PESADILLA EN LA COCINA - JUEVES -15- MARZO,.
Pesadilla en la Cocina es un programa de televisión español de telerrealidad culinaria, presentado por el chef Alberto Chicote, emitido habitualmente los jueves a las 22:30 en La Sexta.
¿Qué pensó Chicote al encontrarse un ratón en el lavavajillas de 'El último Ágave'? El chef se confiesa en 'Nochemala en la cocina'. El chef de 'Pesadilla' recuerda en 'Nochemala en la cocina' cuando se encontró un ratón en el lavavajillas de 'El Último Ágave', un restaurante mexicano en pleno centro de Barcelona:, etc.
- LA COCINA - DOMINGO - LUNES - Crema de mascarpone con manzanas ,.
foto.
Crema de mascarpone con manzanas,.
Nos explica paso a paso un postre que acompaña perfectamente a los asados navideños: manzana reineta horneada con mantequilla y servida con una crema de queso mascarpone.
4 manzanas reinetas
60 g de mantequilla
3 cucharadas de azúcar moreno
100 g de zumo de manzana
2 astillas de canela
1 rama de vainilla
Para la crema de mascarpone,
2 huevos Pitas Pitas
160 g de azúcar
2 dl. de nata montada
400 g de queso mascarpone,.
Horno 180ºc.
Descorazonar las manzanas y hacerles una incisión alrededor.
Untar una bandeja de horno con la mantequilla y espolvorear con el azúcar moreno.
Poner en un cazo el zumo + canela + vainilla abierta, hervir.
Colocar las manzanas en la bandeja + mantequilla en el corazón + mitad de jugo y hornear 10 mn.
Agregar la mitad del jugo y hornear 20 mn. más, rociándolas de vez en cuando.
Dejar enfriar en nevera o servir tibio.
Para la crema,
Mezclar huevos + azúcar.
Añadir la nata montada.
Incorporar el mascarpone con cuidado.
Enfriar.
TITULO: EN PRIMER PLANO - A FONDO - REVISTA XL SEMANAL PORTADA ENTREVISTA -Wallis Simpson,.
Wallis Simpson,.
Wallis Simpson - foto.
Wallis | ||
---|---|---|
Duquesa de Windsor | ||
Wallis Simpson en 1936 |
||
Información personal | ||
Nombre secular | Bessie Wallis1 por nacimiento Warfield | |
Nacimiento | 19 de junio de 18962 Blue Ridge Summit, Pensilvania, Estados Unidos |
|
Fallecimiento | 24 de abril de 1986,(89 años) Bois de Boulogne, París, Francia |
|
Entierro | Mausoleo Real de Frogmore, Berkshire, Reino Unido | |
Familia | ||
Casa real | Casa de Windsor (por matrimonio) | |
Padre | Teackle Wallis Warfield | |
Madre | Alice Montague | |
Cónyuge | Earl Winfield Spencer Jr. Ernest Aldrich Simpson Eduardo VIII |
|
El padre de Wallis murió poco después de su nacimiento, y Wallis, junto a su madre viuda, recibió el apoyo de algunos parientes ricos. Su primer matrimonio, con un oficial de la Marina de los Estados Unidos, se caracterizó por varios períodos de separación y finalmente terminó en divorcio. En 1934, durante el transcurso de su segundo matrimonio, supuestamente se hizo amante de Eduardo, por entonces príncipe de Gales. Dos años más tarde, después de la muerte de Jorge V y el ascenso al trono de Eduardo VIII, Wallis se divorció de su segundo marido y Eduardo le propuso matrimonio. El deseo del rey de contraer nupcias con una mujer que tenía dos ex maridos vivos provocó una crisis constitucional en el Reino Unido y sus dominios, lo que finalmente condujo a que abdicara al trono en diciembre de 1936 y se casara, según sus propias palabras, con «la mujer que amo».3 Después de la abdicación, el antiguo rey fue nombrado duque de Windsor por su hermano, el rey Jorge VI. Eduardo se casó con Wallis seis meses más tarde, después de lo cual ella fue conocida formalmente como la duquesa de Windsor, sin el tratamiento de Su Alteza Real.
Antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, muchas personas del gobierno y de la sociedad sospechaban que el duque y la duquesa de Windsor simpatizaban con los nazis. En el transcurso de las décadas de 1950 y 1960, la pareja vivió entre Europa y los Estados Unidos, disfrutando de una vida de ocio como celebridades sociales. Al morir el duque en 1972, la duquesa se recluyó y rara vez volvió a ser vista en público. Su vida privada fue la fuente de múltiples especulaciones y todavía sigue siendo una figura controvertida en la historia británica., etc.
TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA -Cediendo el paso, o no ,.
Cediendo el paso, o no , foto.
Camino por el lado izquierdo de una calle de Lisboa, subiendo del
Chiado al barrio Alto: una de ésas que tienen aceras estrechas que sólo
permiten el paso de una persona a la vez. Me precede un individuo joven,
sobre los treinta y pocos años. Un tipo normal, como cualquiera. Un
fulano de infantería que camina con las manos en los bolsillos. Podría
ser portugués, o inglés, o español; de cualquier sitio. Va
razonablemente vestido. De frente, por la misma acera, camina hacia
nosotros una señora mayor, casi anciana. Por reflejo automático, sin
pensarlo siquiera, bajo de la acera a la calzada para dejar el paso
libre, atento al tráfico, no sea que un coche me lleve por delante. Lo
hago mientras supongo que el individuo que me precede hará lo mismo;
pero éste sigue adelante, impasible, pegado a las fachadas, obligando a
la señora a dejar la acera y exponerse al tráfico.
Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino, comprendo que sería inútil recriminarle algo. No lo iba a entender aunque se lo cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo. Es, sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará nunca. Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido, preguntándose por qué.
Y ése es el punto, concluyo desolado. Que en el mundo de ese fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar la vida y la relación con los demás –él y los millares y millones que son como él–, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su adiestramiento social. De su educación. Da lo mismo, a estas alturas, que quien venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad. Lo más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el mundo. No existe, y punto. Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto. Es un grosero honrado, un animal consecuente. Una bestia inocente, limpia de polvo y paja.
Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy nobles. Pero su número decrece, sin duda. Basta un trayecto en metro o autobús, un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a su lado. Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras ‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de agradecimiento o una sonrisa. Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata promiscuidad a que nos obliga la vida.
Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda. Entonces Juan, con esa eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».
Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino, comprendo que sería inútil recriminarle algo. No lo iba a entender aunque se lo cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo. Es, sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará nunca. Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido, preguntándose por qué.
Y ése es el punto, concluyo desolado. Que en el mundo de ese fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar la vida y la relación con los demás –él y los millares y millones que son como él–, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su adiestramiento social. De su educación. Da lo mismo, a estas alturas, que quien venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad. Lo más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el mundo. No existe, y punto. Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto. Es un grosero honrado, un animal consecuente. Una bestia inocente, limpia de polvo y paja.
Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy nobles. Pero su número decrece, sin duda. Basta un trayecto en metro o autobús, un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a su lado. Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras ‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de agradecimiento o una sonrisa. Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata promiscuidad a que nos obliga la vida.
Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda. Entonces Juan, con esa eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario