Alexa Davalos - foto,.
Alexa Davalos | ||
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Alexa Davalos en el Tribeca Film Festival de 2007 |
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Información personal | ||
Nombre de nacimiento | Alexa Davalos Dunas | |
Nacimiento | 28 de mayo de 1982 (33 años) París - Francia |
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Nacionalidad | Francesa y estadounidense | |
Familia | ||
Padres | Jeff Dunas Elyssa Davalos |
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Información profesional | ||
Ocupación | Actriz | |
Web | ||
Sitio web | www.alexa-davalos.com | |
Su primera aparición en pantalla es a los tres años en la serie de televisión "Riviera", de John Frankenheimer.
Su pasión por el arte dramático le viene de viajar junto a su madre en sus obras teatrales, platós de televisión y presenciar la formación impartida a esta por Stella Adler. Es nieta de Richard Davalos, conocido por interpretar al hermano de James Dean en "Al este del edén", y sobrina de la también actriz Dominique Davalos.
TITULO: ME RESBALA - INFORMALISMO, LAS CICATRICES DE LA GUERRA,.
ME RESBALA - INFORMALISMO, LAS CICATRICES DE LA GUERRA, fotos.
Siempre hemos convivido sin problemas, fue este conflicto el que nos dividió y lo destruyó todo”. Olga coge su bolsa de harina de mandioca y comienza a caminar por una calle de tierra que se hace cada vez más pequeña hasta ser tragada por los matorrales.
Entre las hierbas de más de medio metro que han ido creciendo, resisten paredes sin techos, ruinas de viviendas, como si las hubieran destruido a tarascones.
Olga recorre lo que fue su barrio hasta encontrar lo que fue su hogar. Recorre el pasillo de su casa, yendo de la habitación al living. Como si hubiera algo que cuidar en medio de esos restos. Quita algunas hierbas que crecen en el vértice de las paredes y arranca otras entre el cementerio de ladrillos que quedan por el suelo. Apoya su mano derecha en el marco que antes albergaba la puerta y mira de reojo hacia el techo que ahora es el cielo.
El 5 de diciembre de 2013, Olga comenzó a escuchar granadas y
disparos, esperó que regresara su marido de trabajar en el mercado. Al
llegar cogieron a sus tres hijos y huyeron corriendo. Mientras más
corrían, más cerca se escuchaban los disparos, hasta que dejó de oír a
su marido, estaba en el suelo con un disparo en la espalda. El miedo lo
paraliza todo y el instinto surge como reflejo al que no se le pregunta
porqué hay que seguir corriendo, porque la única opción es seguir. En
la huida escuchó a muchas personas que decían que el aeropuerto era el
único lugar seguro.
En diciembre de 2013 un conflicto político militar estalló en la República Centroafricana. El país del olvido, una tierra sin mar que es recorrida por las rutas trashumantes más importantes de África subsahariana. Tierras que, generación tras generación, enfrentaban a pastores con agricultores por el uso de las tierras cultivadas que se arrebatan para alimentar al ganado. Hoy confluyen aquí las arterias que arrastran la sangre de los conflictos más cruentos de este contienen: Sudan del Sur, Congo, Uganda, Chad, Sudan.
Las milicias Seleka, que exigían el acceso a la gestión de los recursos naturales que generan riqueza, atravesaron el país desde el noreste, saqueando comunidades, ocupando minas de diamantes y pozos de petróleo. Al llegar a Bangui, la capital, lo que comenzó como un enfrentamiento político militar, donde la población civil sufría los daños colaterales, devino en una persecución religiosa hacia la comunidad cristiana. Instrumentalizado como un conflicto religioso cuando la lucha por los recursos naturales y el Gobierno del país no tenía otro credo que las ansias de poder. Surgen entonces los grupos de autodefensa en los barrios, llamados posteriormente Anti-Balaka. A corte de machete y escupitajos de ak 47, barrios enteros fueron arrasados. Vecinos ejecutados, casas saqueadas y destruidas, y la huida de aquellos que tuvieron algo que se aproxima a la “fortuna”.
