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Entre rayos, truenos y tormentas que provocaron un parón de tres horas, David Ferrer Ern galopó en la densa humedad tropical de la Pista 1 hasta su octava presencia en los octavos de final de Roland Garros, donde se enfrentará a Tomas Berdych, que venció a Pablo Cuevas (4-6, 6-3, 6-2 y 7-5). En dos horas y 23 minutos, Ferrer se impuso a Feliciano López por 6-4, 7-6 (8) y 6-1. No sólo es la octava presencia de David en cuarta ronda de Roland Garros, sino también la sexta consecutiva. "Eso sólo quiere decir que voy manteniendo la regularidad y creo que es gracias a que hay que poner el máximo cuidado, ya se sabe que las carreras van acortándose, es ley de vida", analizó el propio Ferrer.
Cuando se produjo la suspensión por lluvia, Ferrer ya vencía por 2-1 en el set definitivo, con 'break' arriba. Ferrer se procuró 13 oportunidades de rotura sobre el servicio de Feliciano López (punta 215 km/h, seis 'aces' y media de primeros a 189); de esas ocasiones de 'break', el 'Ferru' aprovechó seis: 6/13.
López, que tuvo punto de set a favor en la segunda manga, con 6-5 y saque de Ferrer (Feliciano había sacado para ganar el set, con 5-4), acusó en su estadística el plomo del resto castigador del 'Ferru', cabeza de serie número once. Así, Feliciano, todo un sacador de élite, solo ganó el 45% de puntos con segundos saques: 19/42, exactamente el mismo porcentaje que Ferrer: 15/33.
Al finalizar el encuentro, Ferrer se mostró satisfecho con la victoria: "Estoy contento de estar en cuarta ronda. No sabía que era la sexta vez consecutiva, pero si es así es bueno porque significa que sigo teniendo cierta regularidad. Cada partido es un mundo, siempre intentas hacer el máximo. Es bueno que haya pasado en un Grand Slam...".
Por su parte, Feliciano afirmó: "Salvo el tercer set ha sido un partido bastante bueno por mi parte. Da mala leche que cuando he sacado para el set han caído gotas. Pero en general el nivel ha sido alto".
TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - ALTO, RUBIO Y TRANQUILO,.
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Ayer, ordenando papeles y fotos viejas, encontré la
de un diplomático español en Guinea Ecuatorial con un paraguas
multicolor, de ésos tipo arco iris, caminando por una avenida bordeada
de palmeras. No se le ve el rostro, pues está de espaldas mientras
marcha decidido, con la prestancia de un lord inglés, balanceando en la
mano derecha, con ademán elegante, el paraguas cerrado. Se trata de un
tipo alto, flaco y rubio, que en el momento en que le hice la fotografía
debía de rondar los treinta y cinco años. Es una foto pintoresca, y el
recuerdo que tengo de ella, como del personaje, es más pintoresco
todavía. Al encontrar su imagen me ha venido a la boca una sonrisa
nostálgica, divertida, pues recuerdo perfectamente el momento en que
hice esa fotografía. También, aunque el protagonista se encuentra de
espaldas, retengo su rostro de entonces: los ojos que me parece eran
claros, el cabello pajizo corto y escaso, la barba rubia. He olvidado su
nombre y quizá hoy no lo reconocería por la calle, pero el recuerdo que
me dejó es magnífico. Aquella mañana lo fotografié porque lo admiraba.
Cuando era reportero me relacioné poco con diplomáticos españoles. En los lugares donde trabajaba, mi presencia era para ellos una preocupación; y su injerencia, para mí, un engorro. Así que siempre mantuve las distancias. Sólo con un par de ellos tuve auténtica amistad, como fue el caso de Diego de Arístegui, a quien conocí en Nicaragua y al que luego mataron en el Líbano; o aquel secretario de embajada con el que, también en el Líbano, me emborrachaba en los puticlubs de allí mientras fuera caían cebollazos, cantando: Beirut, Beirut, Beirut, / cristianos, palestinos, yo y tú. / Un francotirador / pondrá fondo sonoro a nuestro amor. Etcétera. Pero éste de la foto ni siquiera era mi amigo. Y sin embargo...
Ocurrió en Malabo, en 1981. Yo estaba haciendo un reportaje sobre Guinea Ecuatorial. Aparqué mi Land Rover en la Cuesta de las Fiebres, bajé al puerto e hice unas fotos, sabiendo que estaba prohibidísimo. Pero ése era mi oficio. Al regreso, mala suerte, me pararon dos soldados de un puesto de control. Uno era un sargento con muy mala leche, y cuando en África un militar tiene mala leche, y además lleva el casco al revés, tiene amarillo el blanco de los ojos y huele a cerveza, la cosa puede ponerse jodida. Ahorrando detalles, al rato pude largarme con veinte dólares menos y sin los carretes fotográficos. Debía pasar por la embajada para otro asunto, así que allí, charlando con el secretario, referí el incidente. Sin darle mayor importancia, pues que te quitaran el carrete de fotos y no te dieran una paliza, en Guinea, era salir bien librado. Rutina laboral.
