TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - LA SOLDADO QUE SE PARECIA A JODIE FOSTER,.
- LA SOLDADO QUE SE PARECIA A JODIE FOSTER, foto - reloj.
La conocí en Dahran, Arabia Saudí, a principios de 1991. Durante la
primera guerra del Golfo. Estábamos los reporteros allí enviados
esperando el comienzo de la ofensiva terrestre contra las tropas
iraquíes atrincheradas en Kuwait, y hasta ese momento los combates se
desarrollaban sólo en el aire. A cada momento los aviones atronaban el
cielo, despegando cargados de bombas rumbo al norte. Llevábamos semanas
esperando la fase terrestre de todo aquello, y los días en Dahran,
convertida en base militar norteamericana, transcurrían monótonos hasta
la desesperación: conferencias de prensa para contar después lo que nos
contaban sobre la guerra, transmisión de crónicas para el telediario,
paseos por Al Shula –los grandes almacenes de la ciudad–, cena en algún
restaurante abierto, lectura y aburrimiento en el bungalow que el equipo
de TVE tenía alquilado en el hotel Meridien, cuartel general de los
enviados especiales de todo el mundo. Pocas mujeres –periodistas o
militares, en su mayor parte– y nada de alcohol.
Ella era mujer. Teniente de marines norteamericana, por más señas.
Veinticinco años después he olvidado su nombre –acabo de telefonear a mi
cámara Márquez, que vive jubilado en Valencia, pero él tampoco se
acuerda–, aunque recuerdo muy bien su estatura y complexión mediana, su
uniforme de camuflaje, su pelo castaño recogido en una corta coleta y su
extraordinario parecido con la actriz Jodie Foster. Quizá por eso no me
acuerdo del nombre, o no lo supe nunca, pues la llamábamos así, Jodie.
También recuerdo unos ojos muy claros y muy fríos, de un azul desvaído. O
tal vez eran verdes.
La recuerdo ante un mapa y unas fotos enormes, explicándonos un
ataque con misiles y sus efectos. Hablaba un inglés seco y nasal, y
también un poco de español. Nos contaba cómo los misiles habían salido
de tal lugar e impactado en tal otro, y con un puntero láser nos
señalaba los objetivos antes del bombardeo –construcciones geométricas
en el desierto– y después –cráteres devastados–. También recuerdo que,
mostrándonos una película aérea sobre el impacto de una bomba
inteligente en un puente de Bagdad, comentó: «Conozcan al hombre más
afortunado ayer de todo Iraq», y acto seguido vimos cómo un automóvil
pasaba a toda velocidad por un puente sobre el Tigris, tres segundos
antes de que una bomba lo hiciera cisco a su espalda. Llamaban la
atención, cuando hablaba, tanto su voz metálica y seca, desapasionada,
como la frialdad de sus ojos claros, que nos miraban como su poseedora
parecía mirar el mundo. Como sujetos potenciales, elementos
estadísticos, de las bombas cuyos efectos nos contaba.
Por aquellos días supimos de un incidente que había protagonizado en
la ciudad. Estaba sentada en un vehículo Humvee junto a un sargento de
marines, también mujer, fumando y con un brazo remangado apoyado en la
ventanilla, y una pareja de la Mutawa, la policía religiosa saudí, pasó
por su lado y le golpeó el brazo con una vara. Entonces, ella y la
sargento se bajaron del coche, muy tranquilas, y les dieron a los
mutawas una paliza que envió a uno al hospital con varias costillas
rotas –el incidente, por cierto, hizo que se retirase esa policía de las
calles mientras duró la guerra–. Un par de noches después, cenando en
un restaurante chino de Dahran con las máscaras antigás colgadas del
respaldo de las sillas, como de costumbre, vimos a Jodie entrar con
otras dos mujeres y dos hombres, vestidos todos de paisano, y ocupar una
mesa cercana. Me levanté a preguntar si el incidente de la Mutawa era
cierto, me miró sin afirmar ni negar nada, cambiamos unas palabras de
cortesía, y al regreso con Márquez y los otros le mandamos a su mesa una
jarra de champaña saudí, que era una combinación de jugos de fruta sin
alcohol, y una lata de caviar. Lo agradeció con otra mirada fría de las
suyas.
La vimos por última vez en el aeropuerto de Dahran, a nuestro regreso
de Kuwait, acabada la guerra. Coincidimos en la sala de espera de
primera clase del aeropuerto, esperando vuelos distintos. Jodie vestía
de uniforme y tenía una mochila militar mimetizada a los pies. Yo iba a
saludarla, pero de pronto me di cuenta de que tenía los ojos enrojecidos
y llorosos; así que, desconcertado, me quedé en donde estaba. Al cabo
de un momento ella alzó la vista y me sostuvo la mirada con sus ojos
húmedos, que seguían siendo muy claros, verdes o azules. Me miró así,
fija y fría, como si las lágrimas fueran de escarcha. Peligrosa como una
astilla de hielo, pensé. Peligrosa como una mujer.
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