada más que añadir.
Nadie entra, nadie puede ya salir y la única aparición es la de una visible y audible lluvia final que cae incesantemente después de que soprano, contralto y los miembros del coro, ahora de pie tras haber cantado sentados hasta entonces, proclamen (los versos son ahora del propio Mahler): “¡Oh, cree, tú no naciste en vano! / ¡No has vivido y sufrido en vano! / ¡Lo que ha nacido debe perecer! / ¡Lo perecido, resucitar! / ¡Deja de temblar! / ¡Prepárate para vivir!”. Castellucci recurre visiblemente al tercer elemento, el agua, ya presente anteriormente en la tierra mojada y el aire húmedo, de un modo no muy diferente a como hacía Robert Carsen en la escena final de Ocaso de los dioses. Puede ser un símbolo de regeneración, de pureza, de renacimiento, de limpieza espiritual, o también las lágrimas simbólicas por unos muertos anónimos que por fin han dejado de serlo.
Esa-Pekka Salonen dirigió una versión intensa y doliente a la Orquesta de París, necesariamente amplificada, con todos los inconvenientes que ello comporta. Mahleriano de larga trayectoria, el finlandés cargó las tintas solo en momentos muy puntuales, clímax siempre debidamente preparados con una perfecta graduación y acumulación de las tensiones, sobre todo en los movimientos impares. Aunque no es su repertorio natural, la formación francesa se plegó con flexibilidad a sus indicaciones, con momentos destacados protagonizados por el oboísta Alexandre Gattet y el flautista español Vicens Prats. Salvo algunos desajustes en los instrumentos de metal que tocaban fuera de escena (en la parte inferior del estadio), el difícil balance con la percusión amplificada (tocada por hasta siete instrumentistas) y un pequeño problema en la amplificación al comienzo de la sinfonía (en la entrada de los oboes a partir del compás 18), fue una interpretación sobresaliente: era difícil saber si ella ilustraba lo que sucedía arriba en el escenario o viceversa. Pero, al igual que en las imágenes que inventó Derek Jarman para acompañar la grabación del propio Benjamin Britten de su War Requiem, lo que es seguro es que foso y escena se enriquecían y estimulaban mutuamente.
La respuesta del público, con algunos abucheos aislados a Castellucci cuando salió a saludar, fue muy positiva, y eso que el intenso calor reinante en el interior del estadio/sarcófago de Vitrolles no puso las cosas fáciles (un par de personas mayores llegaron a perder el conocimiento y tuvieron que ser atendidas por los equipos médicos). Pero no menos intensa fue la experiencia de ver cómo el italiano nos ponía cara a cara frente a las atrocidades humanas, al tiempo que restituía la dignidad y la identidad a ese amasijo de cadáveres enterrados o simplemente arrojados como objetos descoyuntados, quién sabe en qué circunstancias, a una fosa común. Quien quiera verlo y experimentarlo podrá hacerlo el próximo día 13 gracias a la transmisión en directo que podrá verse en arte.tv, aunque es seguro que el componente espacial y sensual, así como la presencia física, constituyen elementos esenciales de la propuesta de Castellucci.
Dejemos a Mahler la última palabra. Él sabía que su obra (en un principio solo instrumental) apuntaba irremediablemente a las postrimerías del ser humano y, con el poema de Klopstock completado por él mismo, el último movimiento afrontó, retomando el material de la secuencia Dies irae que ya había utilizado en el primer movimiento, “el terrible problema de la vida: la redención”. Le abría el camino la referencia a la “dichosa vida eterna” (“ewig selig Leben”) de Urlicht, un motivo que reaparecería in extremis, cerrando el arco, y en un contexto muy diferente, en los últimos suspiros de Das Lied von der Erde, con sus “ewig” (”eternamente”) sumiéndose progresivamente en el silencio. Mahler formulaba así, a la manera de una grandiosa epopeya escatológica, el primero de sus muchos empeños por exorcizar su propia muerte, la más fiel compañera durante toda su vida.
TITULO: Historia de nuestro cine -Cine - Días de viejo color ., Viernes- 19 , 26 - Agosto,.
El Viernes -19 , 26 - Agosto a las 22:15 por La 2, foto,.
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