Cerca de medio millón de personas han perdido su vivienda. Casi 220.000 han huido del país desde el inicio de la violencia y el saldo de vidas perdidas asciende a más de 6.000.
“Lo vimos por televisión, lo escuchamos en la radio, fuimos testigos de cómo conflictos en países vecinos se convirtieron en masacres, miles de personas huían de sus casas y terminaban viviendo en campos hacinados, sin agua y sin comida, personas que lo perdieron todo… hoy eso nos toca a nosotros”, relata Muriel mientras se acomoda su pañuelo en la cabeza y se le llenan los ojos de lágrimas. Lleva dos años viviendo en el campo de desplazados de la iglesia de Castor. Es el improvisado patio de una iglesia que alberga a más de 2.500 personas en grandes carpas comunitarias. Muriel huyó con su familia cuando la milicia Seleka llegó a su barrio y comenzó a golpear puerta por puerta buscando a los hombres. “Los empujaban a palazos fuera de la casa, los pasaban por el machete, y los tiraban al pozo de agua. De aquí ya no podremos beber más”. Muriel se para frente a los restos de su casa donde está el pozo de agua y mira al infinito agujero negro donde aparecieron los cuerpos mutilados de varios vecinos. “Antes vivíamos en estrecha convivencia” recuerda Muriel, “vendía ropa casa por casa y a mis clientes no le preguntaba por su religión”.
Todas las atrocidades posteriores han creado una grieta difícil de reparar y donde la reconciliación todavía ni se plantea. Cada carpa alberga unas 50 personas, dentro de ellas solo encuentras colchones y ropa, una marmita para cocinar, otro mortero para moler alimentos y alguna pelota de futbol que algún niño abandonó en un rincón oscuro. Las condiciones de vida en estos asentamientos es de una vulnerabilidad extrema. El hacinamiento y la falta de recursos sanitarios amenazan la salud de estas personas. Oxfam ha instalado tanques de agua y letrinas, y promovido acciones que garantizan la higiene y evitan que se propaguen las enfermedades. Durante el día el campo se vacía, las personas salen a buscarse la vida a la ciudad a riesgo de no regresar.
Las cicatrices de la guerra no son una metáfora, son las secuelas de las matanzas, es el desplazamiento, es el hambre.
Poniendo en riesgo su vida, Muriel regresa de vez en cuando a las ruinas de lo que fue su casa con la ilusión de algún día devolverle las partes que le han mutilado: puertas, techos y ventanas. “Por seguridad no podemos salir de este campo, es una prisión al aire libre, y nuestro barrio está aquí al lado”.
Una mesita con 5 bolsitas de harina de mandioca resisten en la calle fantasma: “Este es el mercado que queda en el barrio”, dice Muriel retomando la calle custodiada por tanques de la Minusca (Misión de Naciones Unidas para la República Centroafricana) donde al final aparece la cúpula de la iglesia rodeada de lonas blancas.
Sobrevivir donde la vida fue prácticamente imposible. Muriel se sienta en su colchón sobre el suelo, acomoda su mosquitera mientras aun resisten las últimas lámparas de queroseno. Sobre las lonas las figuras que se forman le recuerdan las imágenes de la historia de esta parte de África, de genocidios y refugiados, y ella se siente solo una sombra de lo que fue.
En diciembre de 2013 un conflicto político militar estalló en la República Centroafricana. El país del olvido, una tierra sin mar que es recorrida por las rutas trashumantes más importantes de África subsahariana. Tierras que, generación tras generación, enfrentaban a pastores con agricultores por el uso de las tierras cultivadas que se arrebatan para alimentar al ganado. Hoy confluyen aquí las arterias que arrastran la sangre de los conflictos más cruentos de este contienen: Sudan del Sur, Congo, Uganda, Chad, Sudan.
