¿Vienes a la playa? / foto.
- ¿A qué playa?
- Vale
Quedó en pasar por mi casa en media hora
para recogerme. Hacía mucho que Antonio no me llamaba para quedar pero
ese día no tenía plan y era mejor que quedarse en casa. No me imaginaba
que Antonio fuera a playas nudistas pero tiempo tendríamos en el coche y
en la playa de ponernos al día de nuestras vidas.
Me estaba esperando fuera del coche.
Seguía igual que la última vez pero más delgado y fibroso. Le sentaban
muy bien los kilos de menos que tenía. Los bermudas y su camiseta de
tirantes le quedaban geniales. Mira que bien pensé mientras nos
abrazábamos y dábamos dos besos. Un viejo amigo que había mejorado con
los años.
Nos subimos al coche. Yo iba con mi
vestido playero, ligero y cortito pero como siempre iba con el bikini
por debajo no me importaba que se viese de más. En el trayecto hasta la
playa nos fuimos poniendo al día. Antonio había estado un tiempo en el
extranjero y ahora llevaba 3 meses en Vigo en una empresa de software.
Se acordó de mí porque me vio un día en la calle desde el bus urbano.
Nosotros nos conocíamos desde el instituto y teníamos una amistad
Guadiana. De salir todos los días juntos a pasar meses y años sin ni
siquiera escribirnos un correo. Lo cierto es que siempre nos veíamos con
otras personas y pocas las veces que quedábamos solos a pesar de
caernos muy bien.
- Oye, no te molesta que
vayamos a una playa nudista, no? Es que me aficioné hace un par de años y
ahora no soporto el bañador cuando me baño
- Para nada, yo hace años que voy a ellas
Aparcamos el coche y bajamos por el
pinar que da acceso a una de las playas más hermosas de Galicia. Nos
pusimos cerca de una de los extremos, dónde hay menos gente, y
extendimos las toallas. Yo me quité mi vestido y Antonio su camiseta. Me
senté en la toalla como siempre hago para quitarme el bikini pero el
siguió de pie. Cogí la crema solar de mi bolsa antes de desatarme la
parte de arriba del bikini. Intentaba no mirar para él. Estábamos en ese
momento incómodo de dos personas que se van a ver desnudas por primera
vez. Noté que se sentaba en la toalla y que ya estaba desnudo. En ese
momento me quité la parte de arriba del bikini dejando mis tetas al
aire. A los 38 años ya están un poco caídas pero son de buen tamaño y a
mí me parecen bonitas.
Nos echamos crema y nos tumbamos. La
verdad es que las gafas de sol son maravillosas para estas cosas porque
sirven para disimular las miradas y para no sentirte tan observada.
Seguimos charlando y nos fuimos a bañar. Al ponernos de pie pude
apreciar por primera vez bien su cuerpo. Se le notaba el ejercicio y no
sé si la dieta pero aproveché ese momento para preguntarle. Me contó que
solo hacía ejercicio. Le felicité porque le estaba quedando un cuerpo
muy bonito.
Después del baño nos tumbamos y nos
quedamos medio adormecidos. Lo miraba de reojo, sobre todo cuando se
ponía boca arriba. Me estaba gustando su cuerpo cada vez más. Aun le
quedaba gotas del baño que brillaban en su torso moreno sin un solo
pelo. Hasta eché algún vistazo a su polla. Era de las que están siempre
descapulladas, con el glande siempre a la vista.
Empezaba a notar algo de picor en la
piel. Era momento de echarse más protector solar pero no me apetecía
nada moverme. Miré a Antonio que estaba en ese momento sentado fumando
un pitillo. Con voz un poco mimosa le pregunté si le importaba ponerme
la crema, que estaba muy a gusto y no me quería mover. Antonio cogió la
crema y me la aplicó por toda la espalda. Estaba sentado a mi lado y
podía ver sus piernas y su polla. Me gustaban sus manos y más me
gustaban cuando rozaban mis tetas al aplicarme crema en los costados. Vi
que su polla se ponía medio gorda y eso me gustó más. Pasó a las
piernas sin detenerse en el culo. Qué caballeroso! Pensé con un poco de
pena hasta que noté que, al ponerme en la cara interna de los muslos, me
rozaba el coño. Mi reacción incontrolada fue separar un poco más las
piernas algo de lo que pareció no darse cuenta hasta que sus manos
empezaban a subir por el inicio de mis nalgas.
