TITULO: REVISTA XL SEMANAL PORTADA ENTREVISTA - EL EXTREMADURA SUMA A SU DEFENSA A MANU MARTINEZ,.
segunda b
El Extremadura suma a su defensa a Manu Martínez, foto.
-
Con la llegada del lateral derecho procedente de la Arandina, el club azulgrana cuenta ya con cuatro zagueros,.
El Extremadura suma y sigue en la confección de su plantilla para su
vuelta a Segunda División B. Si el pasado jueves comunicó que sus dos
primeros fichajes para la 2016-2017 eran José Fuentes y Samuel Manchón,
ayer el club de Almendralejo cerró su tercera incorporación, el lateral
derecho de 24 años Manu Martínez. Así, la dirección deportiva azulgrana
ha acelerado estos últimos días en las incorporaciones para intentar
tener el equipo cerrado cuando comience la pretemporada el próximo 11 de
julio.
Manu Martínez, que estuvo a las órdenes de Juan Marrero en el Arroyo
en la temporada 2013-2014, jugó la pasada temporada en la Arandina en
Segunda División B y lleva cinco años consecutivos en la categoría de
bronce del fútbol español. El futbolista sevillano, de Arahal, disputó
116 minutos en cinco encuentros durante esta última campaña. Manu
Martínez se formó en las categorías inferiores del Sevilla, y jugó con
el filial sevillista en Segunda B. Entre los equipos en los que ha
estado el lateral derecho se encuentra el propio Arroyo, el Linense, el
Astorga y la Arandina, además del filial del Sevilla.
Tras las salidas de Tomillo, retirado; José Gutiérrez; Lolo Guerrero;
y Carlos Fernández, el Extremadura necesita sumar efectivos en la
defensa, ya que es la zona del campo en la que cuenta con menos
futbolistas. Por lo tanto, Manu Martínez se suma a Juanjo Pereira, Jorge
Cano y Pozo como jugadores defensivos. Aun así, al club de la capital
de Tierra de Barros le quedan varios fichajes para cerrar tanto defensa,
como medio campo y ataque, ya que la única posición que tiene cubierta
es la de portero, con Sergio Tienza, Saavedra y el recién fichado José
Fuentes.
TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA -UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( LXV ),.
foto,.
La Primera República española, y en eso están de acuerdo tanto los
historiadores de derechas como los de izquierdas, fue una casa de putas
con balcones a la calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron
cuatro presidentes de gobierno distintos, con los conservadores
conspirando y los republicanos tirándose los trastos a la cabeza. En el
extranjero nos tomaban tan a cachondeo que sólo reconocieron a la
flamante república los Estados Unidos -que todavía casi no eran nadie- y
Suiza, mientras aquí se complicaban la nueva guerra carlista y la de
Cuba, y se redactaba una Constitución -que nunca entró en vigor- en la
que se proclamaba una España federal de «diecisiete estados y cinco territorios»;
pero que en realidad eran más, porque una treintena de provincias y
ciudades se proclamaron independientes unas de otras, llegaron a
enfrentarse entre sí y hasta a hacer su propia política internacional,
como Granada, que abrió hostilidades contra Jaén, o Cartagena, que
declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones. Aquel desparrame
fue lo que se llamó insurrección cantonal: un aquelarre colectivo donde
se mezclaban federalismo, cantonalismo, socialismo, anarquismo,
anticapitalismo y democracia, en un ambiente tan violento, caótico y
peligroso que hasta los presidentes de gobierno se largaban al
extranjero y enviaban desde allí su dimisión por telegrama. Todo eran
palabras huecas, quimeras y proyectos irrealizables; haciendo real, otra
vez, aquello de que en España nunca se dice lo que pasa, pero
desgraciadamente siempre acaba pasando lo que se dice. Los diputados ni
supieron entender las aspiraciones populares ni satisfacerlas, porque a
la mayor parte le importaban un carajo, y eso acabó cabreando al pueblo
llano, inculto y maltratado, al que otra vez le escamoteaban la libertad
seria y la decencia. Las actas de sesiones de las Cortes de ese período
son una escalofriante relación de demagogia, sinrazón e
irresponsabilidad política en las que mojaban tanto los izquierdistas
radicales como los arzobispos más carcas, pues de todo había en los
escaños; y como luego iba a señalar en España inteligible el filósofo Julián Marías, «allí podía decirse cualquier cosa, con tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad».
La parte buena fue que se confirmó la libertad de cultos (lo que puso a
la Iglesia católica hecha una fiera), se empezó a legalizar el divorcio
y se suprimió la pena de muerte, aunque fuera sólo por un rato. Por lo
demás, en aquella España fragmentada e imposible todo eran fronteras
interiores, milicias populares, banderas, demagogia y disparate, sin que
nadie aportase cordura ni, por otra parte, los gobiernos se atreviesen
al principio a usar la fuerza para reprimir nada; porque los espadones
militares -con toda la razón del mundo, vistos sus pésimos antecedentes-
estaban mal vistos y además no los obedecía nadie. Gaspar Núñez de
Arce, que era un poeta retórico y cursi de narices, retrató bien el
paisaje en estos relamidos versos: «La honrada libertad se prostituye / y óyense los aullidos de la hiena / en Alcoy, en Montilla, en Cartagena».
El de Cartagena, precisamente, fue el cantón insurrecto más activo y
belicoso de todos, situado muy a la izquierda de la izquierda, hasta el
punto de que cuando al fin se decidió meter en cintura aquel desparrame
de taifas, los cartageneros se defendieron como gatos panza arriba,
entre otras cosas porque la suya era una ciudad fortificada y tenía el
auxilio de la escuadra, que se había puesto de su parte. La guerra
cantonal se prolongó allí y en Andalucía durante cierto tiempo, hasta
que el gobierno de turno dijo ya os vale, tíos, y envió a los generales
Martínez Campos y Pavía para liquidar el asunto por las bravas, cosa que
hicieron a cañonazo limpio. Mientras tanto, como las Cortes no servían
para una puñetera mierda, a los diputados -que ya ni iban a las
sesiones- les dieron vacaciones desde septiembre de 1873 a enero de
1874. Y en esa fecha, cuando se reunieron de nuevo, el general Pavía («Hombre ligero de cascos y de pocas luces»),
respaldado por la derecha conservadora, sus tropas y la Guardia Civil,
rodeó el edificio como un siglo más tarde, el 23-F, lo haría el coronel
Tejero -que de luces tampoco estaba más dotado que Pavía-. Ante
semejante atropello, los diputados republicanos juraron morir
heroicamente antes que traicionar a la patria; pero tan ejemplar
resolución duró hasta que oyeron el primer tiro al aire. Entonces todos
salieron corriendo, incluso arrojándose por las ventanas. Y de esa forma
infame y grotesca fue como acabó, apenas nacida, nuestra desgraciada
Primera República.
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