Para mi sorpresa, el diplomático se lo tomó a pecho. ¿Te vieron hacer fotos?, preguntó. Dije que no, que sólo vieron las cámaras y decidieron quedarse con los carretes, por si acaso. Pues es intolerable, dijo. «Eres un periodista acreditado ante el gobierno del presidente Obiang, con todo en regla». Le dije que no tenía importancia, que las fotos no eran gran cosa, pero él insistió: «No son tus fotos, sino el principio. La dignidad. Como diplomático, no puedo consentir que traten así a un súbdito español». Y dicho eso, se ajustó el nudo de la corbata, se puso la chaqueta -había casi 50º húmedos a la sombra-, cogió un paraguas multicolor que tenía apoyado en la pared, dijo que lo acompañara y nos metimos en su coche. Para qué es el paraguas, pregunté. Y la respuesta no la he olvidado nunca: «Me conocen por este paraguas. Lo llevo siempre, porque es seña fácil de identidad. Es como pasear el pabellón. La bandera».
Y así fue. Paseando la bandera, o sea, el paraguas, tan digno y grave como si acudiera a una recepción en el palacio de Buckhingham, erguido, seguro de sí, aquel secretario de embajada bajó del coche ante el control de los soldados guineanos, y yendo hacia ellos con paso decidido y flema perfecta, balanceándolo con elegancia al caminar, les soltó una larga parrafada en claro y limpio español de Castilla. No sé lo que les dijo, porque me pidió que me quedara en el coche; pero de vez en cuando se volvía y me señalaba con el paraguas. Al rato vino y me entregó los carretes. «Lo de menos son tus fotos -repitió-. Es la dignidad de mi país, que es el tuyo. La España a la que represento». Y yo lo miré, admirado, con un respeto inmenso. La misma admiración y el mismo respeto que vuelvo a sentir ahora, treinta y cuatro años después, contemplando esa vieja fotografía. Un joven diplomático español digno y audaz, caminando entre palmeras hacia unos soldados borrachos, blandiendo con resolución un paraguas de colores.
Cuando era reportero me relacioné poco con diplomáticos españoles. En los lugares donde trabajaba, mi presencia era para ellos una preocupación; y su injerencia, para mí, un engorro. Así que siempre mantuve las distancias. Sólo con un par de ellos tuve auténtica amistad, como fue el caso de Diego de Arístegui, a quien conocí en Nicaragua y al que luego mataron en el Líbano; o aquel secretario de embajada con el que, también en el Líbano, me emborrachaba en los puticlubs de allí mientras fuera caían cebollazos, cantando: Beirut, Beirut, Beirut, / cristianos, palestinos, yo y tú. / Un francotirador / pondrá fondo sonoro a nuestro amor. Etcétera. Pero éste de la foto ni siquiera era mi amigo. Y sin embargo...
Ocurrió en Malabo, en 1981. Yo estaba haciendo un reportaje sobre Guinea Ecuatorial. Aparqué mi Land Rover en la Cuesta de las Fiebres, bajé al puerto e hice unas fotos, sabiendo que estaba prohibidísimo. Pero ése era mi oficio. Al regreso, mala suerte, me pararon dos soldados de un puesto de control. Uno era un sargento con muy mala leche, y cuando en África un militar tiene mala leche, y además lleva el casco al revés, tiene amarillo el blanco de los ojos y huele a cerveza, la cosa puede ponerse jodida. Ahorrando detalles, al rato pude largarme con veinte dólares menos y sin los carretes fotográficos. Debía pasar por la embajada para otro asunto, así que allí, charlando con el secretario, referí el incidente. Sin darle mayor importancia, pues que te quitaran el carrete de fotos y no te dieran una paliza, en Guinea, era salir bien librado. Rutina laboral.
Para mi sorpresa, el diplomático se lo tomó a pecho. ¿Te vieron hacer fotos?, preguntó. Dije que no, que sólo vieron las cámaras y decidieron quedarse con los carretes, por si acaso. Pues es intolerable, dijo. «Eres un periodista acreditado ante el gobierno del presidente Obiang, con todo en regla». Le dije que no tenía importancia, que las fotos no eran gran cosa, pero él insistió: «No son tus fotos, sino el principio. La dignidad. Como diplomático, no puedo consentir que traten así a un súbdito español». Y dicho eso, se ajustó el nudo de la corbata, se puso la chaqueta -había casi 50º húmedos a la sombra-, cogió un paraguas multicolor que tenía apoyado en la pared, dijo que lo acompañara y nos metimos en su coche. Para qué es el paraguas, pregunté. Y la respuesta no la he olvidado nunca: «Me conocen por este paraguas. Lo llevo siempre, porque es seña fácil de identidad. Es como pasear el pabellón. La bandera».
Y así fue. Paseando la bandera, o sea, el paraguas, tan digno y grave como si acudiera a una recepción en el palacio de Buckhingham, erguido, seguro de sí, aquel secretario de embajada bajó del coche ante el control de los soldados guineanos, y yendo hacia ellos con paso decidido y flema perfecta, balanceándolo con elegancia al caminar, les soltó una larga parrafada en claro y limpio español de Castilla. No sé lo que les dijo, porque me pidió que me quedara en el coche; pero de vez en cuando se volvía y me señalaba con el paraguas. Al rato vino y me entregó los carretes. «Lo de menos son tus fotos -repitió-. Es la dignidad de mi país, que es el tuyo. La España a la que represento». Y yo lo miré, admirado, con un respeto inmenso. La misma admiración y el mismo respeto que vuelvo a sentir ahora, treinta y cuatro años después, contemplando esa vieja fotografía. Un joven diplomático español digno y audaz, caminando entre palmeras hacia unos soldados borrachos, blandiendo con resolución un paraguas de colores.
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