- ¿El culo también?- me preguntó
- No es muy correcto pero estoy muy a gustito- le respondí
- A mí no me importa- me dijo
- Pues dale- le contesté
Sus manos llenas de crema se posaron en
cada nalga y empezaron a masajearlas más que otra cosa. Las separaba y
pasaba un dedo por toda la raja justo hasta donde empezaba mi coño que
se iba humedeciendo. Solo duró un minuto pero fue maravilloso. Le di las
gracias y él se tumbó boca abajo en su toalla. Pude ver por un segundo
su pene en todo su esplendor y me encantó. Le dije que me dejara un rato
más y le ponía crema a él y me dio su ok. Me dijo que tenía una piel
muy suave. Aquello parecía que iba por un camino insospechado pero me
gustaba la dirección que tomaba. Tenía ganas de disfrutar de su cuerpo.
Me puse de rodillas en su toalla,
tocando su cuerpo con ellas, y le eché crema en toda la espalda. Se la
extendí despacio pasando por toda su espalda, nuca, brazos y acariciando
la parte superior de su culo. Al notar que me detenía, me dijo que el
culo también si no me importaba. Le contesté que para nada. Vi que
separaba un poco las piernas y pude ver su polla medio erecta saliendo
por debajo de sus huevos. Le di un masaje en el culo, como el suyo, y
empecé a descender con mis manos por sus muslos. Separó un poco más las
piernas y yo me puse más abajo. Ahora podía ver casi toda su
entrepierna. Después del masaje en el culo su empalme era bastante
evidente y no me corté a la hora de acariciar su polla con mis dedos
cuando pasaban por allí. Miré si alguien se estaba fijando en nosotros
pero solo había un chico solitario que parecía dormido. Hacia el otro
lado de la playa no había nadie. Hice 4 o 5 pasadas por su polla. Que
ganas me estaban entrando de cogerla con la mano. Me contuve y seguí
hasta sus pies.
- Mmmmm, que gustito, ya no me muevo en un buen rato
Estaba excitada. Entre sus toqueteos y
los míos me había puesto cachonda. Esperaba que se diera la vuelta pero
su comentario indicaba lo contrario. Armándome de atrevimiento le dije
que cerrara las piernas o se iba a quemar la polla si no se echaba
crema. El me miró y me sonrió y le pregunté si quería que se la echara
yo para que no se moviera como con ironía
- No es mala idea- me dijo él
Lanzada, le contesté que no me importaba
y que separara más las piernas. Lo hizo y con crema en la mano le
agarré la polla y se la extendí por toda ella lo que era igual que
masturbarlo. Con la otra mano le aplicaba crema en los huevos. Su polla
respondió al tratamiento empalmándose completamente y le pregunté si era
para que no quedara piel sin crema. Se rio con mi ocurrencia pero noté
un gemido en su voz.
- Creo que puse demasiada crema- le dije- y no sé si debería seguir porque……
- Por mí no te preocupes- me contestó ya insinuando descaradamente que lo masturbara
- Yo no me preocupo pero esto solo va a aumentar la cantidad de crema
- ¿Y si nos vamos a las dunas?- me preguntó sin mirarme
- Vale, pero mejor nos damos un baño antes- respondí sin pensar
Él se incorporó y se sentó en la toalla. Su polla sobresalía entre sus piernas. Me dio un beso en los labios.
- Mejor ve yendo tu, yo voy en un minuto
El agua fría del mar refresco un poco mi
calentura. Enseguida llegó Antonio, casi corriendo e intentando que no
se notara mucho que estaba medio empalmado. Nos dimos un baño rápido. Mi
idea del baño era para que nuestra piel no supiera a crema pero parecía
que había sido una mala idea. No se acercaba a mí. Lo noté un poco
tenso. Salimos del agua. Su paso era lento. Tenía una expresión
diferente en el rostro. Le pregunté que pasaba.
- Nada- me dijo
- Seguro?
