TÍTULO: REVISTA QUO. PORTADA, VERDADES Y MENTIRAS DEL DIA Y LA NOCHE,.CANCION,.
-foto--REVISTA QUO. PORTADA, VERDADES Y MENTIRAS DEL DIA Y LA NOCHE,.CANCION,.
Vengo de la frontera, de la verdad verdadera.
De donde la mentira casi parecen verdad.
Vengo de la frontera, de la verdad verdadera.
De donde la mentira casi parecen verdad.
Vengo de donde anidan las verdaderas mentiras,
donde la puntería tiene miedo de acertar,
tiene miedo de acertar.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Vengo en una patera cruzando la vida entera.
Por donde la mentira que huye de la libertad.
En la verdad creía cuando de veras mentía.
Por donde la alegría pasa miedo de verdad,
pasa miedo de verdad.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Estoy mintiendo de verdad.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Noche a la luz del día, y en cuánto a la realidad,
diga lo que te diga estoy mintiendo de verdad.
Estoy mintiendo de verdad.
TÍTULO: EL CAJÓN, EL JUBILADO NACIONAL,.
foto,.
Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a
la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo
a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el
otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y
películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos
me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a
mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una
peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro,
y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena».
Leo,
miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a
tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS
que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si
acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes
de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del
brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que
tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen
disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras
la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más,
refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada.
Me fijo en
los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y
cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es
adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un
fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines
inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí,
ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías
posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando
veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir:
parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante,
sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás,
charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de
esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo
clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes
imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta
bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos
de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos
vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o
abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería,
su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un
colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para
salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los
nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No
hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los
reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano,
pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo
característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se
los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por
la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.
Oprime el corazón ver a un abuelete al que los nietos, el yerno y hasta
la legítima dicen que no sea antiguo y se vista moderno, cómodo,
informal. Y el pobre hombre, que a su manera fue siempre un señor,
cambia resignado la honorable camisa de manga corta por una camiseta con
el rotulo España, sol y chusma, por ejemplo; y en vez del
pantalón largo con raya se pone unas bermudas hawaianas; y los zapatos
de rejilla, incluso las sandalias veraniegas, los sustituye por chanclas
que hacen menos daño en los callos. Y así, actualizado, patético, pasea
con otros abuelos vestidos igual, con sus piernas flacas, sus varices y
una gorra de béisbol para rematar la cosa. Y cuatro pasos por detrás
van las aquí mis señoras, a las que -aunque ellas suelen resistir, por
ahora, mejor a la ordinariez- también acaban convenciendo entre los
nietos y la tele, vestidas con una camiseta que les dibuja bien los
tocinos y unos leggins apretados, o como se llamen. A sus setenta.
Y
tú, antes de volver a la lectura buscando consuelo, los ves alejarse
mientras piensas que tiene huevos la cosa. El pobre abuelo. Toda una
vida trabajando como un tigre, militando en Ugeté o en Comisiones,
criando dignamente una familia, para acabar en un paseo maSentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a
la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo
a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el
otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y
películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos
me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a
mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una
peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro,
y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena».
Leo,
miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a
tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS
que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si
acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes
de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del
brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que
tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen
disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras
la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más,
refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada.
Me fijo en
los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y
cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es
adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un
fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines
inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí,
ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías
posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando
veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir:
parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante,
sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás,
charlando de sus cosas.
Me gusta observar el paso migratorio de
esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo
clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes
imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta
bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos
de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos
vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o
abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería,
su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un
colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para
salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los
nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos.
No
hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los
reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano,
pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo
característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se
los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por
la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más.
Oprime el corazón ver a un abuelete al que los nietos, el yerno y hasta
la legítima dicen que no sea antiguo y se vista moderno, cómodo,
informal. Y el pobre hombre, que a su manera fue siempre un señor,
cambia resignado la honorable camisa de manga corta por una camiseta con
el rotulo España, sol y chusma, por ejemplo; y en vez del
pantalón largo con raya se pone unas bermudas hawaianas; y los zapatos
de rejilla, incluso las sandalias veraniegas, los sustituye por chanclas
que hacen menos daño en los callos. Y así, actualizado, patético, pasea
con otros abuelos vestidos igual, con sus piernas flacas, sus varices y
una gorra de béisbol para rematar la cosa. Y cuatro pasos por detrás
van las aquí mis señoras, a las que -aunque ellas suelen resistir, por
ahora, mejor a la ordinariez- también acaban convenciendo entre los
nietos y la tele, vestidas con una camiseta que les dibuja bien los
tocinos y unos leggins apretados, o como se llamen. A sus setenta.
Y
tú, antes de volver a la lectura buscando consuelo, los ves alejarse
mientras piensas que tiene huevos la cosa. El pobre abuelo. Toda una
vida trabajando como un tigre, militando en Ugeté o en Comisiones,
criando dignamente una familia, para acabar en un paseo marítimo playero, en vacaciones, disfrazado de Forrest Gump.
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