TITULO: VIAJANDO CON CHESTER - EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - HOTELES INTELIGENTES Y LA MADRE QUE LOS PARIÓ,.
VIAJANDO CON CHESTER,.
Viajando con Chester es un programa de televisión español, de género
periodístico, presentado por Pepa Bueno, en la cuatro los domingos las 21:30, foto, etc.
EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - HOTELES INTELIGENTES Y LA MADRE QUE LOS PARIÓ,.
HOTELES INTELIGENTES Y LA MADRE QUE LOS PARIÓ, foto.
Les juro a ustedes, con una mano sobre la primera edición de El cetro de Ottokar, que
cuanto voy a contar es cierto. Acabo de sufrirlo en la habitación de un
hotel español nuevo y flamante, dotado con todos los adelantos
tecnológicos imaginables. Un lugar de vanguardia tan avanzada que te
deja de pasta de boniato.
La primera en la frente fueron las luces. Allí no había conmutadores
normales, de ésos que les das, clic, clac, y encienden y apagan. Había
unos sensores planos de colorines, que según acercabas un dedo encendían
cosas de modo aleatorio, a su rollo. Todas de golpe o una a una, dabas a
ésta y se encendía o apagaba aquélla, tocabas la de la mesilla de noche
y se iluminaba un armario, o el cuarto de baño, y así todo el rato. No
había forma de aclararse. Y para más recochineo, la habitación estaba
iluminada a la moda de ahora, con coquetos puntos de luz que dejaban el
resto en penumbra; lo que es precioso, pero tiene la pega de que no ves
un carajo. Además, las pocas luces estaban situadas en lugares divinos,
pero no donde las necesitabas, por ejemplo, para leer. Así que estuve un
rato moviendo muebles para colocarlos donde podía verse algo; con el
simpático detalle de que al ir y venir en la penumbra, más ciego que un
topo, una manija de una puerta, estilizada, larga y bellísima de diseño,
se me enganchó en el bolsillo de la chaqueta, rasgándolo.
Blasfemé, lo confieso. Algo sobre el copón de Bullas. Por suerte
tenía otra chaqueta, pero al ir a colgarla se le cayó un botón. La
alfombra era de las que más detesto en el mundo. Si la moqueta me parece
ya una guarrería infame, calculen mis sentimientos ante una alfombra
peluda de medio palmo de espesor, con rayas de cebra, entre cuya fronda
podría camuflarse una boa constrictor. Por pura ley de Murphy, el botón
cayó entre el pelamen; y con la falta de luz estuve diez minutos a
cuatro patas, buscándolo con las gafas de leer puestas, mientras mis
blasfemias subían de tono, cuestionando ya los más sagrados Misterios. Y
de ahí para arriba.
El siguiente episodio fue la tele. Vi un mando, presioné la tecla, y
lo que se descorrieron fueron las cortinas de la ventana, que ya nunca
pude volver a correr. Al fin, con otro mando que parecía perfecto para
abrir cortinas, encendí la tele. «Bienvenido, señor Pérez», dijo una voz
cantarina sobre una imagen del hotel. Quise ver el telediario, pero el
televisor me exigió una complicada serie de datos que incluían mi
nombre, número de habitación y algo así como código Waca Plus –que sigo
sin tener ni idea de qué podía ser–. Pese a ello, introducido todo, o
casi, la tele se negó a pasar a los canales. Quise apagarla, pero no
había manera de apagarla del todo, porque se encendía ella sola cada
diez minutos, y cada vez la misma voz repetía: «Bienvenido, señor
Pérez».
Les ahorro la noche. La cortina abierta de piernas, con la luz de las
farolas de la calle dándome en la cara –con ésa sí habría podido leer–,
y el televisor encendiéndose solo, «Bienvenido, señor Pérez», cada diez
minutos. Además, cuando quise mirar el reloj en la mesilla debí de
tocar algún sensor o algo, porque los pies de la cama se levantaron,
zuuuuum, y me quedé con ellos en alto y toda la sangre congestionándome
la cabeza. A punto de nieve para el derrame cerebral.
Al fin llegó el alba. Yo había notado ya que el grifo del lavabo no
era un grifo, sino un caño misterioso que requería ciertos pases mágicos
alrededor para que saliera el chorro de agua. Y con la ducha pasaba lo
mismo. Me puse enfrente, empecé el abracadabra, y ni flores. Al fin, al
hacer no sé qué movimiento, brotó el agua de la ducha. Fría, no, oigan.
Ártica. Salté hacia atrás, empapado, y me quedé allí intentando
desesperadamente resolver el problema. Entre el mando –que seguía sin
saber cómo funcionaba– y yo se interponía el chorro gélido de la ducha.
Al fin me dije: vamos, chaval. Sobreviviste a los puentes de Bijela, así
que échale cojones. De modo que tomé aire, me metí bajo el chorro –mis
blasfemias debían ahora de oírse en la calle– y estuve dando pases
mágicos hasta que al fin, al borde ya de la congestión pulmonar, salió
de pronto un chorro de agua hirviendo que me abrasó la piel. Y cuando al
cabo, exhausto, apoyado en los azulejos bajo un chorro más o menos
regulado, miré al suelo, comprobé que el arquitecto, o su puta madre,
habían diseñado un plato de ducha sin escaloncito, a ras con el piso, y
que por debajo de la puerta de cristal se había ido el agua, que ahora
corría alegre por toda la habitación, anegándola. Y mientras, en el
televisor, la amable voz femenina seguía repitiendo cada diez minutos:
«Bienvenido, señor Pérez».
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