- Bueno, es que estoy saliendo
con alguien desde hace un tiempo. No es nada serio todavía pero la chica
me gusta mucho y me ha entrado un poco de culpabilidad en el cuerpo
Me quedé completamente chafada. Estaba
muy caliente pero no quería parecer desesperada por un contacto sexual.
Llegamos a las toallas, nos sentamos y me ofreció un cigarrillo. Llevaba
meses sin fumar pero en ese momento me sentaría bien. Empezó a pedirme
disculpas, a decirme que él no solía comportarse de esa manera. Dejé que
soltara todo lo que llevaba dentro y pasamos el resto de la tarde
tomando el sol, bañándonos y conversando.
TITULO: El campo de las brujas,.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.
(Cien años de soledad, Gabriel García Márquez) foto.
Muchos años después, sentado en la terraza de un bar de la madrileña Plaza de la Paja, Juan Pablo de las Heras habría de recordar aquella noche remota en que Izaskun le regaló su primer beso. Urbanova era entonces una urbanización joven de la costa mediterránea que vivía de los bulliciosos e insomnes turistas madrileños y hervía cada verano con la burbujeante actividad de sus visitantes y de todos aquellos que llegaban desde la ciudad para trabajar durante dos o tres meses en el bar, la heladería, los dos chiringuitos de playa, el quiosco y la tienda. Después, a partir de octubre, la zona se convertía en una villa fantasma con la única banda sonora de las suaves olas acariciando la orilla y la remota vida que daban, esporádicamente, aficionados al footing o coches de enamorados que buscaban una intimidad cómplice.
Era un verano de calor bochornoso y de nervios adolescentes. Fueron quince días de vacaciones en la urbanización mediterránea de todos los años, pero en aquellas dos semanas sintió que dejaba de ser un niño y algunos de los acontecimientos de aquellos días se quedaron grabados en su memoria para siempre. Sus padres alquilaban cada verano aquel apartamento y cada primero de agosto se repetía el mismo patrón: los recién llegados se buscaban en la piscina o en la playa o en el chiringuito de Marcos; cuando se veían, se saludaban con cierta frialdad y apreciaban enseguida los cambios que los últimos once meses habían producido en aquellos cuerpos versátiles. A veces, se estrenaban peinados, se presumía de ropa de marca o se trataba de ocultar el trabajo inexorable y acomplejante del tiempo: unos intentaban que no llamara la atención la incipiente pelusilla del bigote, otras trataban de ocultar con ropas de amplio vuelo unas curvas nuevas, muchos luchaban contra el acné. Y al final de las vacaciones, las despedidas eran dramas y promesas de cartas que pocas veces se escribían, apretones de manos, besos de cortesía… hasta que Izaskun le dio a Juan Pablo su primer beso en el callejón de detrás del Campo de las brujas. Aquel verano fue diferente, especial, inolvidable.
Veinticinco años después, a pesar de ser miércoles, todas las mesas de los bares de la plaza de la Paja estaban llenas. Algunos grupos esperaban de pie, acechantes, a que alguien decidiera levantarse e irse. Todo el mundo hablaba, pero el ambiente no era estrepitoso; las cervezas viajaban constantemente de las barras a las mesas a bordo de bandejas abarrotadas de vasos y botellas; los camareros sudaban con disimulo; las raciones de jamón desaparecían con rapidez. El recuerdo de Izaskun había llegado súbitamente, tras escuchar a alguien hablar sobre la arquitectura de la ciudad flamenca de Brujas. Mientras la conversación se dirigía a la exposición de pintores flamencos que estaba a punto de presentarse en el Museo Thyssen, Juan Pablo pensó en meigas, en brujas, en aquelarres, en las diversas teorías que se contaron sobre el origen del nombre del chiringuito de playa llamado El campo de las brujas; eran esos tiempos de hormonas adolescentes, risa tonta y poca personalidad, fue aquel verano en el que Izaskun le regaló el primer roce de unos labios, fue la primera vez en que acariciar un cuello le provocó un escalofrío, fue la primera sensación de desconcierto, de deseo; fue su primera época de duermevelas, de acostarse y levantarse pensando en la misma persona, de perder el apetito, de amar.
