TITULO: DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES - Una historia de España (LXXXIII),.
DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES - Una historia de España (LXXXIII), fotos.
EL BLOC DEL CARTERO , LA CARTA DE LA SEMANA -Una historia de España (LXXXIII),.
Visto en general, y en eso suelen coincidir los historiadores, el
franquismo tuvo tres etapas: dura, media y blanda. Algo así como el
queso curado, semicurado y de Burgos, más o menos. Conviene aquí
repetir, para entendernos mejor, que aquel largo statu quo postquam
–o como se diga– de cuatro décadas no fue, pese a las apariencias, un
gobierno militar ni una dictadura de ideología fascista; entre otras
cosas porque Franco no tuvo otra ideología que perpetuarse en un
gobierno personal y autoritario, anticomunista y católico a
machamartillo; y al servicio de todo eso, o sea, de él mismo, puso a
España marcando el paso. Naturalmente, el hábil gallego nunca habría
podido sostenerse de no gozar de amplias y fuertes complicidades. De una
parte estaban las clases dominantes de toda la vida: grandes
terratenientes, alta burguesía industrial y financiera (incluidas las
familias que siempre cortaron el bacalao en el País Vasco y Cataluña),
que veían en el nuevo régimen una garantía para conservar lo que años de
turbulencia política y sindical, de república y de guerra, les habían
arrebatado o puesto en peligro. A eso había que añadir una casta militar
y funcionarial surgida de la victoria, a la que estar en el bando
vencedor hizo dueña de los resortes sociales intermedios y aseguró la
vida. Paralela a esta última surgió otra clase más turbia, o más bien
emergió de nuevo, siempre la misma (esa podredumbre eterna, tan
vinculada a la puerca condición humana, que nunca desaparece pues se
limita a transformarse, adaptándose hábilmente a cada momento). Me
refiero a los sinvergüenzas capaces de medrar en cualquier
circunstancia, con rojos, blancos o azules, aprovechándose del dolor, la
desgracia o la miseria de sus semejantes: una nutrida plaga de
estraperlistas, especuladores, explotadores y gentuza sin escrúpulos a
la que nadie fusila nunca, porque suele ser ella quien está detrás,
inextinguible, comprando favores y señalando entre la gente honrada a
quien fusilar, real o metafóricamente hablando. Y al final de todo, en
la parte baja de la pirámide, sosteniendo sobre sus hombros a grandes
empresarios y financieros, funcionarios con poder, estraperlistas y
militares, estaba la gran masa de los españoles, vencedores o vencidos,
destrozados por tres años de barbarie y matanza, ansiosos todos ellos
por vivir y olvidar –pocas ideas de libertad sobreviven a la necesidad
de comer caliente–, pagando con la sumisión y el miedo el precio de la
derrota, los vencidos, y con el olvido y el silencio los que se habían
batido el cobre en el bando de los vencedores. Devueltos éstos últimos,
sin beneficio ninguno, a sus sueldos de miseria, a sus talleres y
fábricas, a la azada de campesino o el cayado de pastor; mientras
quienes no habían visto una trinchera y un máuser ni de lejos se
paseaban ahora entre Pasapoga y Chicote, fumándose un puro, llevando del
brazo a la señora –o a la amante– con abrigo de visón. Todo ese
tinglado, claro, se apoyaba en un sistema que el Caudillo, para entonces
ya también Generalísimo, situó desde el principio y con muy hábil
cálculo sobre tres pilares fundamentales: un Ejército fiel y
privilegiado tras la guerra, una estructura de Estado confiada a la
Falange como partido único, y un control social encomendado a la Iglesia
católica. El Ejército, encargado de borrar mediante consejos de guerra
todo liberalismo, republicanismo, socialismo, anarquismo o comunismo, «apenas
hubiera podido resistir una agresión exterior en toda regla, pero
cumplió hasta el final con el cometido de mantener el orden interno»,
como apunta el historiador Fernando Hernández Sánchez. En cuanto a la
Falange, purgada con mano implacable de elementos díscolos –que fueron
perseguidos, represaliados y encarcelados–, era a esas alturas una
organización dócil y fiel a los principios del Movimiento, léase a la
persona del Generalísimo, que en las monedas se acuñaba «Caudillo de España por la gracia de Dios».
Así que a sus dirigentes y capitostes, a cambio de prebendas que iban
desde cargos oficiales hasta chollos menores pero seguros –un estanco o
un puesto de lotería–, se encomendó el control y funcionamiento de la
Administración. Con lo que todo español tuvo que sacarse, le gustara o
no, un carnet de Falange si quería trabajar, comer y vivir. Y también,
naturalmente, además de saberse el Cara al sol de carrerilla,
debía demostrar en público que era sincero practicante de la religión
católica, única verdadera, tercer pilar donde Franco apoyaba su negocio.
Pero de la Iglesia hablaremos con más desahogo en el siguiente episodio
de esta siempre –casi siempre– lamentable historia de España, la de los
tristes destinos.[Continuará].
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