Las milicias Seleka, que exigían el acceso a la gestión de los recursos naturales que generan riqueza, atravesaron el país desde el noreste, saqueando comunidades, ocupando minas de diamantes y pozos de petróleo. Al llegar a Bangui, la capital, lo que comenzó como un enfrentamiento político militar, donde la población civil sufría los daños colaterales, devino en una persecución religiosa hacia la comunidad cristiana. Instrumentalizado como un conflicto religioso cuando la lucha por los recursos naturales y el Gobierno del país no tenía otro credo que las ansias de poder. Surgen entonces los grupos de autodefensa en los barrios, llamados posteriormente Anti-Balaka. A corte de machete y escupitajos de ak 47, barrios enteros fueron arrasados. Vecinos ejecutados, casas saqueadas y destruidas, y la huida de aquellos que tuvieron algo que se aproxima a la “fortuna”.
Cerca de medio millón de personas han perdido su vivienda. Casi 220.000 han huido del país desde el inicio de la violencia y el saldo de vidas perdidas asciende a más de 6.000.
“Lo vimos por televisión, lo escuchamos en la radio, fuimos testigos de cómo conflictos en países vecinos se convirtieron en masacres, miles de personas huían de sus casas y terminaban viviendo en campos hacinados, sin agua y sin comida, personas que lo perdieron todo… hoy eso nos toca a nosotros”, relata Muriel mientras se acomoda su pañuelo en la cabeza y se le llenan los ojos de lágrimas. Lleva dos años viviendo en el campo de desplazados de la iglesia de Castor. Es el improvisado patio de una iglesia que alberga a más de 2.500 personas en grandes carpas comunitarias. Muriel huyó con su familia cuando la milicia Seleka llegó a su barrio y comenzó a golpear puerta por puerta buscando a los hombres. “Los empujaban a palazos fuera de la casa, los pasaban por el machete, y los tiraban al pozo de agua. De aquí ya no podremos beber más”. Muriel se para frente a los restos de su casa donde está el pozo de agua y mira al infinito agujero negro donde aparecieron los cuerpos mutilados de varios vecinos. “Antes vivíamos en estrecha convivencia” recuerda Muriel, “vendía ropa casa por casa y a mis clientes no le preguntaba por su religión”.
Todas las atrocidades posteriores han creado una grieta difícil de reparar y donde la reconciliación todavía ni se plantea. Cada carpa alberga unas 50 personas, dentro de ellas solo encuentras colchones y ropa, una marmita para cocinar, otro mortero para moler alimentos y alguna pelota de futbol que algún niño abandonó en un rincón oscuro. Las condiciones de vida en estos asentamientos es de una vulnerabilidad extrema. El hacinamiento y la falta de recursos sanitarios amenazan la salud de estas personas. Oxfam ha instalado tanques de agua y letrinas, y promovido acciones que garantizan la higiene y evitan que se propaguen las enfermedades. Durante el día el campo se vacía, las personas salen a buscarse la vida a la ciudad a riesgo de no regresar.
Las cicatrices de la guerra no son una metáfora, son las secuelas de las matanzas, es el desplazamiento, es el hambre.
Poniendo en riesgo su vida, Muriel regresa de vez en cuando a las ruinas de lo que fue su casa con la ilusión de algún día devolverle las partes que le han mutilado: puertas, techos y ventanas. “Por seguridad no podemos salir de este campo, es una prisión al aire libre, y nuestro barrio está aquí al lado”.
Una mesita con 5 bolsitas de harina de mandioca resisten en la calle fantasma: “Este es el mercado que queda en el barrio”, dice Muriel retomando la calle custodiada por tanques de la Minusca (Misión de Naciones Unidas para la República Centroafricana) donde al final aparece la cúpula de la iglesia rodeada de lonas blancas.
Sobrevivir donde la vida fue prácticamente imposible. Muriel se sienta en su colchón sobre el suelo, acomoda su mosquitera mientras aun resisten las últimas lámparas de queroseno. Sobre las lonas las figuras que se forman le recuerdan las imágenes de la historia de esta parte de África, de genocidios y refugiados, y ella se siente solo una sombra de lo que fue.
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