Juan Pablo recordó que en los últimos días de aquel verano de 1985 hubo dos noches en las que apenas pudo dormir: cuando recibió ese primer beso de su primera chica y cuando murió ahogado aquel pobre chaval cuyo nombre no terminaba de recordar. Por aquel entonces, la noticia sacudió la urbanización con violencia; un chico de 15 años que había salido a nadar al mar de madrugada, quizás con alguna cerveza de más, había vuelto a la orilla al amanecer arrastrado por las olas. La desgracia multiplicó las chácharas y habladurías y fue entonces cuando el viejo jardinero, un tal Petronio, les contó que aquella zona antiguamente se conocía como el campo de las brujas, porque según la leyenda era lugar habitual de celebración de aquelarres, orgías de brujas y demonios y sacrificios humanos y que allí habían sido enterrados descendientes de la mismísima Medea, sacerdotisa y hechicera de la mitología griega. Y decía que la propia Medea, bruja inmortal, volvía cada 25 años para llevarse el alma de alguien que hubiera hecho sufrir mucho e injustamente a una mujer. Antes de que acabara la historia, el grupo de adolescentes empezó a burlarse del sexagenario Petronio; todos los chavales bromearon sobre las brujas y los demonios, sobre escobas voladoras y vampiros, sobre diablos y pociones mágicas… todos, excepto Izaskun, que les miró con ira y, enfocando sus ojos hacia Juan Pablo pero dirigiéndose al grupo dijo:
–Lo que ha dicho Petronio es cierto. Raúl maltrataba a una mujer y Medea le ha matado –y a continuación se alejó del grupo enfadada.
Mientras el camarero dejaba la cuenta sobre la mesa y todos comenzaban a sacar sus carteras para pagar a escote las cervezas y las raciones de jamón, Juan Pablo visionó aquella escena de Izaskun alejándose para siempre. Nunca volvió a verla. Al día siguiente, como estaba previsto, su familia partió hacia Bilbao. Juan Pablo no había podido despedirse de ella y como no tenía su teléfono ni su dirección de Bilbao y en aquel entonces no existían ni remotamente las redes sociales o siquiera el correo electrónico o los móviles, no pudo contactar con ella para mantener la neonata relación de pareja. Tardó tres veranos en volver a Urbanova, porque sus padres decidieron enviarle a Inglaterra a estudiar inglés. y cuando volvió en 1988, la casa de Izaskun y su familia estaba ocupada por unos belgas que venían desde Lovaina buscando el sol español.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.
(Cien años de soledad, Gabriel García Márquez) foto.
Muchos años después, sentado en la terraza de un bar de la madrileña Plaza de la Paja, Juan Pablo de las Heras habría de recordar aquella noche remota en que Izaskun le regaló su primer beso. Urbanova era entonces una urbanización joven de la costa mediterránea que vivía de los bulliciosos e insomnes turistas madrileños y hervía cada verano con la burbujeante actividad de sus visitantes y de todos aquellos que llegaban desde la ciudad para trabajar durante dos o tres meses en el bar, la heladería, los dos chiringuitos de playa, el quiosco y la tienda. Después, a partir de octubre, la zona se convertía en una villa fantasma con la única banda sonora de las suaves olas acariciando la orilla y la remota vida que daban, esporádicamente, aficionados al footing o coches de enamorados que buscaban una intimidad cómplice.
Era un verano de calor bochornoso y de nervios adolescentes. Fueron quince días de vacaciones en la urbanización mediterránea de todos los años, pero en aquellas dos semanas sintió que dejaba de ser un niño y algunos de los acontecimientos de aquellos días se quedaron grabados en su memoria para siempre. Sus padres alquilaban cada verano aquel apartamento y cada primero de agosto se repetía el mismo patrón: los recién llegados se buscaban en la piscina o en la playa o en el chiringuito de Marcos; cuando se veían, se saludaban con cierta frialdad y apreciaban enseguida los cambios que los últimos once meses habían producido en aquellos cuerpos versátiles. A veces, se estrenaban peinados, se presumía de ropa de marca o se trataba de ocultar el trabajo inexorable y acomplejante del tiempo: unos intentaban que no llamara la atención la incipiente pelusilla del bigote, otras trataban de ocultar con ropas de amplio vuelo unas curvas nuevas, muchos luchaban contra el acné. Y al final de las vacaciones, las despedidas eran dramas y promesas de cartas que pocas veces se escribían, apretones de manos, besos de cortesía… hasta que Izaskun le dio a Juan Pablo su primer beso en el callejón de detrás del Campo de las brujas. Aquel verano fue diferente, especial, inolvidable.
Veinticinco años después, a pesar de ser miércoles, todas las mesas de los bares de la plaza de la Paja estaban llenas. Algunos grupos esperaban de pie, acechantes, a que alguien decidiera levantarse e irse. Todo el mundo hablaba, pero el ambiente no era estrepitoso; las cervezas viajaban constantemente de las barras a las mesas a bordo de bandejas abarrotadas de vasos y botellas; los camareros sudaban con disimulo; las raciones de jamón desaparecían con rapidez. El recuerdo de Izaskun había llegado súbitamente, tras escuchar a alguien hablar sobre la arquitectura de la ciudad flamenca de Brujas. Mientras la conversación se dirigía a la exposición de pintores flamencos que estaba a punto de presentarse en el Museo Thyssen, Juan Pablo pensó en meigas, en brujas, en aquelarres, en las diversas teorías que se contaron sobre el origen del nombre del chiringuito de playa llamado El campo de las brujas; eran esos tiempos de hormonas adolescentes, risa tonta y poca personalidad, fue aquel verano en el que Izaskun le regaló el primer roce de unos labios, fue la primera vez en que acariciar un cuello le provocó un escalofrío, fue la primera sensación de desconcierto, de deseo; fue su primera época de duermevelas, de acostarse y levantarse pensando en la misma persona, de perder el apetito, de amar.
Juan Pablo recordó que en los últimos días de aquel verano de 1985 hubo dos noches en las que apenas pudo dormir: cuando recibió ese primer beso de su primera chica y cuando murió ahogado aquel pobre chaval cuyo nombre no terminaba de recordar. Por aquel entonces, la noticia sacudió la urbanización con violencia; un chico de 15 años que había salido a nadar al mar de madrugada, quizás con alguna cerveza de más, había vuelto a la orilla al amanecer arrastrado por las olas. La desgracia multiplicó las chácharas y habladurías y fue entonces cuando el viejo jardinero, un tal Petronio, les contó que aquella zona antiguamente se conocía como el campo de las brujas, porque según la leyenda era lugar habitual de celebración de aquelarres, orgías de brujas y demonios y sacrificios humanos y que allí habían sido enterrados descendientes de la mismísima Medea, sacerdotisa y hechicera de la mitología griega. Y decía que la propia Medea, bruja inmortal, volvía cada 25 años para llevarse el alma de alguien que hubiera hecho sufrir mucho e injustamente a una mujer. Antes de que acabara la historia, el grupo de adolescentes empezó a burlarse del sexagenario Petronio; todos los chavales bromearon sobre las brujas y los demonios, sobre escobas voladoras y vampiros, sobre diablos y pociones mágicas… todos, excepto Izaskun, que les miró con ira y, enfocando sus ojos hacia Juan Pablo pero dirigiéndose al grupo dijo:
–Lo que ha dicho Petronio es cierto. Raúl maltrataba a una mujer y Medea le ha matado –y a continuación se alejó del grupo enfadada.
Mientras el camarero dejaba la cuenta sobre la mesa y todos comenzaban a sacar sus carteras para pagar a escote las cervezas y las raciones de jamón, Juan Pablo visionó aquella escena de Izaskun alejándose para siempre. Nunca volvió a verla. Al día siguiente, como estaba previsto, su familia partió hacia Bilbao. Juan Pablo no había podido despedirse de ella y como no tenía su teléfono ni su dirección de Bilbao y en aquel entonces no existían ni remotamente las redes sociales o siquiera el correo electrónico o los móviles, no pudo contactar con ella para mantener la neonata relación de pareja. Tardó tres veranos en volver a Urbanova, porque sus padres decidieron enviarle a Inglaterra a estudiar inglés. y cuando volvió en 1988, la casa de Izaskun y su familia estaba ocupada por unos belgas que venían desde Lovaina buscando el sol español.
No hay comentarios:
Publicar un comentario